Yanis Varoufakis, Sin Permiso
Frente a las medidas económicas del presidente Trump, sus críticos centristas oscilan entre la desesperación y una conmovedora fe en que se desvanezca su frenesí arancelario. Suponen que Trump resoplará y resoplará hasta que la realidad deje al descubierto la vacuidad de su razonamiento económico. No han estado prestando atención: la fijación arancelaria de Trump forma parte de un plan económico global que es sólido, aunque sea algo intrínsecamente arriesgado.
Su forma de pensar [de ellos] conecta directamente con un concepto erróneo de cómo se mueven el capital, el comercio y el dinero en todo el mundo. Como el cervecero que se emborracha con su propia cerveza, los centristas acabaron creyéndose su propia propaganda: que vivimos en un mundo de mercados competitivos en el que el dinero es neutral y los precios se ajustan para equilibrar la oferta y la demanda de todo. Ese Trump tan poco sofisticado es, de hecho, mucho más sofisticado que ellos en el sentido de que entiende cómo el poder económico en bruto, y no la productividad marginal, decide quién hace qué a quién, tanto a escala nacional como internacional.
Aunque nos arriesgamos a que el abismo nos devuelva la mirada cuando intentamos darle una ojeada a la mente de Trump, necesitamos comprender su pensamiento en relación con tres cuestiones fundamentales: ¿por qué piensa él que los Estados Unidos están explotados por el resto del mundo? ¿Cuál es su visión de un nuevo orden internacional en el que los Estados Unidos puedan volver a ser “grandes”? ¿Cómo piensa conseguirlo? Sólo entonces podremos elaborar una crítica sensata del plan director económico de Trump.
¿Por qué cree el presidente que los Estados Unidos ha recibido un trato malo? Su principal queja consiste en que la supremacía del dólar puede conferir enormes poderes al gobierno y a la clase dirigente de los Estados Unidos, pero, en última instancia, los extranjeros la están utilizando de forma que garantiza el declive de los Estados Unidos. Así es que lo que la mayoría considera un privilegio desorbitado de los Estados Unidos, lo ve él como una carga desorbitada.
Trump lleva décadas lamentando el declive de la industria manufacturera estadounidense: “Si no tienes acero, no tienes país”. Pero ¿por qué culpar de esto al papel global del dólar? Pues porque, responde Trump, los bancos centrales extranjeros no dejan que el dólar se ajuste a la baja hasta el nivel “correcto”, en el que las exportaciones estadounidenses se recuperan y las importaciones se frenan. No es que los bancos centrales extranjeros estén conspirando contra los Estados Unidos. Es tan solo que el dólar es la única reserva internacional segura de la que pueden echar mano. Es natural que los bancos centrales europeos y asiáticos atesoren los dólares que fluyen hacia Europa y Asia cuando los norteamericanos importan cosas. Al no cambiar sus reservas de dólares por sus propias monedas, el Banco Central Europeo, el Banco de Japón, el Banco Popular de China y el Banco de Inglaterra suprimen la demanda de sus monedas (y, por tanto, su valor). Esto ayuda a sus propios exportadores a aumentar sus ventas a los Estados Unidos y ganar aún más dólares. En un círculo sin fin, estos dólares frescos se acumulan en las arcas de los banqueros centrales extranjeros que, para ganar intereses con seguridad, los utilizan para comprar deuda pública estadounidense.
Y ahí está el problema. Según Trump, los Estados Unidos importan demasiado porque son un buen ciudadano global que se siente obligado a proporcionar a los extranjeros los activos en dólares de reserva que necesitan. En resumen, la industria manufacturera estadounidense entró en declive porque los Estados Unidos son un buen samaritano: sus trabajadores y su clase media sufren para que el resto del mundo pueda crecer a su costa.
Pero el estatus hegemónico del dólar también apuntala el excepcionalismo estadounidense, como bien sabe y aprecia Trump. La compra de bonos del Tesoro norteamericano por parte de los bancos centrales extranjeros permite al gobierno norteamericano incurrir en déficit y pagar un ejército sobredimensionado que llevaría a la bancarrota a cualquier otro país. Y al constituir el eje de los pagos internacionales, el dólar hegemónico permite al presidente ejercer el equivalente moderno de la diplomacia de las cañoneras: sancionar a voluntad a cualquier persona o gobierno.
Esto no es suficiente, a los ojos de Trump, para compensar el sufrimiento de los productores norteamericanos que se ven debilitados por extranjeros cuyos banqueros centrales explotan un servicio (las reservas de dólares) que los Estados Unidos les prestan gratuitamente para mantener sobrevalorado el dólar. Para Trump, Estados Unidos se está socavando a sí mismo por la gloria del poder geopolítico y la oportunidad de acumular beneficios ajenos. Estas riquezas importadas benefician a Wall Street y a los agentes inmobiliarios, pero sólo a expensas de las personas que le han elegido dos veces: los norteamericanos de las zonas centrales que producen aquellos bienes «varoniles» como el acero y los automóviles que una nación necesita para seguir siendo viable.
Y esa no es la peor de las preocupaciones de Trump. Su pesadilla es que esta hegemonía sea efímera. Ya en 1988, mientras promocionaba su Art of the Deal con Larry King y Oprah Winfrey, se lamentaba: “Somos una nación deudora. Va a pasar algo en los próximos años en este país, porque no se puede seguir perdiendo 200.000 millones de dólares al año”. Desde entonces, está cada vez más convencido de que se acerca un terrible punto de inflexión: a medida que la producción de los Estados Unidos disminuye en términos relativos, la demanda mundial del dólar aumenta más rápidamente que los ingresos norteamericanos. El dólar tiene entonces que apreciarse aún más rápido para satisfacer las necesidades de reservas del resto del mundo. Esto no puede durar eternamente.
Cuando los déficits norteamericanos superen un cierto umbral, los extranjeros entrarán en pánico. Venderán sus activos denominados en dólares y buscarán otra moneda con la que atesorar. Los norteamericanos quedarán en medio del caos internacional, con un sector manufacturero destrozado, unos mercados financieros en ruinas y un Gobierno insolvente. Este escenario de pesadilla ha convencido a Trump de que tiene la misión de salvar a los Estados Unidos: que tiene el deber de marcar el comienzo de un nuevo orden internacional. Y esa es la esencia de su plan: llevar a cabo en 2025 un decisivo shock anti-Nixon, una conmoción global que anule la obra de su predecesor al poner fin al sistema de Bretton Woods de 1971, que fue la punta de lanza de la era de la financiarización.
Un elemento central de este nuevo orden mundial sería un dólar más barato que siguiera siendo moneda de reserva mundial, lo cual reduciría aún más los tipos de interés de los préstamos a largo plazo de los Estados Unidos. ¿Puede Trump nadar (con un dólar hegemónico y unos bonos del Tesoro norteamericano de bajo rendimiento) y guardar la ropa (con un dólar depreciado)? Sabe que los mercados nunca lo conseguirán por sí solos. Sólo los bancos centrales extranjeros pueden hacerlo por él. Pero para que acepten hacerlo, primero hay que provocarles una sacudida. Y ahí es donde entran en juego sus aranceles.
Y esto es lo que sus críticos no entienden. Creen erróneamente que él piensa que sus aranceles reducirán por sí solos el déficit comercial de Estados Unidos. Él sabe que no lo reducirán. Su utilidad estriba en su capacidad para conmocionar a los bancos centrales extranjeros y hacer que reduzcan los tipos de interés nacionales. En consecuencia, el euro, el yen y el renminbi se debilitarán frente al dólar. Esto anulará las subidas de precios de los bienes importados a Estados Unidos y no afectará a los precios que pagan los consumidores norteamericanos. Los países con aranceles pagarán de hecho los aranceles de Trump.
Pero los aranceles son únicamente la primera fase de su plan maestro. Con unos aranceles elevados como nuevo valor por defecto, y con el dinero extranjero que se acumula en el Tesoro, Trump puede esperar su momento mientras claman por hablar amigos y enemigos en Europa y Asia. Es entonces cuando entra en acción la segunda fase del plan de Trump: la gran negociación.
A diferencia de sus predecesores, de Carter a Biden, Trump desdeña las reuniones multilaterales y las negociaciones multitudinarias. Es un hombre del tú a tú. Su mundo ideal es un modelo de centro y radios, como la rueda de una bicicleta, en el que ninguno de los radios individuales influye demasiado en el funcionamiento de la rueda. En esta visión del mundo, Trump confía en que puede tratar cada radio secuencialmente. Con los aranceles por un lado y la amenaza de retirar el escudo de seguridad de Estados Unidos (o desplegarlo contra ellos) por el otro, cree que puede conseguir que la mayoría de los países den su aquiescencia.
¿Aquiescencia a qué? A una apreciación substancial de su moneda sin liquidar su tenencia de dólares a largo plazo. No sólo esperará que cada interlocutor recorte los tipos de interés nacionales, sino que exigirá cosas distintas de los distintos interlocutores. A los países asiáticos, que son los que más dólares atesoran en la actualidad, les exigirá que vendan una parte de sus activos en dólares a corto plazo a cambio de su propia moneda (que se apreciará). A una eurozona relativamente pobre en dólares y plagada de divisiones internas, lo cual incrementa su poder de negociación, Trump puede exigirles tres cosas: que acepten cambiar sus bonos a largo plazo por bonos a muy largo plazo o incluso perpetuos, que permitan que la fabricación alemana emigre a Estados Unidos, y, naturalmente, que compren muchas más armas fabricadas en los Estados Unidos.
¿Se imaginan la sonrisa de Trump al pensar en esta segunda fase de su plan maestro? Cuando un gobierno extranjero acceda a sus demandas, se habrá apuntado otra victoria. Y cuando algún gobierno recalcitrante se resista, los aranceles no se moverán, proporcionando a su Tesoro un flujo constante de dólares de los que podrá disponer como mejor le parezca (ya que el Congreso sólo controla los ingresos fiscales). Una vez completada esta segunda fase de su plan, el mundo se habrá dividido en dos bandos: un bando protegido por la seguridad norteamericana a costa de una moneda apreciada, la pérdida de plantas de fabricación y la compra forzosa de exportaciones norteamericanas, incluidas las armas. El otro campo estará estratégicamente más cerca tal vez de China y Rusia, pero todavía conectado a los EEUU a través de un comercio reducido que todavía proporcionará a los EEUU ingresos arancelarios regulares.
La visión de Trump de un orden económico internacional deseable puede ser violentamente diferente de la mía, pero eso no nos da a ninguno de nosotros licencia para subestimar su solidez y propósito, como hace la mayoría de los centristas. Como todos los planes bien trazados, esto puede torcerse, por supuesto. La depreciación del dólar puede que no sea suficiente para anular el efecto de los aranceles sobre los precios que pagan los consumidores norteamericanos. O puede que la venta de dólares sea demasiado grande como para mantener lo suficientemente bajos los rendimientos de la deuda norteamericana a largo plazo. Pero además de estos riesgos manejables, el plan maestro se pondrá a prueba en dos frentes políticos.
La primera amenaza política a su plan maestro es interna. Si el déficit comercial empieza a reducirse según lo previsto, el dinero privado extranjero dejará de inundar Wall Street. De golpe, Trump tendrá que traicionar a su propia tribu de financieros y agentes inmobiliarios indignados o a la clase trabajadora que le eligió. Mientras tanto, se abrirá un segundo frente. Considerando a todos los países como radios de su eje, Trump puede pronto descubrir que ha fomentado la disidencia en el exterior. Pekín puede abandonar sus precauciones y convertir los BRICS en un nuevo sistema de Bretton Woods en el que el yuan desempeñe el papel de anclaje que desempeñó el dólar en el Bretton Woods original. Este sería acaso el legado más asombroso, y el merecido que recibiría el plan maestro, impresionante por demás, de Trump.
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Ver también:
- Las políticas de Donald Trump y las analogías históricas
Leonid Savin. 2/03/2025 - La diplomacia de Trump
Nahia Sanzo. 1/03/2025 - Steve Bannon: el arquitecto ideológico del trumpismo
Aleksandr Dugin. 27/02/2025 - Europa a la deriva
Andrés Piqueras. 21/02/2025
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