Enrico Tomaselli,
Giubbe Rosse News
Podemos afirmar sin lugar a duda que la larga fase de transición que estamos viviendo, que intenta llevar al mundo de la era de la ilusión unipolar estadounidense a una nueva era basada en el multilateralismo, se caracteriza más que nunca por la presencia significativa de la guerra.
No es que esta haya estado ausente del horizonte global, y en particular del occidental, pero, como siempre ha sido históricamente, la proximidad de grandes cambios geopolíticos siempre va precedida de un aumento de las tensiones conflictivas.
Y lo que estamos viviendo es, sin duda, especialmente significativo, trascendental: estamos hablando del
“ocaso de Occidente” (por usar la expresión de Emmanuel Todd), es decir, del fin de una hegemonía militar, económica y, por tanto, política, que se ha prolongado durante siglos.
La guerra, ya sea cinética o híbrida, es, por tanto, el terreno en el que se consume la transición, en el que se definen las nuevas relaciones de poder. Es el paso inevitable para llegar a la definición de un nuevo orden mundial.
La Paz de Westfalia, el Congreso de Viena, la Cumbre de Yalta fueron el punto de llegada de un proceso que, en esos lugares, redefinió el panorama geopolítico, pero que se delineó en los campos de batalla.
Pensar que hoy se puede eludir este paso es una gran ingenuidad. Lo máximo por lo que se puede luchar es la reducción del daño.
Lo primero que debe
mos tener claro es la necesidad de
despersonalizar el conflicto. Eliminar la idea de que este depende, de un modo u otro, de tal o cual líder político, y que, por lo tanto, el ascenso de uno o la destitución de otro tienen alguna incidencia significativa en el proceso en curso.