Aunque tal vez todavía no sea obvio para Washington, una guerra de Estados Unidos contra Irán será vista como una guerra contra Rusia y China también. Tanto Putin como Xi saben que la guerra de Trump está dirigida singularmente a los «cambios» transformacionales globales que están impulsando juntos.
Pepe Escobar, The Cradle
Rusia e Irán están a la vanguardia del proceso de integración de Eurasia, que tiene múltiples capas y es el acontecimiento geopolítico más crucial del joven siglo XXI.
Ambos son miembros destacados de los BRICS+ y de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS). Ambos están seriamente implicados como líderes de la Mayoría Global para construir un mundo multinodal y multipolar. Y ambos han firmado, a finales de enero en Moscú, una asociación estratégica detallada y completa.
La segunda administración del presidente estadounidense Donald Trump, que comenzó con las payasadas de «máxima presión» empleadas por el grandilocuente maestro de ceremonias del circo, parece ignorar estos imperativos.
Correspondía al Ministerio de Asuntos Exteriores ruso reintroducir la racionalidad en lo que se estaba convirtiendo rápidamente en una disputa de gritos fuera de control: en esencia, Moscú, junto con su socio Teherán, simplemente no aceptará amenazas externas de bombardear la infraestructura nuclear y energética de Irán, mientras insiste en la búsqueda de soluciones negociadas viables para el programa nuclear de la República Islámica.
Y entonces, como un rayo, la narrativa de Washington cambió. El enviado especial de Estados Unidos para Asuntos de Oriente Medio, Steven Witkoff, que no es precisamente un Metternich y que anteriormente era un partidario de la línea dura de la «presión máxima», empezó a hablar de la necesidad de «fomentar la confianza» e incluso de «resolver los desacuerdos», lo que implica que Washington empezó a «considerar seriamente», según los proverbiales «funcionarios», las conversaciones nucleares indirectas.