Una mirada no convencional al modelo económico de la globalización, la geopolítica, y las fallas del mercado
martes, 24 de diciembre de 2024
Hacia el abismo
Nahia Sanzo, Slavyangrad
“Apoyar a Ucrania ahora mismo no es sólo una obligación moral. También es un imperativo estratégico. El mundo está mirando. Nuestros amigos –y más aún nuestros enemigos– observarán atentamente cómo mantenemos nuestro apoyo a Ucrania. Tiene que ser férreo”, escribió el miércoles Úrsula von der Leyen. La presidenta de la Comisión Europea, una de las caras de la facción política que busca continuar la guerra hasta la derrota final de la Federación Rusa, se refería en ese tuit al discurso pronunciado ante el Parlamento Europeo. Diciembre es un mes de resúmenes del año y de valoración de los últimos doce meses y, en esta ocasión, los países y las instituciones de la Unión Europea cuentan con aún más preocupaciones que hace un año. Aumentar la financiación ante la posibilidad del descenso de la aportación estadounidense es la principal tarea, por lo que, como puede comprobarse a diario con los titulares de prensa y las declaraciones oficiales, es preciso aumentar el nivel de alerta de una guerra mayor o del peligro de una posible derrota ucraniana para justificar el statu quo.
La UE se enfrenta también a la fatiga de una guerra que incluso Ucrania admite que no puede ganarse por la vía militar a día de hoy -Kiev no pierde la esperanza de conseguir un éxito lo suficientemente llamativo contra Rusia para que sus aliados vuelvan a creer en una victoria imposible- y que afecta tanto a las poblaciones de los países miembros como a la ucraniana. Por primera vez, las encuestas muestran una mayoría favorable a detener la guerra incluso aunque el acuerdo implique concesiones territoriales. Se vuelve así a la situación anterior a la invasión rusa, cuando la mayoría de la población ucraniana era partidaria del cumplimiento de los acuerdos de Minsk para la reintegración de Donbass a cambio de las garantías políticas y económicas que implicaba la hoja de ruta pactada en la capital bielorrusa en febrero de 2015. Esa fue una de las causas de la arrolladora victoria electoral de Volodymyr Zelensky en las elecciones presidenciales de 2019 cuando, prometiendo diálogo y compromiso, contrarrestó el discurso belicista de Petro Poroshenko. En aquel momento, como los siete largos años de negociaciones vinculadas a la hoja de ruta de Minsk, no hubo apoyo ni presión por parte de la Unión Europea por hacer avanzar el proceso de paz. Una vez que su principal impulsora, Angela Merkel, abandonó su cargo de canciller en Alemania, el desinterés por el único acuerdo de paz que se ha firmado en esta guerra fue absoluto. Solo en vísperas de la intervención rusa, cuando ya era demasiado tarde, Olaf Scholz volvió a echar mano del acuerdo de paz para tratar de lograr un acuerdo de última hora que evitara la guerra rusoucraniana: cumplimiento de los acuerdos de Minsk y garantías de seguridad a pesar del mantenimiento de la neutralidad para impedir la invasión.
Entonces, como ahora, el objetivo no era evitar la expansión de la guerra ni cerrar el conflicto congelado, ignorado y olvidado de Donbass, donde la Unión Europea no había visto ningún problema en el impago de pensiones a la población más vulnerable, sino debilitar, desgastar o incluso derrotar a un oponente histórico. En ello concordaban Kiev, Washington, Londres y gran parte de las capitales de la Unión Europea, con la evidente excepción de Alemania, que se jugaba en ello parte de su economía. Como cumpliría posteriormente, el canciller Scholz había advertido que el Nord Stream-2, ya terminado, no entraría en funcionamiento en caso de invasión rusa de Ucrania. En estos casi tres años, el rechazo voluntario a la energía barata rusa -unos vínculos calificados por sus aliados como un lastre, pero que han sido una de las bases de la competitividad de la industria alemana- ha podido comprobarse que las sanciones al sector energético ruso estaban también dirigidas contra Alemania. Los compromisos y los aspectos políticos pudieron sobre los intereses económicos y pesar de las dudas iniciales y ciertos resquicios de su pasado pacifista, Olaf Scholz sucumbió a la presión y convirtió a Alemania en el segundo proveedor militar de Ucrania para plantarse ante la presión solo en la cuestión de los misiles Taurus. Berlín no enviaría misiles capaces de alcanzar Moscú, prometió el canciller en una promesa que ha cumplido pese a las exigencias de Ucrania, de sus aliados y oponentes, que hicieron circular imágenes de los tiempos de melena y pantalones campana en los que el actual canciller atravesaba el telón de acero para participar en reuniones -perfectamente públicas y conocidas- en la RDA. La campaña no funcionó como medida de desprestigio y fue completamente innecesaria teniendo en cuenta que los condicionantes económicos eran lo suficientemente graves y explícitos para hacer estallar la coalición de Gobierno y hundir a los tres partidos gobernantes en las encuestas a la espera de la victoria de la CDU en las elecciones anticipadas de febrero.
El caso alemán es paradigmático. Al contrario que Macron, que mantuvo una reunión de seis horas con Vladimir Putin, Olaf Scholz realizó un paso por Moscú con el que cubrir el expediente y poder afirmar que había intentado convencer al presidente ruso, pero su llamada más seria fue a Ucrania, no a Rusia. Zelensky rechazó su oferta y Berlín se alineó con el resto de países europeos y atlánticos para impedir la caída de Kiev, no apoyó el proceso de Estambul que pudo detener la guerra rusoucraniana en su fase inicial y ni siquiera protestó cuando se instaló la certeza de que no había sido uno de sus enemigos sino de sus aliados quien había hecho estallar el Nord Stream. Alemania se ha adaptado también a otro tipo de cambios, como el desplazamiento de poder en la Unión Europea hacia los países bálticos y Polonia, ideológicamente más cercanos a Londres y Washington que a Bruselas. El Estado que hasta hace poco tiempo fuera el motor económico de la Unión Europea y su principal potencia continental ha sido tratado como el eslabón más débil, el Estado al que reprochar su pasado (económico) común con la Federación Rusa, al que exigir siempre más suministro militar y al que condenar por su reciente -y más que tímida- apertura diplomática. Olaf Scholz afirmó, tras recibir la censura pública de Volodymyr Zelensky y todo tipo de insultos, que volvería a intentar contactar con Moscú para presionar en busca de una resolución de la guerra favorable a Ucrania. Sin embargo, ese contacto no se ha producido y es poco probable que vaya a producirse antes de que el canciller abandone el cargo. Scholz carece ya de tiempo, y posiblemente de voluntad, para utilizar un intento por lograr la paz como carta de presentación electoral. La continuación de la guerra es demasiado importante como para ponerla en peligro por motivos electorales.
En estos tres años de guerra, Ucrania y sus aliados europeos y norteamericanos han demonizado de partida las propuestas de negociación de China, la iniciativa de Lula da Silva y el intento de apertura diplomática de varios países africanos liderados por el presidente de Sudáfrica Cyril Ramaphosa. Hasta el viaje de Viktor Orbán a Moscú en 2024 en una iniciativa personalista y propagandística que ni siquiera estaba acompañada de una propuesta política concreta, todas las aperturas diplomáticas para tratar de conseguir una negociación han procedido del sur global. Rechazada de forma especialmente humillante, con plantón en el G7 incluido, la apuesta política de negociación del presidente brasileño, ningún líder progresista ha osado seguir su camino. Eso ha dejado abierto para la derecha populista, fundamentalmente Orbán y Trump, el monopolio del lenguaje de la diplomacia.
La Unión Europea se encuentra ante la llegada de Trump con una composición que ha virado a la derecha y a los países más beligerantes del continente, con una sobrerrepresentación de los países bálticos que se traduce en el control de la diplomacia y la política de defensa. En 2022, Bruselas eligió la subordinación a Estados Unidos como forma de garantizar su seguridad. Compartía entonces con la Casa Blanca los mismos objetivos en Ucrania y también la forma de lograrlos. Ahora, con Donald Trump como la persona con mayor interés por conseguir un alto el fuego y voluntad de cruzar la única línea roja de esta guerra, la diplomacia, Bruselas trata de adaptarse a marchas forzadas al hecho de que Europa no es del interés del futuro presidente de Estados Unidos. No es el pacifismo el que mueve a Trump y a su equipo, formado por halcones y exmilitares, sino la necesidad de centrarse en el escenario político y económico del presidente, que ya no es Europa, sino Asia-Pacífico. La exigencia de la primera legislatura de Trump a los países europeos de cumplir con la inversión del 2% del PIB en defensa como manda la OTAN quedó en el pasado y voluntariamente se habla ya del 3-4%. La necesidad de mantener el favor del aliado de Washington obliga a Bruselas a adaptarse a unas formas, las de Trump, no particularmente diplomáticas y que denotan la pérdida de poder de las antiguas potencias europeas, teatro secundario de una guerra fría en la que ya no son protagonistas.
Sin interés por el futuro de Ucrania o de Zelensky y con mucho que ganar en caso de lograr la paz -su rival Obama consiguió un Nobel de la paz al que es probable que Trump aspire-, Donald Trump y su equipo han dejado claro que conseguir un alto el fuego es una de sus prioridades. No se trata de abandonar a Ucrania, sino de lograr las mejores condiciones posibles, aunque Kiev tenga que aceptar un compromiso. El plan no existe y no será hasta enero cuando Keith Kellogg, el general encargado de gestionar el conflicto para la Casa Blanca- realice un viaje de “misión exploratoria” a Kiev y, quizá, ya que el general se ha mostrado “abierto a la posibilidad”, también a Moscú. Evidentemente, los tiempos hacen imposible que se vaya a producir una negociación antes incluso de la investidura de Trump como llegó a comentar el entonces candidato. Sin embargo, las constantes referencias al alto el fuego, la negociación y la paz, que se han convertido en rutina diaria, son un elemento de presión importante para los países europeos, que buscan la manera de aumentar su aportación para evitar que una posible reducción de los fondos militares estadounidenses obliguen a Ucrania a infringir su norma más sagrada, negociar sin encontrarse en posición de imponer los términos. De ahí la necesidad europea de elevar la retórica y volver a insistir en vincular la seguridad propia con el resultado de la guerra rusoucraniana.
Continuar la guerra para debilitar y tratar de derrotar a Rusia es la prioridad, pero no puede producirse a costa de causar asperezas en la relación más importante, la de Bruselas con la Casa Blanca, aunque esté dirigida por alguien como Donald Trump. En una aparición en Face the Nation, el dominical político de la CBS, el futuro asesor de seguridad nacional de Estados Unidos se mostraba sobrepasado por las muestras de aprecio y llamadas telefónicas de líderes políticos que está recibiendo el presidente electo. Los países europeos recibieron una mención expresa en esa entrevista, en la que Mike Waltz afirmaba que “el Secretario General de la OTAN vino aquí a Mar-a-Lago y está hablando de que los europeos asuman un papel más importante, ya sea sobre el terreno o de otro tipo, después de que este conflicto haya terminado, y eso es exactamente lo que el presidente Trump ha estado pidiendo”. Además de aumentar mucho más allá de lo que Trump exigía el gasto militar anual, los países europeos ofrecen a Estados Unidos incrementar notablemente su peso en la asistencia militar a Ucrania para reducir la carga que soporta Washington y ofrecen también costear, equipar y gestionar el día después del conflicto. Como se ha publicado ya en todos los grandes medios, se trataría de una misión armada de paz que los países europeos quieren enviar a Ucrania y que supondría enviar tropas de países de la OTAN a una frontera de facto con Rusia, una misión que Estados Unidos podría apoyar en la distancia, pero en la que no participaría. En otras palabras, el conflicto quedaría en manos de una Unión Europea dirigiéndose hacia el abismo liderada por los sectores más beligerantes y que no han dudado en utilizar la guerra para recuperar sus obsesiones, odios y venganzas del pasado. Una Europa militarizada, necesitada de material militar que adquirir en el principal mercado mundial, Estados Unidos, es del interés de Washington, que siempre ha tratado de mantener dividido al continente, en el que ya es imposible crear el temido eje Berlín-Moscú como paso iniciático a extenderse hasta Beijing.
Donald Trump aún no ha llegado y ni siquiera ha comenzado a presionar a sus aliados, pero ya consigue de ellos exactamente lo que quiere.
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