Durante los últimos años, comparar la evolución económica de Europa y la de EE.UU. se asemejaba a una carrera de cojos contra rengos; o, si lo prefieren de otro modo, una competición sobre quién puede pifiarla más a la hora de dar una respuesta a la crisis. Mientras escribo estas páginas, Europa parece llevar un pie de ventaja en la carrera hacia el desastre; pero démosle tiempo.
Si esto les parece despiadado, o suena a regodeo desde EE.UU., permítanme ser más claro: las dificultades económicas que está sufriendo Europa son indudablemente terribles, y no solo por el sufrimiento que provocan, sino también por sus implicaciones políticas. Durante unos 60 años, Europa se ha entregado a un noble experimento: un intento de reformar, mediante la integración económica, un continente azotado por la guerra, para situarlo de forma permanente en el camino de la paz y de la democracia. Al mundo entero le interesa que el experimento sea un éxito y el mundo entero padecerá si fracasa.
El experimento comenzó en 1951, con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). El nombre es prosaico, pero se trataba de un intento de muy nobles ideales, concebido para que la guerra resultara imposible en Europa. Al establecer el libre comercio en, vaya, el carbón y el acero —esto es, se eliminaron todos los aranceles y restricciones que gravaban los envíos económicos transfronterizos, de modo que las acerías pudieran comprar carbón al productor más cercano, aunque estuviera al otro lado de la frontera—, el pacto generaba beneficios económicos. Pero, al mismo tiempo, se garantizaba que las acerías francesas dependieran del carbón alemán, y viceversa; se esperaba que, así, cualquier futura hostilidad entre los países fuera tan tremendamente perjudicial que resultara impensable.
La CECA fue un gran éxito y sirvió de modelo para una serie de medidas similares. En 1957, seis países europeos fundaron la Comunidad Económica Europea, una unión aduanera con libre comercio entre sus miembros y aranceles comunes sobre las importaciones del exterior. En los años setenta, se unieron al grupo Reino Unido, Irlanda y Dinamarca; mientras tanto, la Comunidad Europea iba ampliando su papel, prestando ayuda a las regiones más pobres y fomentando los Gobiernos democráticos por toda Europa. A lo largo de los años ochenta, Grecia, España y Portugal, liberadas ya de sus dictadores, recibieron como recompensa la incorporación a la comunidad; y los países de Europa estrecharon sus lazos económicos armonizando las regulaciones económicas, eliminando puestos fronterizos y garantizando la libre circulación de sus trabajadores.
En cada estadio, los beneficios económicos derivados de una integración más profunda avanzaban parejos con un nivel cada vez más estrecho de integración política. Las políticas económicas nunca trataron solo de economía; siempre intentaban promocionar, además, la unidad europea. Por ejemplo, la utilidad económica del libre comercio entre España y Francia era igual de obvia durante el mandato de Franco que tras su muerte (y los problemas que supuso la entrada de España fueron tan reales tras su muerte como lo habrían sido antes), pero añadir al proyecto europeo una España democrática era un objetivo que valía la pena, y el libre comercio con un dictador, en cambio, no lo era. Y esto contribuye a explicar lo que ahora parece un error fatídico: la decisión de pasar a una moneda común. Las élites europeas estaban tan embelesadas con la idea de crear un poderoso símbolo de unidad que exageraron los beneficios de una moneda única e hicieron caso omiso de las advertencias al respecto de un inconveniente importante.
El problema de la moneda (única)
Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga una moneda independiente; es la razón que explica por qué sería una mala idea que Brooklyn, por decir algo, contase con su dólar propio, como sí hace Canadá.
Pero tener moneda propia también supone algunas ventajas nada desdeñables; la más conocida es cómo la devaluación —reducir el valor de la propia moneda en relación con las otras— puede, en ocasiones, facilitar el proceso de ajuste posterior a una crisis económica.
Situémonos ante el siguiente ejemplo, nada hipotético: España ha vivido buena parte de la última década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado por grandes entradas de capital proveniente de Alemania. Este auge ha alimentado la inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de Alemania. Pero, al final, resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja que ahora ha estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando a un lado la construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto, sin embargo, la industria española no es competitiva, porque los sueldos españoles son demasiado altos comparados con los alemanes. ¿Cómo puede recuperar España su competitividad?
Una forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos inferiores (o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer si España y Alemania comparten moneda, o si, como consecuencia de una directriz política no modificable, la moneda española se ha fijado frente a la moneda alemana.
Pero si España tiene su propia moneda, y está dispuesta a dejarla caer, para conservar sus sueldos le basta con devaluar la moneda. Si pasamos de 80 pesetas por marco alemán a 100 pesetas por marco, aunque los sueldos españoles en pesetas no cambien, habremos reducido de golpe los sueldos españoles un 20% en relación con los alemanes.
¿Por qué tiene que ser más fácil así que si negociamos una bajada de sueldos? La mejor explicación la ofrece Milton Friedman —ni más ni menos—, quien defendió los tipos de cambio flexibles en un artículo clásico de 1953 (The case for flexible exchange rates, en Essays in Positive Economics). Decía Friedman:
La defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero, obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple permitir que un precio cambie —el precio de una divisa extranjera— que confiar en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la estructura interna del precio.
Sin duda, Friedman está en lo cierto. Los trabajadores siempre se muestran reticentes a aceptar recortes en sus salarios, pero sobre todo se niegan si no están seguros de que otros trabajadores vayan a aceptar otros recortes similares y que el coste de la vida vaya a rebajarse igual que bajan los costes laborales. No conozco ningún país cuyas instituciones y mercado laboral le faciliten responder a la situación que acabo de describir para España por la vía del recorte salarial generalizado. Pero los países sí pueden sufrir, y de hecho sufren, importantes disminuciones de sus sueldos relativos de forma más o menos repentina, por la vía de la devaluación de la moneda; y lo hacen con trastornos relativamente menores.
Por lo tanto, fijar una moneda única implica ciertos sacrificios. De un lado, compartir moneda aumenta los rendimientos: disminuyen los costes empresariales y, es de suponer, mejora la planificación de los negocios. Del otro, se pierde flexibilidad, lo cual puede acarrear serios problemas si llegan a producirse choques asimétricos como el hundimiento de un boom inmobiliario cuando tiene lugar solo en algunos países, no en todos.
Es difícil cuantificar el valor de la flexibilidad económica. Y es aún más difícil cuantificar los beneficios obtenidos por compartir moneda. Disponemos, no obstante, de abundantes estudios económicos sobre los criterios para determinar una zona monetaria óptima, un tecnicismo feo, pero útil, para aludir a un grupo de países que se beneficiarían de una fusión de sus monedas. ¿Qué dicen esos textos?
En primer lugar, no tiene sentido que unos países compartan moneda de no ser que entre ellos exista un gran comercio. En la década de 1990, Argentina fijó el valor del peso en 1 dólar estadounidense, en teoría de forma permanente, lo cual, aunque no significaba lo mismo que abandonar su moneda, se pretendía que fuese lo más parecido. Sin embargo, resultó ser una operación abocada al fracaso que terminó en devaluación e impago. Y una de las razones por las que estaba condenada al fracaso era que Argentina no mantenía un vínculo económico tan estrecho con EE UU, que solo supone el 11% de sus importaciones y el 5% de las exportaciones. Así, por una parte, cualesquiera que fuesen los beneficios obtenidos al otorgar seguridad empresarial en lo tocante al tipo de cambio dólar-peso, estos quedaron en poco porque Argentina comerciaba escasamente con EE UU. Por otra parte, Argentina estaba sometida al mismo tiempo a las fluctuaciones de otras monedas, en especial a las grandes caídas frente al dólar tanto del euro como del real brasileño, lo que implicaba precios excesivos para las exportaciones argentinas.
A este respecto, a Europa no parecía irle mal: los países europeos realizan aproximadamente el 60% de su comercio entre sí, y el suyo es un comercio muy profuso. Sin embargo, atendiendo a otros dos criterios importantes —la movilidad laboral y la integración fiscal—, Europa no parecía ni de lejos tan bien preparada para asumir una moneda única.
La movilidad laboral ocupaba un primer plano en el artículo que dio origen a todo el campo de estudio de la zona monetaria óptima, escrito en 1961 por el economista de origen canadiense Robert Mundell. Un resumen a grandes rasgos de la tesis de Mundell diría que los problemas de ajustarse a un boom en Saskatchewan y una depresión simultánea en la Columbia Británica (o viceversa) se reducirían bastante si los trabajadores se desplazaran libremente allí donde están los empleos. Y, de hecho, la mano de obra se mueve libremente por las provincias canadienses, exceptuando Quebec; y se mueve libremente por los distintos Estados de EE UU. Sin embargo, no se mueve libremente por los países de Europa. Aunque los europeos tienen, desde 1992, derecho legal a trabajar en cualquier parte de la Unión Europea, las divisiones lingüísticas y culturales son suficientemente grandes como para que incluso grandes diferencias en las tasas de desempleo ocasionen unas tasas migratorias muy modestas.
La importancia de la integración fiscal fue subrayada por Peter Kenen, de Princeton, pocos años después de la publicación del artículo de Mundell. Para ilustrar el punto de vista de Kenen, imaginemos una comparación entre dos economías que —dejando a un lado los paisajes— se parecen mucho en la actualidad: Irlanda y Nevada. Ambas tuvieron enormes burbujas inmobiliarias que han estallado, ambas cayeron en profundas recesiones que dispararon las tasas de desempleo y en ambos casos hay una elevada morosidad en las hipotecas de la vivienda.
Pero en el caso de Nevada, las crisis se han visto amortiguadas, en gran medida, gracias al Gobierno federal. Ahora Nevada está pagando muchos menos impuestos a Washington, pero los jubilados del Estado siguen cobrando los cheques de la Seguridad Social, y Medicare sigue pagándoles las facturas sanitarias; en consecuencia, la realidad es que el Estado está recibiendo mucha ayuda. Además, los depósitos de los bancos de Nevada están garantizados por una agencia federal, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC en sus siglas inglesas), y algunas pérdidas derivadas de la morosidad hipotecaria recaen sobre Fannie y Freddie, que cuentan con el respaldo del Gobierno federal.
Irlanda, por el contrario, está principalmente sola: tiene que rescatar a sus bancos, pagar las jubilaciones y costear la Sanidad a partir de sus propios ingresos, muy disminuidos. Por tanto, aunque la situación es dura en ambos lugares, Irlanda no está pasando por la crisis igual que Nevada.
Y nada de todo esto debería sorprendernos. Hace 20 años, a medida que la idea de pasar a una moneda común en Europa iba tomando visos de realidad, ya se comprendía perfectamente que la moneda única europea era problemática. De hecho, se desató un prolongado debate académico sobre la cuestión (en el que tuve ocasión de participar) y los economistas estadounidenses allí presentes se mostraron, en general, escépticos con respecto al euro; sobre todo porque EE UU parecía ofrecer un buen modelo de lo que se necesita para que una economía pueda contar con una moneda única, y Europa quedaba muy lejos de aquel modelo. La movilidad laboral, según creíamos, era demasiado escasa; y la ausencia de un Gobierno central, junto con la protección automática que habría ofrecido un Gobierno de esas características, se sumaba a las dudas.
Pero aquellas advertencias se pasaron por alto. El glamour —si es que podemos llamarlo así— de la idea del euro, la sensación de que Europa estaba dando un paso trascendental para terminar definitivamente con su historia bélica y convertirse en baluarte de la democracia fue, sencillamente, demasiado fuerte.
Cuando uno preguntaba cómo manejaría Europa las situaciones en las que algunas economías funcionasen bien al tiempo que otras se hundían —como sucede en la actualidad con Alemania y España— la respuesta oficial, más o menos, era que todos los países de la zona euro seguirían políticas fiables, de modo que no se producirían tales “choques asimétricos”; y, si de algún modo llegaba a darse un caso así, la reforma estructural flexibilizaría lo suficiente las economías europeas para permitir los ajustes necesarios.
Pero lo que ha ocurrido, en realidad, ha sido el mayor de todos los choques asimétricos. Y se debió a la propia creación del euro.
La euroburbuja
Oficialmente, el euro empezó a existir a principios de 1999, aunque los billetes y las monedas de euro no llegaron hasta tres años después. (También oficialmente, el franco, el marco, la lira, la peseta, etcétera, se convirtieron en valores del euro: 1 franco francés equivalía a 6,5597 euros, 1 marco alemán era igual a 1,95583 euros y así todas las demás monedas).
Y el euro tuvo un efecto inmediato fatídico: hizo que los inversores se sintieran seguros.
Más concretamente, hizo que los inversores se sintieran seguros al poner su dinero en países que antes se consideraban de riesgo. Los tipos de interés en el sur de Europa habían sido, históricamente, más altos que en Alemania, porque los inversores exigían una prima como seguro ante el riesgo de devaluación o mora. Con la llegada del euro, esas primas se desmoronaron: la deuda de España, de Italia, incluso la griega, se trataba como si fuera tan segura, o casi, como la deuda alemana.
Eso supuso un fuerte descenso en el coste del dinero prestado en el sur de Europa; y provocó enormes explosiones inmobiliarias que pronto se convirtieron en enormes burbujas inmobiliarias.
El mecanismo de estos auges y estas burbujas inmobiliarias es un poco distinto del que vivió la burbuja de EE UU: hubo menos extravagancias financieras, con mucho más peso de los préstamos directos por parte de bancos convencionales. No obstante, los bancos locales no tenían, ni de lejos, depósitos suficientes para respaldar el volumen de préstamo que movían, de modo que se volcaron en el mercado mayorista y solicitaron préstamos a los bancos del corazón de Europa —de Alemania, sobre todo—, que no estaba atravesando un auge comparable. Por tanto, hubo enormes flujos de dinero desde el corazón de Europa hacia su floreciente periferia.
Esa afluencia de capital alimentó auges que, a su vez, provocaron un aumento de sueldos: en la década siguiente a la creación del euro, el coste unitario de la mano de obra (con sueldos ajustados a la productividad) ascendió cerca de un 35% en el sur de Europa, comparado con el incremento de solo un 9% en Alemania. La industria del sur de Europa dejó de ser competitiva, lo cual a su vez significó que los países que estaban atrayendo grandes cantidades de dinero empezaron a registrar, a su vez, grandes déficits comerciales. Para que el lector se haga una idea de lo que sucedía —y del lío que ahora hay que desliar—, el cuadro adjunto indica el incremento de los desequilibrios comerciales dentro de Europa tras la introducción del euro. Una línea muestra el saldo de la balanza por cuenta corriente de Alemania (medida aproximada de la balanza comercial); la otra indica la balanza por cuenta corriente combinada de los países GIPSI (Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia). Esta ampliación del diferencial se halla en el núcleo de los problemas de Europa.
Pero pocos se dieron cuenta del gran peligro que suponía este proceso. Más bien al contrario, la mayoría mostraba una satisfacción que bordeaba la euforia. Hasta que la burbuja reventó.
La crisis financiera en EE UU fue el desencadenante del derrumbe europeo; pero este hundimiento habría llegado igualmente, más tarde o más temprano. Y, de repente, el euro se vio ante un enorme choque asimétrico, que se agravó mucho por la falta de una integración fiscal.
Pues el estallido de estas burbujas inmobiliarias —que se produjo algo más tarde que en EE UU, pero que en 2008 ya había recorrido un buen trecho— hizo más que hundir a los países de las burbujas en una recesión: además ha colocado sus presupuestos bajo una terrible presión. Los ingresos cayeron a la vez que caían la producción y el empleo; el gasto en los subsidios de desempleo se disparó,; y los Gobiernos se encontraron (o se colocaron ellos mismos) en una peligrosa posición a consecuencia de los gravosos rescates de los bancos, puesto que no solo garantizaron los depósitos, sino también, en numerosos casos, las deudas que sus bancos habían contraído con otros bancos en países acreedores. Por lo tanto, también se dispararon la deuda y el déficit, y los inversores se inquietaron. En vísperas de la crisis, los tipos de interés de la deuda irlandesa a largo plazo estaban ligeramente por debajo de las tasas de interés aplicadas a la deuda alemana, y las de España, solo un poco por encima; mientras estoy escribiendo estas palabras, las tasas españolas multiplican por 2,5 las alemanas, y las irlandesas llegan a cuadruplicarlas.
No tardaré en ocuparme de la respuesta política. Pero antes debo detenerme en algunos mitos muy extendidos. Pues la historia que probablemente haya oído usted acerca de los problemas de Europa —la historia que se ha convertido de facto en el argumento con el que se explica la política europea— es bastante distinta de la que acabo de contar.
El Gran Engaño europeo
En el capítulo 4 de este libro describí y desarmé la Gran Mentira sobre la crisis de EE UU: la que sostenía que los organismos gubernamentales habían provocado la crisis en su desacertado intento de ayudar a los pobres. Bien; Europa también tiene su propia narración distorsionada, un relato falso de las causas de la crisis que no solo interfiere en el camino de las soluciones reales sino que, de hecho, termina llevando a políticas que solo empeoran la situación.
No creo que quienes han extendido el falso relato sobre Europa sean tan cínicos como sus equivalentes de EE UU; no veo tanta deliberación para amañar los datos y sospecho que la mayoría cree realmente lo que dice. Por tanto, llamémoslo el Gran Engaño, mejor que la Gran Mentira. Aunque no está claro que esto mejore las cosas: sigue siendo un perfecto error y la gente que difunde esta doctrina tiene tan poco interés en escuchar pruebas contrarias como la derecha de EE.UU.
He aquí, pues, el Gran Engaño europeo: la creencia de que la crisis europea se debe ante todo a la irresponsabilidad fiscal. Los países incurren en déficits presupuestarios excesivos —nos dice el cuento— y se endeudan en exceso, por lo que ahora lo importante es establecer unas normas que impidan que la historia se vuelva a repetir.
Pero seguro que algunos lectores están preguntándose ahora si esto no se parece mucho a lo que sucedió en Grecia. Y la respuesta es que sí, aunque hasta la historia de Grecia es más complicada. La cuestión, sin embargo, es que no se trata de lo que pasó en otros países en crisis; y, además, si todo esto no fuese más que un problema griego, no tendríamos la crisis que tenemos. Porque la de Grecia es una economía menor, que representa menos del 3% del PIB de los países del euro y solo cerca del 8% del PIB conjunto de los países del euro que están en crisis.
¿Hasta qué punto confunde la helenización del discurso en Europa? Tal vez se podría aducir irresponsabilidad fiscal también en el caso de Portugal, aunque en un grado distinto. Pero justo antes de la crisis, Irlanda tenía superávit presupuestario y una deuda baja; en 2006, George Osborne, que ahora dirige la política económica de Reino Unido, la calificó de “brillante ejemplo del arte de lo posible en la formulación de políticas económicas a largo plazo”. España también tenía superávit presupuestario y una deuda baja. Italia había heredado un elevado nivel de deuda de los años setenta y ochenta, cuando se practicaba una política verdaderamente irresponsable, pero aun así la deuda en cuanto porcentaje del PIB iba disminuyendo de forma constante.
¿Cómo se suma todo esto? En el segundo cuadro adjunto se indica la deuda como porcentaje del PIB para un país promedio de entre los países que ahora están en crisis: un promedio, ponderado en función del PIB, de las proporciones de deuda/PIB en los cinco países GIPSI (recordemos: Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia). Hasta 2007 inclusive, este promedio descendía de forma sostenida; o sea que, en lugar de transmitir una imagen de derrochadores, parecía que el grupo de los GIPSI, con el tiempo, mejoraría su situación fiscal. La deuda se disparó solo tras la llegada de la crisis.
Pero muchos europeos en puestos clave —sobre todo destacados políticos y funcionarios alemanes, aunque también los dirigentes del Banco Central Europeo y líderes de opinión de todo el mundo de las finanzas y la banca— están totalmente comprometidos con el Gran Engaño y ninguna prueba esgrimida en su contra les afectará. En consecuencia, el problema de hacer frente a esta crisis suele formularse en términos morales: los países tienen problemas porque han pecado, y ahora tienen que redimirse a través del sufrimiento.
Y este enfoque es funesto, a la hora de abordar los problemas reales a los que se enfrenta Europa.
Si contemplamos Europa, o más concretamente la zona euro, como un conglomerado, o sea, sumando las cifras de todos los países que usan el euro, no parece que tuvieran que encontrarse tan mal. Tanto la deuda privada como la pública son algo inferiores a las de EE UU, lo que hace pensar que deberían contar con más margen de maniobra; las cifras de inflación se parecen a las nuestras y no se aprecia el menor rastro de una crisis inflacionaria; y, por lo que añada el dato, Europa en su conjunto tiene un balance por cuenta corriente más o menos equilibrado, lo que significa que no necesita atraer capital de ninguna otra parte.
Pero Europa no es un conglomerado. Es una colección de países, cada uno con sus presupuestos (porque hay muy poca integración fiscal) y sus propios mercados laborales (porque hay poca movilidad laboral), pero sin sus propias monedas. Y esto ha provocado una crisis.
Pensemos en el caso de España, que, a mi modo de ver, es un caso emblemático de la crisis económica del euro; y dejemos de lado, por un momento, la cuestión del presupuesto gubernamental. Como ya hemos visto, durante los primeros ocho años de vida del euro, España recibió grandes flujos de dinero, que alimentaron una enorme burbuja inmobiliaria y, además, provocaron un considerable aumento de sueldos y precios en relación con las economías del núcleo de Europa. La esencia del problema español —de donde proviene todo lo demás— es la necesidad de reajustar los costes y los precios. ¿Cómo puede hacerse algo así?
Bien, podría conseguirse mediante la inflación en las economías de los países centrales. Supongamos que el Banco Central Europeo siguiera una política de dinero barato mientras el Gobierno alemán proponía un estímulo fiscal; esto supondría pleno empleo dentro de Alemania, aunque en España las tasas de desempleo continuaran siendo aún elevadas. Por lo tanto, los sueldos españoles no subirían mucho, si es que llegaban a subir, mientras que los alemanes sí crecerían bastante; de este modo, los costes españoles se mantendrían al mismo nivel mientras que los costes alemanes aumentarían. Y este ajuste, en el caso español, sería relativamente sencillo; no digo sencillo, solo relativamente sencillo.
Pero los alemanes sienten un odio verdaderamente profundo hacia la inflación, debido al recuerdo de la gran inflación de los primeros años veinte. (Curiosamente, recuerdan mucho menos las políticas deflacionistas de los primeros años treinta, que en realidad fueron las que abonaron el terreno para la ascensión al poder de el-lector-ya-sabe-quién. Volveremos sobre ello en el capítulo 11. Y quizá sea relevante, de forma más directa, que el Banco Central Europeo se constituyó con el mandato de mantener la estabilidad de los precios; y punto. Hasta qué extremo es vinculante este mandato es una pregunta abierta; yo sospecho que el BCE podría dar con un modo de justificar una inflación moderada, diga lo que diga su carta fundacional. Sin embargo, el ánimo que impera concibe la inflación como un demonio terrible, sin tomar en consideración las consecuencias que puede tener una política de inflación reducida.
Pensemos ahora en lo que esto implica para España; a saber, que tiene que ajustar los costes por medio de la deflación, que en la eurojerga se conoce como devaluación interna. Y eso sí es muy difícil de conseguir, porque los sueldos son casi rígidos, cuando se trata de bajarlos: solo caen despacio y de mala gana, por mucho que el país se enfrente a un fuerte desempleo.
Si hubiera dudas en torno a esta rigidez, la historia de Europa las disipará todas. Tomemos el caso de Irlanda, por lo general considerada una nación con mercados laborales muy flexibles (otro eufemismo para hablar de una economía en la que los patrones pueden despedir a los trabajadores, o recortarles los sueldos, con suma facilidad). Pese a que Irlanda lleva varios años sufriendo unas tasas de paro muy elevadas (próximas al 14%, en el momento de escribir estas páginas), los sueldos irlandeses solo han caído un 4% desde su pico más elevado. Es decir, Irlanda está consiguiendo una devaluación interna, en efecto; pero muy despacio. Es una historia parecida a la de Lituania, que no está en el euro pero ha rechazado la posibilidad de devaluar la moneda. En cuanto a España, el salario medio ha llegado a aumentar ligeramente pese a la fuerte tasa de desempleo, aunque tal vez solo se trate, en parte, de una ilusión estadística.
Y, por cierto, si quieren un ejemplo de la tesis de Milton Friedman —cuando afirmaba que, para recortar precios y salarios, lo más sencillo, con diferencia, es devaluar la moneda—, miren el caso de Islandia. Este pequeño país insular saltó a la fama por la magnitud de su desastre financiero, y quizá podríamos haber esperado que ahora estuviese aún peor que Irlanda. Pero Islandia declaró que no era responsable de las deudas de sus banqueros desbocados, y además contaba con la grandísima ventaja de tener aún su propia moneda, lo cual le facilitó mucho el camino para recuperar la competitividad: se limitaron a dejar caer la corona y, solo con eso, recortaron sus sueldos en un 25% en relación con el euro.
Sin embargo, en España no hay moneda propia. Esto significa que, para ajustar el nivel de costes, España y otros países tendrán que atravesar un largo periodo de tiempo con tasas de desempleo elevadísimas, lo suficientemente altas como para que vayan forzando una muy lenta reducción salarial. Y aquí no termina todo. Los países que ahora se ven obligados a ajustar los costes son los mismos que tuvieron la mayor acumulación de deuda privada antes de la crisis. Ahora se enfrentan a la deflación, que incrementará el peso real de aquel endeudamiento.
Pero ¿qué pasa con la crisis fiscal, las tasas de interés aplicadas a la deuda gubernamental, que se han disparado en el sur de Europa? En gran medida, esta crisis fiscal es un producto derivado del estallido de las burbujas y el descontrol de los costes. Cuando estalló la crisis, el déficit se puso por las nubes, y la deuda también aumentó mucho de golpe cuando los países con problemas actuaron para rescatar sus sistemas bancarios. Y la vía a la que los Gobiernos recurren habitualmente para abordar las cargas del endeudamiento —una combinación de inflación y crecimiento, tal que reduzca la deuda en relación con el PIB— no es un camino viable para los países de la zona euro, que, por el contrario, están condenados a años de deflación y estancamiento. No debe sorprendernos, entonces, que los inversores se pregunten si los países del sur de Europa estarán dispuestos a devolver todas sus deudas, o si serán capaces de hacerlo.
Pero la historia tampoco acaba aquí. Aún hay otro elemento en la crisis del euro, otra debilidad causada por la moneda común, que ha cogido a muchas personas por sorpresa; y aquí me incluyo entre ellas. Resulta que los países sin moneda propia son muy vulnerables a caer víctimas de un pánico que acarrea su propio cumplimiento; un pánico en el que el empeño de los inversores por evitar pérdidas por impago termina desencadenando precisamente el impago temido.
El primero en señalarlo fue el economista belga Paul de Grawe, cuando hizo ver que las tasas de interés de la deuda británica son muy inferiores a las de la española —el 2% frente al 5%, respectivamente, en el momento de escribir—, pese a que Reino Unido tiene más deuda y más déficit y, posiblemente, una perspectiva fiscal peor que la española, aun teniendo en cuenta la deflación de España. Pero tal como apuntó De Grawe, España se enfrenta a un riesgo del que Reino Unido está libre: la congelación de la liquidez.
¿Qué quiere decir esto? Casi todos los Gobiernos modernos tienen una deuda cuantiosa, y no toda son bonos a treinta años; hay mucha deuda a cortísimo plazo, con un vencimiento de tan solo unos meses, además de bonos a dos, tres o cinco años, un buen número de los cuales vence en cualquier año dado. Los Gobiernos dependen de su capacidad de refinanciar la mayor parte de esta deuda; de hecho, venden bonos nuevos para pagar los viejos. Si, por alguna razón, los inversores se negasen a comprar bonos nuevos, hasta un Gobierno esencialmente solvente podría verse obligado al impago.
¿Puede suceder algo así en EE UU? No, en realidad, no; porque la Reserva Federal podría intervenir, y lo haría, comprando la deuda federal, imprimiendo de hecho más dinero para pagar las facturas del Gobierno. Tampoco podría ocurrirle a Reino Unido, a Japón o a cualquier otro país que pide prestado el dinero en su propia moneda y dispone de su propio banco central. Pero sí les puede suceder a cualquiera de los países que están ahora en la zona euro, que no pueden contar con que el Banco Central Europeo les dé efectivo en caso de emergencia. Y si un país de la zona euro se ve obligado a no pagar sus deudas por esta clase de restricción del efectivo, tal vez nunca logre devolver la deuda por completo.
Esto crea, inmediatamente, la posibilidad de una crisis que acarree su propio cumplimiento, en la que el temor de los inversores ante un posible impago derivado de la falta de efectivo les llevaría a rechazar los bonos de ese país, lo cual provocaría la misma falta de dinero que temían. Y pese a que todavía no se ha producido una crisis de este tipo, es fácil ver cómo la inquietud constante ante la posibilidad de que estalle una de ellas puede llevar a los inversores a pedir tasas de interés más elevadas para mantener la deuda de los países susceptibles, en potencia, de caer en esta clase de pánico autorrealizante.
Evidentemente, desde principios de 2011, el euro ha supuesto una clara penalización: los países que usan el euro tienen que afrontar costes de préstamo más elevados que otros países con un panorama económico y fiscal parecido, pero que mantienen la moneda propia. No se trata solamente de España frente a Reino Unido; mi comparación favorita reúne a los tres países escandinavos: Finlandia, Suecia y Dinamarca. Aunque todos ellos son dignos de considerarse países de alta solvencia, sin embargo, Finlandia (que está dentro del euro) ha visto cómo sus costes de préstamo se incrementan sustancialmente más que los de Suecia (que ha conservado su moneda propia, con libre flotación) e incluso los de Dinamarca (que mantiene un tipo de cambio fijo con respecto al euro, pero conserva su moneda y, por tanto, la posibilidad de salir por sí sola del apuro, si falta el efectivo).
Salvar el euro
Dados los problemas que está sufriendo el euro en la actualidad, se diría que los euroescépticos —los que advirtieron a Europa de que, en realidad, no estaba bien preparada para tener una moneda única— estaban en lo cierto. Además, aquellos países que decidieron no adoptar el euro —Reino Unido, Suecia— lo están pasando mucho menos mal que sus vecinos del euro. Así pues, los países europeos que ahora tienen problemas ¿deberían invertir el curso, sencillamente, y volver a sus monedas independientes?
No necesariamente. Hasta los euroescépticos como yo nos damos cuenta de que romper el euro ahora que ya existe se pagaría muy caro.
En primer lugar, cualquier país que pareciera candidato a abandonar el euro se enfrentaría, de inmediato, a una descomunal estampida bancaria, puesto que los depositantes correrían a desplazar sus fondos a otras euronaciones más sólidas. Y la vuelta del dracma o de la peseta provocaría enormes problemas legales, cuando todo el mundo intentara esclarecer el significado de las deudas y los contratos expresados en euros.
Además, un cambio de postura radical en relación con el euro representaría una derrota política terrible para el proyecto europeo más amplio de unidad y democracia a través de la integración económica; y este proyecto, como dije al principio, es muy importante no solo para Europa sino para el mundo entero.
En consecuencia, sería mejor encontrar una forma de salvar al euro. ¿Cómo se podría conseguir?
Lo primero, y más urgente, es que Europa ponga coto a los ataques de pánico. De un modo u otro, tiene que haber garantías de una liquidez adecuada —garantías de que los Gobiernos no se quedarán sin dinero a consecuencia del pánico en el mercado—, comparables a las que existen en la práctica para los Gobiernos que asumen préstamos en su propia moneda. La forma más clara de lograrlo sería que el Banco Central Europeo estuviera preparado para comprar bonos gubernamentales de los países del euro.
En segundo lugar, esos países cuyos costes y precios se deben ajustar —los países europeos que han venido generando grandes déficits comerciales, pero que no pueden continuar haciéndolo— necesitan vías realistas de retorno a la competitividad. A corto plazo, los países con excedente tienen que ser la fuente de una gran demanda de exportaciones. Y, con el tiempo, si este camino no termina conllevando una deflación carísima en los países deficitarios, tendrá que implicar una inflación moderada, pero significativa, en los países excedentarios, y una tasa de inflación algo menor pero aún importante —digamos de un 3% o 4%— para la zona euro en su conjunto. Todo esto exige una política monetaria muy expansiva por parte del Banco Central Europeo, además de un estímulo fiscal en Alemania y unos pocos países más pequeños.
Por último, aunque las cuestiones fiscales no están en el meollo del problema, en el punto actual los países deficitarios tienen problemas de déficit y endeudamiento y tendrán que poner en práctica medidas de considerable austeridad fiscal, durante un tiempo, para ordenar sus sistemas fiscales.
Esto es lo que se necesitaría, probablemente, para salvar el euro. Pero ¿qué posibilidades hay de que lo veamos?
El Banco Central Europeo nos ha sorprendido de manera positiva desde que Mario Draghi relevó a Jean-Claude Trichet en la presidencia. Cierto es que Draghi se negó en redondo a admitir que el banco comprara bonos procedentes de los países en crisis. Pero encontró un modo de conseguir un resultado más o menos similar por la puerta de atrás: anunció un programa por el cual el BCE avanzaría préstamos ilimitados a los bancos privados y aceptaría bonos de los Gobiernos europeos como garantía secundaria. El resultado ha sido que, en el panorama general (al menos, mientras escribo estas páginas), el pánico autorrealizante parece menos inminente y, con ello, las tasas de interés de los bonos europeos se han reducido.
Pese a esto, sin embargo, los casos más extremos —Grecia, Portugal e Irlanda— siguen excluidos de los mercados de capital privado. Por lo tanto, han dependido de una serie de programas de préstamo ad hoc, establecidos por una troika compuesta por los Gobiernos europeos más fuertes, el BCE y el Fondo Monetario Internacional. Por desgracia, la troika siempre ha proporcionado el dinero en cantidad insuficiente y sin la celeridad necesaria. Además, a cambio de estos préstamos de emergencia, los países deficitarios se han visto obligados a imponer programas de recorte de gastos inmediatos y draconianos, además de subidas de los impuestos. En consecuencia, estos programas los empujan a pozos aún más hondos y siguen siendo demasiado escasos aun en términos exclusivamente presupuestarios, ya que las economías en recesión también sufren la caída de los ingresos tributarios.
Mientras tanto, no se ha hecho nada para ofrecer un entorno en el que los países deficitarios encuentren una vía razonable para recuperar su competitividad. Mientras los países con déficit se ven forzados a adoptar medidas de austeridad salvajes, los países con superávit se han metido por su cuenta en programas de austeridad, lo cual socava las esperanzas de un crecimiento de las exportaciones. Y en lugar de admitir que la inflación tiene que ser un poco más alta, el Banco Central Europeo subió los tipos de interés en la primera mitad de 2011, para responder a una amenaza de inflación que solo existía en su imaginación (más adelante dio marcha atrás al incremento de los tipos, pero para entonces ya se había hecho mucho daño).
¿Por qué Europa ha respondido tan mal a su crisis? Ya he apuntado parte de la respuesta: muchos dirigentes del continente parecen decididos a helenizar el cuento y creer que quienes atraviesan dificultades —no solo Grecia— han llegado ahí por culpa de la irresponsabilidad fiscal. Y, con esta premisa falsa, se busca un remedio falso: si el problema era el despilfarro fiscal, la rectitud fiscal debería ser la solución. Se presenta la economía como una obra moral, pero con otra vuelta de tuerca: en realidad, los pecados por los que se pena jamás tuvieron lugar.
Pero esta es solo una parte de la historia. Que Europa sea incapaz de afrontar sus problemas reales, y que insista en enfrentarse a fantasmas inexistentes, no es en modo alguno exclusiva de este continente. En 2010, buena parte de la élite que determina las políticas a ambos lados del Atlántico se enamoró perdidamente de una serie relacionada de falacias sobre la deuda, la inflación y el crecimiento. Trataré de explicar las falacias y abordaré, también, una tarea mucho más ardua: clarificar por qué tantas personas importantes decidieron apoyar esas falacias. Pero será ya en el capítulo siguiente.
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Tomado de El País
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