El carácter fetichista del capital es un tema ampliamente abordado por Marx y los marxistas. Pero, ¿qué sucede con los sujetos que realizan las funciones políticas, estatales, hegemónicas del Estado bajo el imperio del capital? ¿Produce el carácter alienante, fetichizante y despersonalizador del capital una forma particular de subjetividad política?
Manuel Samaja, Jacobin
«El capitalista mismo solo es una potencia en cuanto personificación del capital»Aquí presentaremos brevemente algunas ideas relativas a lo que podría denominarse una teoría sobre la subjetividad del capital y, especialmente, sobre la subjetividad política del capital. Conviene dejar sentado desde el comienzo que lo que sigue abreva fundamentalmente en la concepción del último Lukács —expuesta en su gran tratado Sobre la ontología del ser social— así como en múltiples ideas de István Mészáros y de Évald Iliénkov. El texto que presentamos aquí, pues, constituye una apretada síntesis de un estudio y reflexión actualmente en pleno desarrollo.
Karl Marx, Teorías sobre la plusvalía
¿Subjetividad del capital?
Hablar sobre la «subjetividad del capital» probablemente produzca ciertas precauciones y hasta escepticismo, cuando no un directo rechazo. Después de todo, el capital no es un demiurgo ni un sujeto autónomo sino una relación social, un modo de la producción social, una forma de organizar la producción, la distribución, el cambio y el consumo.
Sin embargo, como decía Marx, el capital —el valor en proceso de valorización— no es una relación social sin más sino, más bien, una relación social que se presenta en la forma de una cosa. O, mejor, el capital es una relación social que se presenta en la forma de una serie de cosas, una relación social que debe metamorfosearse y «enmascararse» de múltiples «cosas»: dinero, mercancías (fuerza de trabajo, medios de producción), proceso de producción, mercancías preñadas de plusvalor, nuevamente dinero, etcétera. Cabe señalar que estas «cosas» en las que se encarna el proceso de valorización no son meras «cosas» sino —según expresión de Marx— objetos «físicamente metafísicos», relaciones sociales cosificadas.
Pero aún hay más. El capital, este proceso de producción de plusvalor, constituye una relación de explotación del trabajo vivo por el trabajo «muerto», pretérito, reificado. En la relación capitalista de producción, el sujeto productor —el trabajador asalariado— se subordina al producto de su trabajo, que adquiere la forma de capital. Ahora bien; el trabajo muerto, objetivado, no es más que un conjunto de «objetos físicamente metafísicos», pero el hechizo (la palabra «fetiche» significa literalmente «hechizo») del que están afectados estos objetos demanda, implica, que adquieran personalidad y subjetividad propias.
El capital es un proceso que tiene una finalidad peculiar —o sea, que implica una actividad teleológica determinada— que se presenta al capitalista como absoluta: la producción de plusvalor (que aparece inmediatamente en la forma mistificada de la ganancia). Este proceso de explotación del trabajo vivo por el trabajo muerto —esta autoalienación del trabajo— debe, pues, adquirir una voluntad independiente: la personificación del capital.
El capital, ya desde su forma elemental, constituye una forma social de despersonalización y personificación. Las cosas adquieren potestades sociales y los sujetos se convierten en meros portadores de las cosas. La forma mercancía —célula elemental del capital— es ya de por sí una relación social que reifica a la personalidad. Los sujetos que se encuentran en el mercado para intercambiar mercancías se presentan recíprocamente y valen solo como meros portadores de sus mercancías. En la forma pura de esta relación mercantil, poco importan las cualidades concretas de los sujetos involucrados en el intercambio; solo tienen importancia en cuanto poseedores de estos peculiares objetos sociales.
Pero no solamente su consideración recíproca se reifica, presentándose uno al otro como meras personificaciones de las cosas, sino que, aún más, la propia actividad del intercambio —la propia finalidad que mueve a los sujetos a la concurrencia en el mercado— implica una despersonalización, una personificación. El intercambio mercantil supone un imperativo al que los sujetos deben responder so pena de ruina, como si se tratara de una fuerza natural: el intercambio de equivalentes. Si algún sujeto del intercambio mercantil fallara en responder a este imperativo abstracto e impersonal, pronto quedaría despojado de toda mercancía y, por tanto, de toda posibilidad de participar del intercambio general de la riqueza social bajo esta forma peculiar.
O sea que en la circulación mercantil tenemos una despersonalización en, al menos, dos aspectos. Primero, objetivamente: el sujeto solo vale socialmente como portador de la cosa-mercancía, su objetividad social consiste en personificar a la mercancía. Segundo, subjetivamente: la finalidad de la actividad del sujeto consiste en la realización del intercambio de equivalentes. En la producción de capital aparecen estos mismos rasgos, pero incrementados y bajo una forma específica. Y también es posible identificar un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo de esta forma de la subjetividad social.
La personificación del capital
Objetivamente, la personificación del capital —cuya forma clásica, aunque no la única, es el capitalista singular— constituye el representante de la acumulación de capital, el propietario del capital, el depositario del trabajo ajeno extraído por medio de la explotación del trabajo asalariado. En esta determinación, la personificación del capital no es más que una máscara que el trabajo pretérito adquiere para funcionar como capital. De hecho, este aspecto objetivo existe, en muchas ocasiones, de manera independiente: es, por ejemplo, la figura anónima del accionista. De este modo, el capitalista solo tiene existencia, objetividad social como tal, en tanto representante de una fracción de capital.
Subjetivamente, la personificación singular del capital es el sujeto activo de la organización y dirección de la producción de capital, es la voluntad consciente del capital, que debe responder —so pena de ruina— a los imperativos que dimanan de la acumulación de plusvalor. Esta determinación puede o no coincidir con el aspecto «objetivo» de la personificación del capital. Su forma independiente, por ejemplo, es la del CEO, la del gerente que no es propietario del capital que administra pero que efectivamente cumple las funciones activas-subjetivas de encarnar la voluntad consciente de la fracción de capital que personifica.
La personificación del capital, así, no es un autómata sino, más bien, un sujeto que ha asumido como finalidad absoluta de su actividad la realización del plusvalor (ganancia) y que ocupa el lugar de apropiador del producto del trabajo asalariado y director de la acumulación de capital. Esto implica dos cosas. Primero, la personificación del capital no deja de ser un sujeto humano, con su arbitrio y su voluntad, en cierto sentido abstracto —aunque efectivo— libre. Esto quiere decir que el capital plantea «la pregunta» —la reificada y alienada finalidad absoluta de acumulación de plusvalor— pero es la personificación del capital la que debe elaborar la «respuesta». Tal respuesta no está determinada a priori y debe ser elaborada subjetivamente por la personificación de capital (lo cual significa que la acción de la personificación de capital está abierta a la posibilidad del error o el acierto).
En segundo lugar, la personificación del capital puede romper, en cuanto sujeto singular, con su ser-una-personificación-del-capital y, por ejemplo, en lugar de enderezar su actividad a la producción de plusvalor, dirigir sus esfuerzos hacia la construcción de un mundo más humano. Pero, claro, esto implica su ruina en cuanto personificación del capital, y lo que sucederá es que probablemente otra personificación del capital comprará su empresa en quiebra y concentrará aún más el capital. Por lo tanto, la existencia de las personificaciones del capital no depende de la voluntad singular de los sujetos que ocupan aquel lugar en el sistema metabólico del capital sino que, por el contrario, su voluntad singular se ve subsumida al proceso de producción de plusvalor.
De este modo, la subjetividad del capital —en todas sus formas— no es más que un proceso de alienación de la subjetividad, una forma peculiar de la actividad productiva por la cual el producto y el proceso mismo de la actividad social escapan al control de los sujetos productores mismos y se presentan como voluntad consciente personificada que los enfrenta en tanto poder ajeno. Esta pérdida del control, en el caso de la personificación del capital, consiste en que la finalidad última de su actividad aparece como algo dado, absoluto y a lo que se debe responder so pena de ruina: la acumulación de capital.
Todas estas determinaciones fueron desarrolladas por extenso en la obra de Marx y de muchos otros marxistas. Pero la pregunta que aquí proponemos es la siguiente: ¿qué sucede con los sujetos que realizan las funciones políticas, estatales, de hegemonía, del Estado bajo el imperio del capital? Este carácter del capital, despersonalizador y alienante de la subjetividad, ¿produce también una forma de la subjetividad política propia del capital?
El Estado en el sistema del capital
Para responder estos interrogantes no queda más remedio que hacer algunos breves comentarios, un sucinto esbozo, acerca de la concepción marxista del Estado. Partimos de la idea de que el Estado moderno constituye, según expresión de Marx y Engels, una «comunidad ilusoria». Esto quiere decir que, en virtud de la división social antagónica del trabajo, la regulación, administración y representación de lo común, de la comunidad, no se realiza en la actividad productiva de los sujetos mismos que la componen, sino que se presenta fuera de esta actividad misma, como monopolio de un destacamento especializado de individuos.
Nuevamente, el Estado moderno presenta un aspecto objetivo y uno subjetivo. Podemos explicar el aspecto objetivo del Estado moderno —su peculiar objetividad social— refiriéndonos a lo que denominamos la idealidad del Estado. Esto parece, a primera vista, paradójico: precisamente porque sostenemos que la objetividad del Estado moderno es puramente ideal. Pero, ante todo, debemos despojarnos de algunos malentendidos, retomando la concepción acerca de lo ideal de Évald Iliénkov. Lo ideal no se contrapone ni a lo real ni a lo objetivo, sino más bien a lo material. La Novena Sinfonía es una realidad puramente ideal, pero objetiva. El valor es también una realidad puramente ideal, pero objetiva. Parafraseando a Marx, ¿acaso las ciencias que estudian la naturaleza material, la química o la física, han descubierto un solo átomo de valor, una partícula de valor «material»?
La confusión aparece debido a que lo ideal necesariamente existe materializado, pero no se identifica con su cuerpo material. Para continuar con nuestros ejemplos, la Novena Sinfonía debe existir en las partituras —de papel y tinta— o en las ejecuciones con músicos de carne y hueso e instrumentos de cuerdas, maderas o metales, pero ninguna ejecución singular ni ninguna partitura singular es, en su materialidad, la Novena Sinfonía, sino una representación de aquella. Lo mismo sucede con el valor: este existe siempre materializado (en la forma corpórea del valor de uso de una mercancía o de la moneda) pero no se identifica con su cuerpo material; existe en él pero solo como un envoltorio material de su realidad puramente ideal.
Lo ideal es, según la concepción de Iliénkov, una relación de representación entre dos objetos materiales por la cual uno de ellos, en su cuerpo material, se convierte en representante de la cualidad social universal del otro. Como en el ejemplo de Marx, donde la forma cósica de 10 varas de lienzo se transforman en la forma valor de una chaqueta. Aún más, lo ideal no es una cosa sino un proceso metamórfico, un movimiento de metamorfosis entre la forma de la actividad y la forma de la cosa, del producto de aquella actividad. De esta manera, lo ideal es la huella que deja la actividad humana en la materialidad natural, es la existencia social de los objetos materiales que entran en el círculo de la actividad humana. La idealidad de un objeto consiste en que presenta de forma objetivada, en su cuerpo material, a una determinada forma de la actividad social. Las 10 varas de lienzo que son la forma valor de la chaqueta encarnan, a su turno, el trabajo abstracto objetivado en ambos productos, lienzo y chaqueta.
¿En qué consiste el célebre materialismo de Marx, entonces? En dos palabras: en la distinción precisa entre lo ideal y lo material, y en la comprensión de la génesis de lo ideal en la práctica productiva material —en el metabolismo social-natural, en el trabajo— del ser humano. Todo objeto ideal no es más que el producto de una determinada actividad productiva, existiendo fuera de esa actividad misma objetivada en el producto del trabajo.
Ahora bien, en lo que sigue termina nuestra analogía entre la obra de Beethoven y la forma valor de la mercancía: el valor no es solamente una realidad ideal, sino una realidad ideal fetichizada, reificada en modo alienante. A diferencia de un producto, por ejemplo, artístico, la idealidad del valor no es transparente a los sujetos, sino todo lo contrario. La idealidad del valor —al igual que la de los objetos religiosos— se presenta como atributo del objeto material mismo, como independizado, extrañado, alienado del sujeto productor. El carácter social del trabajo, bajo el imperio del capital, se presenta fuera del trabajo mismo como atributo de la mercancía, como si fuera verdaderamente —prácticamente— una cualidad de su materialidad.
¿Qué tiene que ver todo esto con el Estado moderno? Pues bien, el Estado moderno es una realidad puramente ideal y fetichizada —al igual que la mercancía— por cuanto en su cuerpo material presenta, como si fuera monopolio y atributo suyo, a la comunidad social. La comunidad social, la totalidad de relaciones sociales en un espacio nacional o plurinacional delimitado, se presenta fuera de sí misma como existiendo —alienada— en la forma corpórea del Estado.
Así, la materialidad del Estado moderno (funcionarios, cárceles, cuarteles, escuelas, ejércitos, cuerpos policiales, papeles, computadoras, oficinas, etcétera) solo es tal materialización del Estado por cuanto monopoliza y presenta en su forma material al resumen, al conjunto, de la sociedad. Su cualidad estatal no está en aquella materialidad misma sino en la función de representación peculiar que aquella materialidad cumple y, por lo tanto, su ser-Estado es puramente ideal. La violencia del Estado, por caso, solo es violencia estatal —y no nuda violencia— por cuanto es violencia de la comunidad legítimamente monopolizada.
El Estado, de esta manera, es resultado y productor de un proceso de alienación, de extrañamiento, por el cual el carácter social-comunitario de la actividad humana aparece fuera de ella misma. El Estado moderno es la comunidad alienada. Esto puede parecer paradójico, puesto que es un lugar común de la concepción marxista el hecho de que el Estado moderno existe porque ya la comunidad no existe, porque ha sido destruida por la lucha de clases.
Sin embargo, una lectura más fina de la obra de Marx permite constatar que el ser humano es necesariamente, en todas sus formas de existencia, un ser social-comunitario. Ya el joven Marx decía que la actividad del individuo es en sí misma una actividad necesariamente mediatizada por el ser social, por el conjunto de relaciones sociales. Siguiendo a Mészáros, podemos decir que el carácter social comunitario de la actividad humana es una mediación de primer orden, ontológico-fundamental, de la actividad social que se halla necesariamente presente en todas las formas históricas de existencia de la producción social.
La contradicción aparece precisamente porque la producción de capital constituye —con su forma mercantil y, especialmente, con su finalidad absoluta de acumulación privada de plusvalor— una negación de esta mediación de primer orden. La producción capitalista se realiza de espaldas a la sociedad. Efectivamente, en esta forma de la producción, la totalidad de relaciones sociales, la comunidad, se presenta como algo extraño y ajeno.
Sin embargo, las mediaciones sociales-comunitarias deben necesariamente realizarse. Toda una serie de actividades que no pueden ser realizadas por el capital privado (como la monopolización legítima de la violencia de la comunidad) o que no producen plusvalor son, al mismo tiempo, imprescindibles para la existencia de la producción de capital. De esta contradicción emerge, efectivamente, la necesidad del Estado moderno. Así, siguiendo a Mészáros, podemos decir que el Estado moderno es una mediación de segundo orden, una mediación de la fundamental mediación de primer orden.
El Estado moderno es una forma mediatizada y alienada por la cual se realiza en la sociedad en la que impera la producción de plusvalor, como finalidad absoluta de la actividad social, la mediación comunitaria de la existencia humana. En síntesis, el Estado moderno es producto y productor de la subsunción, formal y real, de la actividad social-comunitaria al capital. Así, recuperando —con algunas variaciones— aportes de la tradición derivacionista de la teoría marxista del Estado y de Álvaro García Linera, entre otros, sostenemos que el Estado moderno debe comprenderse como un momento de la producción de capital. Su conceptualización, por tanto, debe partir del análisis de la forma valor realizado por Marx.
Pero, como afirmamos más arriba, este es el aspecto objetivo del Estado. Y es que esta exposición, apretada y algo esquemática, era imprescindible para comprender el objeto de este ensayo: la subjetividad política del capital.
La subjetividad política del capital o su personificación hegemónica
Debe notarse la identidad esencial de todas las categorías sociales que venimos describiendo. Se trata, en verdad, de múltiples modos de existencia y desenvolvimiento de las mismas formas sociales. Metamorfosis de una única sustancia: el capital.
La personificación singular del capital encarna, como su atributo y prerrogativa, el producto del trabajo asalariado explotado por la fracción de capital que personifica. El (plus)trabajo de los asalariados se presenta así fuera de ellos mismos, como perteneciendo a la personificación singular de capital. No solamente como propiedad cósica sino, aún más, como potencia, como poder de su subjetividad. Ahora bien, como dice la cita al comienzo de este ensayo, el capitalista solo es poderoso en cuanto personifica al capital, en cuanto responde a sus imperativos. Por ello, en verdad, su poder no es más que el poder del capital, el poder alienado del trabajo asalariado explotado y el poder de este proceso de alienación del trabajo mismo. Algo análogo sucede con los sujetos que forman parte del Estado moderno en sentido estrecho y en sentido ampliado, esto es, con los sujetos que producen con su actividad la hegemonía del capital. Pero, claro, su actividad no es la de capitalistas singulares, por lo que posee una peculiaridad en la que es preciso detenernos brevemente. Los sujetos que forman parte del Estado moderno se hallan afectados por dos fuentes de imperativos. La primera de ellas constituye una mediación, un momento subordinado: son los imperativos que dimanan de las necesidades concretas de la reproducción y existencia comunitaria de la sociedad.
Estos imperativos son históricamente variables y están en gran medida determinados por la lucha de clases y la fuerza organizada del trabajo. Pero, a modo de ejemplo, podemos mencionar la salud y educación públicas (en los casos en los que no sean mercantilizadas, es decir, que no produzcan plusvalor) como una actividad social que el Estado debe garantizar extrayendo del proceso capitalista de producción a una porción del plusvalor para gastarlo con aquel fin concreto. En una sociedad capitalista pura, claro, estas actividades también se verían mercantilizadas y subsumidas a la produccióninmediata de plusvalor (afortunadamente, una sociedad capitalista pura es imposible: no es más que un supuesto metódico del análisis teórico).
Sin embargo, estos imperativos sociales-concretos de la comunidad a los que el Estadoy, por tanto, los sujetos que forman parte de él dan respuesta,no constituyen una finalidad en sí y por sí en los marcos de la sociedad capitalista. De hecho, el imperio del capital consiste, precisamente, en que toda la actividad humana se reduce a una única finalidad: la producción de plusvalor.El Estado moderno y los sujetos que lo constituyen no pueden escapar a esta finalidad.Por lo tanto, los sujetos que forman parte del Estado moderno se hallan afectados por otra fuente de imperativos, que constituye al mismo tiempo la finalidad absoluta de su actividad: la producción de plusvalor. Pero, claro, el Estado moderno y los sujetos que lo componen no pueden ser capitalistas singulares, por cuanto ello implicaría la no-realización de sus funciones específicas.
Estamos, así, frente a una contradicción: el Estado no puede ser un capitalista singular y al mismo tiempo no puede escapar a la finalidad absoluta de la sociedad del capital, esto es, la producción de plusvalor. Siguiendo a Lukács, creemos que la palanca metódica para resolver este tipo de contradicciones es la mediación.
De este modo, podemos sostener lo que sigue: la subjetividad política del capital tiene como finalidad absoluta de su actividad a la producción de plusvalor mediada por la totalidad de la sociedad en la que realiza su actividad política—tiene como finalidad absoluta la subsunción de la comunidad social al capital— y realiza esta finalidad absoluta a través de la mediación de los imperativos sociales-concretos de la comunidad social, subordinándolos y subsumiéndolos en cuanto mediaciones de la producción de plusvalor del capital social (cuasi)total de la sociedad en la que desenvuelve su actividad.
De ahí la presencia permanente y casi omnímoda del ideal del «crecimiento económico» en el discurso político moderno (incluso sí este «crecimiento económico» conduce a la humanidad a su desaparición física debido a la progresiva destrucción de los fundamentos naturales de su existencia).Esta finalidad reificada y absolutizada específica—mediatizada— de la subjetividad política del capital nos indica que estamos, pues, frente a una forma peculiar de la personificación del capital. A esta forma especial de la subjetividad social reificada y alienada la denominamos personificación hegemónica del capital.
Es importante señalar que el interés privado de las personificaciones hegemónicas del capital debe ser una determinación superada, subsumida a la realización de su función hegemónica. Precisamente, el éxito de su actividad política singular depende de la adecuación de la respuesta que elaboren frente a los imperativos del capital como (cuasi)totalidad. Por lo tanto, su «egoísmo atómico» —como denominó epicúreamente Marx al interés privado— se realiza en cuanto realiza exitosamente su función para el capital. Es algo así como una desmitificada astucia del capital, un emergente del egoísmo atómico de esta forma de la subjetividad social.
Lo que es seguro es que la acumulación privada de plusvalor —la finalidad absoluta de toda personificación singular del capital— no puede ser la finalidad dominante de la actividad de la personificación hegemónica del capital. En ocasiones, sin embargo, la acumulación privada aparece como el motivo rector de la actividad de los sujetos políticos: este fenómeno se conoce comúnmente como «corrupción» y es en gran medida insuperable en la sociedad capitalista. Empero, más allá de cierto punto se convierte en un obstáculo para la realización de los imperativos políticos del capital.
De esta manera, laspersonificaciones hegemónicas del capital presentan un aspecto objetivo y uno subjetivo, y al mismo tiempo tienen dos fuentes de imperativos y una finalidad absoluta que rige su actividad. Su aspectoobjetivo consiste en que en aquellas (al menos en algunas de aquellas, puesto que al igual que con el capitalista singular, los aspectos subjetivo y objetivo pueden convivir en un mismo sujeto o estar escindidos) monopolizan —representan reificada, fetichistamente—en su persona a la comunidad social alienada, la representan fuera de la comunidad real misma (la idealidad alienadadel Estado).
Su aspecto subjetivo consiste en que las personificaciones hegemónicas del capital están compelidas a dar respuesta —so pena de ruina— a los imperativos de la producción de plusvalor de la (cuasi)totalidad social en la que desenvuelven su actividad, mediando esta finalidad por los imperativos sociales concretos de aquella comunidad/totalidad social. Esta mediación es al mismo tiempo una subsunción de todo imperativo social-concreto a la realización del plusvalor, una metabolización de los imperativos concretos de la comunidad social a la producción de capital.
Ahora bien, el sistema del capital no es homogéneo y existen siempre múltiples fracciones del capital que, a su turno, presentan diferentes formas en las que realizan su proceso de producción de plusvalor y acumulación de capital. Estas diferentes formas dependen tanto del contenido material del proceso en cuestión como del mercado en el cual realiza sus mercancías, de la ubicación del espacio estatal dado en el sistema capitalista mundial y de muchos otros factores que aquí no podemos desarrollar.
Además, estas formas se hallan condicionadas por la correlación de fuerzas en la lucha de clases. Por tanto, los imperativos de la producción de plusvalor de la totalidad social son diversos, no homogéneos. Cada fracción del capital es en sí una forma del capital. O sea, cada fracción del capital tiene una forma de organizar al conjunto del sistema del capital que corresponde a sus imperativos específicos. Estas formas de organizar el proceso de producción del capital en la totalidad social son lo que ha sido denominado «modos», «modelos»«patrones» de acumulación o, en otra aproximación teórica, «modos del sistema del capital».
Las personificaciones hegemónicas del capital personifican siempre a una forma u otra de organizar al sistema en su conjunto.Y al proceso por el cual una o un colectivo de personificaciones hegemónicas del capital pasan de asumir los imperativos de una forma del sistema del capital a asumir los de otra lo denominamos metamorfosis de las personificaciones hegemónicas del capital. En gran medida, las transformaciones y luchas políticas en el Estado moderno —dentro de su horizonte histórico— no son más que eso: un permanente proceso de metamorfosis de las personificaciones hegemónicas del capital.
Y todo esto, ¿para qué?
Con estas reflexiones teóricas buscamos ofrecer una aproximación que aporte a comprender, en su peculiaridad, al Estado moderno y a los sujetos políticos en el sistema del capital. O sea, comprenderlos afectados de esta maldición despersonalizadora que compele a la subjetividad política a responder —una vez más, so pena de ruina— a los abstractos imperativos de esta fuerza ciega que metaboliza todo lo comunitario, concreto, humano y lo transfigura en una fuerza productiva del capital.
Pero también buscamos una aproximación que, paradojalmente, nos ayude a conceptualizar al Estado y a sus personificaciones hegemónicas del capital como la manifestación y existencia alienada de aquello común que hay en la producción social, extrañado de los sujetos productores mismos. En esta paradoja de la comunidad alienada, pensamos, reside tanto un enigma como la potencialidad de la emancipación.
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