Vanessa Williamson, Sin Permiso
Las políticas arancelarias siempre cambiantes de Trump pueden parecer caóticas. Y, por supuesto, a menudo lo son. En un lapso de nueve meses, sus aranceles a China han pasado del 10 % al 145 % y luego al 50 %, y Trump ha amenazado con volver a subirlos al 100 %, antes de ceder una vez más. La irritación del presidente por un anuncio televisivo le llevó a aumentar los aranceles a Canadá, una política que anunció a través de una publicación en redes sociales. Y luego, por supuesto, estuvo aquella vez en que la Administración declaró aranceles a una isla habitada solo por pingüinos.
Pero, aunque estos aranceles son caprichosos y absurdos, forman parte de una agenda coherente. Los aranceles arbitrarios siguen un patrón con el intento de la Administración de destruir —mediante despidos masivos, cambios de liderazgo y politización— un Servicio de Impuestos Internos independiente. Trump está tratando de sustituir el sistema legislativo de impuestos para obtener ingresos por un sistema personalista de exacciones estatales para la dominación política.
Dejando a un lado a los pingüinos, las implicaciones de esta agenda no podrían ser más graves. La regularización de los impuestos es uno de los logros más monumentales de la historia política. Es inseparable del desarrollo del Estado de derecho y de las primeras afirmaciones de que la legitimidad del gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados. Es más, el esfuerzo por socavar el sistema tributario atenta contra la propia capacidad de actuar de un gobierno elegido democráticamente. A lo largo de la historia de Estados Unidos, los oligarcas han restringido el poder fiscal del Estado para garantizar que el Gobierno fuera demasiado débil como para controlar su poder. Las políticas fiscales de la Administración Trump son la última versión de esta larga tradición antitributaria y antidemocrática.










