jueves, 27 de junio de 2024

¿Hacia la nueva Guerra Mundial?


Diego Fusaro, Posmodernia

Curiosidad, rumor y equívoco no han dejado de constituir los elementos fundamentales de la heideggeriana «existencia inauténtica» (uneigentliche Existenz) del mundo alienado promovido por las actuaciones engañosas de la industria cultural. La curiosidad de la opinión pública, es decir, la «incapacidad de detenerse sobre aquello que se presenta», se ve alimentada por el desvío continuo de la atención hacia nuevos objetos puestos ad hoc en el primer plano mediante la manipulación organizada, con el fin de domar las mentes y moldearlas de acuerdo al orden ideológico. En este aspecto, ejemplos emblemáticos siguen siendo aquellos de las inexistentes «armas de destrucción masiva» y las igualmente inexistentes «armas químicas«, estratagemas ideológicas con las que la opinión pública fue inducida, en el primer caso, a aceptar pasivamente la agresión al Irak de Saddam en 2003 y, en el segundo, a prepararse para la invasión de la Siria de Assad en 2013. Tan pronto como se hizo evidente que se trataba de simples entia imaginationis, la curiosidad de las masas fue redirigida hacia otra parte.

Se comprende entonces en qué sentido, como sugiere Heidegger, la curiosidad siempre va acompañada de la distracción. El curioso “está en todas partes y en ningún lugar”, manipulado por los mecanismos anónimos e impersonales del “se dice” del circo mediático, de modo que su atención fluctúa permanentemente entre cuestiones irrelevantes presentadas como decisivas, sin poder nunca detenerse sobre la contradicción sistémica constantemente ocultada. La curiosidad, por demás, es aliada estratégica de la cháchara, es decir, de la «posibilidad de comprender todo sin ninguna apropiación preliminar de lo que se quiere comprender». El chismorreo corresponde, en efecto, al recurso aparentemente anónimo (en realidad ideológicamente connotado) del «se dice«, mediante el cual el lenguaje, más que revelar el ser, lo oculta y lo vuelve indescifrable en el acto mismo con el que lo hace aparecer de fácil acceso y al alcance de todos.

En el mundo del consenso organizado, en el que la tiranía de la publicidad -como recuerda Ser y Tiempo (§ 27)- oscurece cualquier cosa, distorsionándola para poder presentarla como conocida y accesible a todos, se parlotea de todo sin entender nada, es decir, permaneciendo siempre sobre la superficie tergiversada de la planetaria sociedad del espectáculo. El equívoco, en fin, coincide con el reino en el que proliferan el cotilleo y la curiosidad, que generan sin cesar una trama de malentendidos que vuelven invisibles las contradicciones reales, desviando la mirada de la opinión pública hacia aquellas otras que ya no existen o nunca han existido.

En virtud del equívoco, nunca está claro del todo qué sea verdaderamente el Man sagt, el «se dice» de la manipulación organizada y de la violencia institucionalizada. La realidad mediática, producida arteramente por el sistema omniinvasivo de producción del consenso, se impone como la única posible. En esta labor de conformación del imaginario, como sabía Heidegger, siguen desempeñando un papel esencial los numerosos «ismos» que pueblan el «mercado de la opinión pública» y que, gestionados por el sistema mediático, generan esa tecnicización de la reflexión cuyo objetivo es la aniquilación del libre pensar, de manera que las ideas sigan puntualmente los circuitos del «se dice» controlado y el automatismo de los lugares comunes.

En este panorama de falsedad organizada, que produce esa «situación de gran hipocresía social totalitaria» denunciada por Gramsci (Cuadernos de la cárcel, I, § 158), debe ser incondicional el apoyo a los Estados que resisten a la monarquía universal y que son regularmente objeto de agresiones imperialistas (o alternativamente, de embargos), siempre legitimados a través de la preventiva demonización generalizada llevada a cabo por la propaganda oficial del circo mediático. Si la monarquía universal que domina el globo comete agresiones y, además, pretende la conquista del mundo entero, lo hace siempre en nombre de la Democracia y de los Derechos Humanos, y también porque desea brindar al planeta la Libertad de la que todavía carece en gran medida. La suya coincide con una special mission, según el semantema reseñado anteriormente (por supuesto, resulta pleonástico recordar que tal «misión» no le ha sido encomendada por nadie).

No debemos, entonces, hacer concesiones de ningún tipo al «se dice» políticamente correcto, reino de la inautenticidad en el que estamos suspendidos. En palabras de Heidegger, “lo esencial sigue siendo continuar, como aquí, caminando por la misma vía, sin preocuparse por la opinión pública, cualquiera que sea, que nos rodea”. Aún cuando los Estados que resisten a los nuevos imperialismos y a la dinámica de imposición de la forma mercancía como horizonte único estén muy lejos de hallarse libres de contradicciones a menudo fatales (de Irán a Venezuela, de Cuba a Siria), desempeñan una función revolucionaria en el marco geopolítico, pero también después en el plano simbólico: a nivel geopolítico, porque resisten heroicamente a la monarquía universal – la Universalmonarchie estigmatizada por Kant– y a su dinámica de subyugación de toda fuerza que no se somete a su dominio, inmediatamente demonizada como rogue State, “Estado canalla” (el Ministerio de la Verdad detenta asimismo el monopolio de las definiciones); a nivel simbólico, porque permiten incluso a quienes, como nosotros, estamos integralmente sometidos al dominio de la monarquía universal y completamente infectados por las patologías de la forma mercancía, mantener viva la posibilidad de pensar en ser de otro modo, comprendiendo la importancia del poder estatal para la redialecticación de lo especulativo.

Los Estados resistentes nos enseñan no sólo que resistir es posible, sino, además, que en el tiempo de la Cuarta Guerra Mundial y del fanatismo de la economía del capitalismus sive natura, el Estado es la fuerza desde la cual es necesario encender la mecha para reabrir el conflicto contra el Capital. Resulta entonces plausible sostener respecto de los Estados resistentes cuanto Fenoglio afirmaba a propósito de los partisanos: «lo importante es que quedase siempre uno». Se trata de un argumento que, de por sí, debería ser suficiente para constituir una nueva «Guía de perplejos» del tiempo mundializado.

Los Estados que resisten a la civilización del dólar y a los fantasmales custodios del Derecho y la Democracia se revelan como el equivalente funcional de las prestaciones de sentido del difunto comunismo. Al igual que la ambigua y contradictoria presencia de este último en el curso de la Guerra Fría, análogamente hoy la propia presencia de los denominados «Estados canallas» (versión global de las brutales proscripciones de Sila conducidas por el imperialismo humanitario), de la cual no se deben ciertamente subestimar los límites a menudo profundísimos, continúa señalando el carácter no único, ni destinal del Nomos de la economía; y, por eso mismo, permite pensar en una alteridad –sea respecto al Capital, sea respecto a los propios «Estados canallas«- en cuyo nombre orientar la acción y la programación de futuros alternativos.

Desde una consideración no superficial del diagrama de las relaciones de poder globales, la función principal de los Estados resistentes consiste en mantener viva la pensabilidad del conflicto y de la acción anticapitalista, rechazando la homologación occidentalista y manteniendo aún abierta la puerta para un porvenir alternativo, mediado por la repolitización de la economía, por el reencantamiento del mundo y por la reapertura del horizonte del futuro. Para evitar malas interpretaciones, repetimos que los llamados «Estados canallas» presentan casi invariablemente una estructura interna plena de contradicciones y digna de ser combatida (en cualquier caso siempre desde su interior, sin recurrir a bombardeos éticos extranjeros). Pero su mera existencia recuerda la posibilidad y el sentido de resistir, y permite albergar la esperanza de una reorganización de las energías de oposición y de los sueños políticos. Tal reorganización es fundamental para que la humanidad y el planeta no entren en la «gran noche que no tiene mañana».

La Rusia de Putin -a pesar de todas sus contradicciones-, pero también la propia China -que incluso a nivel de política interna hace coexistir las peores caras del capitalismo y del comunismo- desempeñan, en calidad de potencias geopolíticas, un papel de primordial importancia en la escena internacional.

Éste es el panorama explosivo de nuestro presente y de la crisis que lo atraviesa febrilmente en todos los aspectos. Una crisis causada, no en última instancia, por la implosión del bipolarismo ruso-americano y por la emergencia de un nuevo monopolarismo de base imperial, al que a duras penas empieza a contraponerse un multipolarismo in fieri, cuyos resultados todavía resultan difícilmente predecibles.

El vergonzoso colapso de la Unión Soviética fue, como hemos dicho otras veces, la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, ya que entregó el monopolio al imperio mesiánico americano, exportador a nivel planetario del capitalismo absoluto, del cual también nosotros, los europeos, estamos empezando a sufrir los efectos con la creación de la junta militar económica de la Unión Europea, fase suprema del neoliberalismo.

Lamentablemente, Putin no es Lenin; no obstante, dispone de autonomía estratégica y de armas de disuasión masiva. Por ello, Rusia tiene hoy el deber de apoyar en la medida de lo posible a los Estados resistentes al imperio americano, posicionándose ella misma como Estado que resiste. Con la potencia rusa, sería como si al retrato estilizado del presidente americano Obama acompañado del eslogan Yes, we can, se opusiera una imagen análoga de Putin, a su vez asociada a la frase No, you can´t. Por esta razón, es necesaria una Rusia geopolítica y militarmente sólida e independiente, que sepa frenar -en el tiempo de la muerte del comunismo histórico novecentesco– el delirio de la extensión ilimitada del fanatismo de la economía bajo la guía estadounidense.


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