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martes, 29 de octubre de 2024

La indiferencia en la época del capital


Salvatore Bravo, Sinistra in Rete

El relativismo resultante del capitalismo no es comparable con los relativismos que han ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad. El relativismo de nuestro tiempo tiene una estructura profunda en la psique, en las emociones y en el cuerpo vivido de los sujetos conscientes o inconscientes del capital, consiste en la indiferencia. Los relativismos del pasado fueron la elaboración colectiva de verdades orgánicas en el poder, tenían un fuerte valor político y ético. El relativismo fue el paso obligatorio hacia la reorientación de la Gestalt. En nuestro tiempo, el relativismo es "el hábito de experimentar los propios deseos personales como verdades absolutas". La individualidad ha automatizado la dimensión del deseo sin pensamiento y sin autorreflexión.

Pensar es establecer principios éticos objetivos. No el buen placer que se experimenta en el momento fugaz, sino el concepto de bien fundamentado racionalmente con el que discernir el bien del mal, el capricho del deseo auténtico y los medios de los fines. Pensar es dealienarse. El tiempo del capital, por tanto, inculca en carne y hueso la incapacidad de "sentir el mundo" y de "escandalizarse por el dolor". La individualidad sólo escucha sus propios deseos, se erige como una triste divinidad terrenal de un mundo sin Edén. El relativismo del capitalismo olvida el mundo y no lo reconoce. Las subjetividades con las redes sociales y con la costumbre de actuar en los grandes escenarios del mundo no reconocen la alteridad y viven en un estado de continuo extrañamiento respecto de sí mismas y del contexto social. Por tanto, el yo narcisista es estructuralmente frágil, no tiene profundidad, por lo que lleva una vida superficial. Esto último refuerza la pereza de pensamiento y la incapacidad de gestionar las tensiones capaces de dar "la forma" (las metas objetivas) con las que planificarse y organizarse dialécticamente con el poder. El yo perpetuamente deslumbrado por el capricho, el último hombre nietzscheano en definitiva, se deconstruye y adquiere poco a poco un sentido de omnipotencia: los deseos son el afrodisíaco cotidiano que hay que escuchar y que nadie puede juzgar.

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