El uso electoral de Facebook como factor clave de la campaña de Donald Trump era algo archisabido. Ahora estalla el escándalo y “descubrimos” que usando las redes somos “ratas de laboratorio” y objeto de una manipulación masiva. Aquí apenas actualizamos el contenido del libro Dietética Digital sobre la estrategia digital que llevó a “agente naranja” a la Casa Blanca.Víctor Sampedro, Público
Donald Trump explotó con habilidad que las redes están al servicio del marketing, que viralizan los contenidos más sensacionalistas y que perfilan votantes muy espefícicos, registrando, además, sus reacciones en tiempo real. Aprovechando todo esto, Trump se autopromocionó en plan trol. Provocó a sus oponentes y rentabilizó sus reacciones. Linchó a sus contrincantes en el partido republicano y, luego, desalentó a los seguidores de Hillary Clinton. Recibió casi tres millones menos de votos que ella, pero desmovilizó el voto demócrata en estados decisivos para ganar.
El marketing electoral quiere recabar votos, no alfabetizarnos políticamente. Pretende que votemos, si estamos a favor del candidato publicitado. Y que nos abstengamos, si estamos en contra. Resulta difícil que un ciudadano cambie la orientación de su voto. Es mucho más sencillo desmotivarle para que se abstenga. Convencernos de votar a un candidato con el que discrepamos requiere más tiempo que una campaña electoral. La estrategia más eficaz consiste en infundir dudas y desanimarnos para que en la jornada electoral nos quedemos en casa. A ser posible, delante de una pantalla.
A Trump, como buen trol, no le interesaba debatir los temas de la agenda demócrata. Se dedicó a indignar a sus oponentes y hacerse visible con su cólera. No quiso persuadirles, sino desincentivarles. Se reía de ellos, mientras confesaba sin rubor e incluso alardeaba de ignorar asuntos clave. Se contradecía sin opiniones fundamentadas. Supo publicitarse a costa de sus contrarios. Generó tanta controversia que les agotó. Celebraba cómo perdían la compostura y fuelle en la campaña. La suya cortocircuitó el debate electoral y desconectó a los adversarios.
Clinton despertaba recelos entre amplios sectores de voto demócrata. Trump les quitó las ganas de apoyarle ofreciendo un espectáculo indignante que, sin embargo, embelesaba a sus seguidores. Alejó de la campaña a los desafectos con estrambotes que les resultaban repugnantes. Y luego les apartó de las urnas.
La estrategia de conjunto aunaba dos vías convergentes para un trol. Por una parte, Trump convirtió todo su discurso en autobombo, propaganda de su genio y figura: puro despliegue de una marca presidencial con pegada. No trató nunca de dialogar sino de acaparar visibilidad. Por otra parte, orientó su propaganda en un sentido negativo. En vez plantear un programa de gobierno, desahució a sus adversarios. Les tachó de incompetentes o de estar demasiado corrompidos para llevar a cabo sus proyectos. Ni siquiera les dejó presentarlos en condiciones.
Cuando la publicidad se impone a la información electoral, la manipulación campa a sus anchas. La propaganda pretende anular nuestra capacidad crítica. Algunos anuncios plantean una realidad tan falsa y peligrosa que están obligados a advertirnos que debemos consultar a un experto (p.e. los fármacos) y a no imitar lo que nos muestran (p.e. piruetas con coches). Si la publicidad ocupa el debate electoral y los anuncios se confunden con noticias, al votante se le plantean opciones opuestas al juicio de los expertos y cargadas de aventurismo.
La victoria de Trump fue el tercer susto de una serie de referéndums que se celebraron en 2016. Tuvieron resultados inesperados, se ganaron por escaso margen y el resultado fue difícil de gestionar. En junio venció el Brexit, decidiendo la salida del Reino Unido de la Unión Europea. En octubre ganó el no al proceso de paz en Colombia. Y un mes más tarde Trump llegaba a la Casa Blanca. Eran campañas publicitarias, no plebiscitarias. Soliviantaron y engatusaron al demos en lugar de informarle y ofrecerle debates fundamentados.
En los tres casos, la opción ganadora mostraba incongruencias y planteaba riesgos. Se había formulado de modo impreciso y sin avales. Era fruto de unas campañas publicitarias que despreciaban a especialistas competentes y animaban a hacer experimentos temerarios. Hubo quien concluyó que la ciudadanía no sabía (y, por tanto, no debía) decidir cuestiones tan importantes y “complicadas”.
Quienes inhabilitan a los norteamericanos (como antes a británicos y colombianos… y antes que a ellos a tantos otros) para votar temas trascendentes obvian la intoxicación que sufrieron. No falla el público sino la información, desplazada por espectáculo propagandístico. Lo que implica una grave manipulación. El show publicitario arrincona las noticias y se arroga su credibilidad. Pero en una noticia, el periodista establece un pacto con el público: los hechos y testimonios son veraces, los ha contrastado.
Los publicitarios, sin embargo, persuaden a través de la seducción; con placer o miedo. Nos convencen apelando al deseo, no a la razón. La propaganda antepone el sentimiento, porque desvirtúa la realidad: glorifica lo que promociona; como Trump a sí mismo. Denigra o minusvalora la competencia, como Trump a sus contrarios.
Y en un contexto de saturación, un mensaje negativo llama la atención más que otro positivo. De ahí la opción del multimillonario de producir toda la autopropaganda posible que devaluase y demonizase a la competencia. Es todo lo que sabe y desea hacer un trol. Facebook se lo puso en bandeja. Y Trump puso los millones.
El magnate norteamericano destinó la mayor parte de sus fondos al marketing online. Las televisiones ya retransmitían sus mítines, auténticos reality shows, la secuela del que había protagonizado durante más de una década. Y la prensa “seria” le criticaba, confiriéndole así entidad como candidato. Lograda la notoriedad, desmovilizó cuantos votantes demócratas pudo.
Conociendo al detalle a quién se dirige, un anuncio multiplica su efectividad exponencialmente. Arrogándose la credibilidad interpersonal que ofrecen las redes digitales, se dispara aún más. El marketing online analiza infinidad de datos y reacciones para identificar votantes concretos y generar mensajes a su medida, reajustándolos según su impacto en tiempo real.
El jefe de la campaña digital de Trump, Brad Parscale (recompensado por Trump para dirigir la campaña en 2020), afirmó que se apoyaron en Facebook porque es “una plataforma en la que los usuarios están dispuestos y enseñados a hacer click, a tomar partido y a darte retroalimentación. Es una plataforma diseñada para decirte lo que la gente quiere y rechaza”. Lo afirma alguien que hizo experimentos masivos para diseñar la publicidad online más agresiva y personalizada de la historia. Manejó 250 millones de perfiles con 5.000 datos por perfil. Así customizó al candidato-troll, igual que una marca adapta un producto para distintos grupos de consumidores.
El equipo de Trump comprobaba la eficacia de hasta 50.000 variantes de sus noticias-anuncios en un solo día. Durante el último debate electoral, los algoritmos del equipo de análisis de datos lanzaron 175.000 versiones distintas del mensaje del candidato. 175.000 variaciones de un anuncio, personalizado al límite: con ciertos términos, vídeos o fotos, un color u otro… Facebook proporcionó información detallada de votantes “dispuestos y enseñados a hacer click”. Con cada pulsación, definían más sus rasgos, aumentaban su vulnerabilidad.
El nivel de precisión de los perfiles electorales llega al punto de identificarlos en bloques de edificios e incluso el domicilio. Los voluntarios de Trump y Clinton, que visitaban votantes para pedirles apoyo, emplearon una aplicación de móvil que señalaba en qué hogares tenían más posibilidades de éxito. Así concentraban los esfuerzos en los individuos con una personalidad o tendencias psicológicas más receptiva. Pero el Big Data también revelaba conexiones imprevistas.
El cruce de datos masivos manifiestó relaciones insospechadas entre rasgos del electorado, que indicaban vías de persuasión más eficaces que el puerta a puerta. Por ejemplo, los seguidores de The Walking Dead y otras teleseries de zombies se mostraban más favorables a la construcción del muro con México. Esto permitió a Trump bombardearles, junto a otros públicos afines, con temas específicos. Los convertía en un núcleo duro de partidarios de medidas que, en principio, parecían insensatas. Y luego se normalizaban entre el electorado.
Clinton invirtió en marketing online el doble de presupuesto, pero Trump se aplicó a fondo y metió casi todos sus fondos en FB y Twitter. Dividió la población en 32 tipos y se concentró en 17 estados claves para su victoria. Esto le brindó el éxito, no en votos pero sí según el sistema electoral. Clinton solo ganó en 20 estados y en Washington D.C. Por su parte, Trump triunfó en 30 estados y sumó en el Colegio Electoral (la instancia que nombra al ocupante de la Casa Blanca) 34 votos más de los necesarios. Logró victorias clave, muy ajustadas en varios estados con una diferencia mínima.
Fue posible por la explotación del Big Data: los datos ingentes que generamos en las redes sociales sin ningún control ni conciencia. No nos conectan con las amistades (que muchas veces ni nos leen) sino, indefectiblemente, con los centros de poder económico y político.
La inconsciencia del público es aprovechada por políticos sin conciencia. Concretamente, por el populsimo autoritario y la nueva extrema derecha. Esto revelan las filtraciones de Chris Wylie, ex trabajador de Cambridge Analytica, escogido por el ex vicepresidente, Steve Bannon, líder de la Alt-Right). Un extremista de la nueva derecha, líder del primer gabinete de Donald Trump. La matriz británica de Cambridge Analytica, Strategic Communications Laboratories, también diseñó la campaña del ultraderechista UKIP (United Kingdom Independence Party) a favor del Brexit.
Las redes hacen campañas publicitarias, no electorales. Que ya no distingamos entre esos dos adjetivos, señala el éxito de su estrategia. Las redes favorecen al trol que quiere hacerse presente y consigue ocupar el centro del espectáculo. Desplaza a sus adversarios fuera de escena. Y también a gran parte del público. Aquellos a quienes el show les resulta demasiado indigno e indignante. Mientras otros muchos no se lo toman en serio, pero se contagian y viralizan sus astracanadas y desafueros.
La propaganda negativa esparció tanta basura, tanto meme y memez viral, que ahuyentó a los opositores de las urnas. De hecho, Hillary perdió mucho más voto del que Trump ganó, respecto a anteriores candidatos demócratas y republicanos. Jóvenes profesionales liberales, negros y mujeres fueron los objetivos a batir. Recibían, a traves de FB noticias falsas, ajustadas y exclusivas para su perfil. Otros sectores, leían “noticias” diferentes. Anuncios y mentiras personalizados, indistinguibles, viralizados ad nauseam en cámaras de eco, cada vez más polarizadas.
¿Democracia? Sí, pero con menos votos. Y sin diálogo entre los candidatos. Tampoco entre los electores. El triunfo en las redes se alcanza fabricando mayorías electorales, enfrentando a los votantes y provocando la huida del contrario. Expulsándole del show.
Cayeron embelesados ante las pantallas de Trump quienes habían sido olvidados (y despreciados) por el periodismo convencional. Dependiente, primero, de las fuentes oficiales del partido demócrata y republicano. Y, luego, de los likes y retuits en su versión digital. Con cierta razón, el electorado no encuentra diferencia entre noticias y spots. Los gabinetes de prensa y la publicidad no ofrecen evidencias sino juicios de valor, emociones y sensaciones.
El mensaje electoral cambia según convenga en un flujo autopromocional que quiere secuestrar nuestra atención. No guarda coherencia con la realidad. Pero, un buen espectáculo acapara y cautiva, globos oculares. Entretiene y encandila. Está hecho a medida, gracias a los datos que regalamos a Facebook y que la plataforma no se molesta demasiado en proteger. Perdido el sentido de la realidad, la democracia parece haber enloquecido. Retomemos el control sobre nuestros teclados. Empecemos clickando en deletefacebook.com.
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