El llamado proceso de paz, la solución de dos Estados, “la fórmula de paz por territorio” y todo el resto de agotados clichés llevan muertos y en estado de descomposición mucho tiempo ya. Pero el anuncio de Trump de reconocer oficialmente Jerusalén como capital de Israel ha puesto también fin a la ilusión de que EEUU estuvo alguna vez interesado en conseguir una paz justa y duradera entre Israel y sus vecinos.
¿Les queda algo por decir a todos aquellos que pusieron en suspenso el proyecto nacional palestino de liberación durante casi tres décadas, esperando que EEUU cumpliera su autodesignado papel de “mediador honesto de la paz”?
El movimiento Fatah del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, declaró un “día de la ira” en respuesta al anuncio de Trump. Una forma de desviar la atención de la crisis real que nos ocupa: el hecho de que la AP ha fracasado miserablemente al haber arrendado el destino de Palestina a Washington y, por extensión, también a Israel.
El reciente love affair
“He decidido que es hora ya de reconocer oficialmente a Jerusalén como capital de Israel”, dijo Trump en Washington. El aguerrido presidente ha hecho lo que muchos le habían pedido que no hiciera. Pero la verdad es que la política exterior estadounidense lleva años en bancarrota. Nunca fue justa, ni siquiera intentó serlo.
Las palabras de Trump desde Washington fueron una versión domesticada del comunicado que hizo el pasado año ante el lobby de Israel.
En marzo de 2016, el candidato republicano a la presidencia, Trump, pronunció su famoso discurso ante el Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí (AIPAC, por sus siglas en inglés). Fue entonces cuando reveló el tipo de político que verdaderamente es. Para los niveles de Washington, era un “buen político”, alguien carente de valores.
En su discurso hizo muchas promesas a Israel. La gran multitud allí reunida no podía contener el vértigo.
De las muchas afirmaciones falsas y promesas peligrosas que Trump hizo, hubo alguna particularmente única, ya que ofreció unas primeras pistas de cómo iba a ser la futura política de su administración respecto a Israel y Palestina. Las señales no fueron muy prometedoras:
“Cuando EEUU apoya a Israel, las oportunidades de paz aumentan real y exponencialmente. Esto es lo que sucederá cuando Donald Trump sea presidente de los Estados Unidos”, declaró, una afirmación fraudulenta que fue precedida de fuertes aplausos y que terminó incluso con un júbilo aún más arrollador.
“Trasladaremos la embajada estadounidense a la capital eterna del pueblo judío, Jerusalén”, anunció. La mezcla de vítores y aplausos fue ensordecedora.
Sin embargo, la verdad es que la historia de amor de Trump con Israel es en realidad relativamente reciente. En el pasado había hecho varios pronunciamientos que habían irritado de hecho a Israel y a sus poderosos patrocinadores estadounidenses. Pero cuando crecieron sus posibilidades de convertirse en el candidato republicano, también aumentó su disposición a decir cuanto fuera necesario para ganarse la aprobación de Israel. ¿Acaso no es ese el American way de hacer política?
Ahora que Trump es presidente, está desesperado por mantener el apoyo del mismo electorado que fue ante todo el que le llevó a la Casa Blanca. El electorado cristiano- evangélico, conservador y de derechas, sigue siendo la base de su accidentada presidencia.
Por tanto, el 4 de diciembre, Trump levantó el teléfono y empezó a llamar a los dirigentes árabes para informarles de su decisión de anunciar una medida que llevaba años retrasándose: trasladar la embajada de EEUU de Tel Aviv a Jerusalén.
Los árabes echaban humo, o quizá necesitaban jugar a echarlo, porque esa medida iba seguramente a crear más desestabilización en una región que lleva años inmersa en un curso destructivo. Gran parte de esa inestabilidad es el resultado de las políticas equivocadas de EEUU, basadas en guerras injustificables, y de su ciego apoyo a Israel.
Además, el campo proestadounidense de Oriente Medio ha estado inmerso en constantes conflictos, divisiones internas y un sentimiento creciente de abandono por parte de EEUU.
¿Por qué Jerusalén?
Trump, al declarar que Jerusalén es la capital de Israel, ha eliminado una piedra angular de la política exterior de EEUU en Oriente Medio. Ya no puede haber conversaciones sobre la “solución de dos Estados”, un “Estado palestino con Jerusalén Este como su capital” y todo el resto de tópicos que definieron durante décadas el discurso político estadounidense en la región.
Peor aún, las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas han servido desde 1967 de distintivo del enfoque de EEUU respecto al denominado “conflicto palestino-israelí”. Las resoluciones piden la retirada israelí de los territorios que ocupa desde la guerra de 1967. Desde entonces, Jerusalén Este ha sido reconocida por el derecho internacional, e incluso por todos los países que establecieron lazos diplomáticos con Israel, como parte integral de los Territorios Ocupados.
La reciente decisión de Trump constituye un giro total en el enfoque de EEUU, no sólo respecto a su propia definición funcional de los esfuerzos por la paz, sino frente a todo Oriente Medio, considerando que Palestina e Israel han estado en el centro de la mayor parte de los conflictos de la región.
En marzo de 2016, cuando Trump anunció eufóricamente sus intenciones de trasladar la embajada de su país a Jerusalén, bien pudo parecer que hablaba como cualquier político estadounidense: haciendo elevadas promesas que no pueden cumplirse.
Quizá, pero hay factores que hicieron que este traslado de su embajada resultara una opción atractiva para la administración Trump.
EEUU está actualmente experimentando una inestabilidad y polarización política sin precedentes. Los comentarios sobre una posible destitución del presidente van cobrando impulso, a la vez que sus funcionarios están siendo llevados ante los investigadores del Departamento de Justicia a partir de diversas acusaciones, incluso de colusión con potencias extranjeras.
En estas circunstancias, no hay decisión o tema que Trump pueda abordar sin encontrarse inmerso en una tormenta política, excepto en una cuestión, que es la de Israel. Estar a favor de Israel ha unido históricamente a los dos partidos principales de EEUU, al Congreso, a los medios de comunicación y a muchos estadounidenses, entre ellos la base política de Trump.
De hecho, cuando el Congreso aprobó el Acta de la Embajada de Jerusalén en 1995, violando supuestamente su función legislativa, el interés de Trump por la política era bastante fortuito y enteramente personal.
Colusión
El Congreso fue incluso más lejos. Tratando de retorcerle el brazo a la Casa Blanca, añadió una cláusula, dándole a la administración hasta mayo de 1999 para cumplir los dictados del Congreso o enfrentarse a un recorte del 50% en el presupuesto del Departamento de Estado asignado a la “Adquisición y Mantenimiento de Edificios en el Extranjero”.
Fue un ultimátum imposible. EEUU, por entonces, se había posicionado como “mediador honesto por la paz” en el proceso de paz, un marco político que definía toda su perspectiva de la política exterior estadounidense en Oriente Medio.
Para evitar violar el derecho público del Congreso y mantener un hilo, aunque delgado, de credibilidad, cada presidente estadounidense ha firmado una exención por seis meses; un tecnicismo en la Sección 7 de la ley que permitía a la Casa Blanca aplazar el traslado de la embajada.
Avance rápido hacia el discurso de Trump ante el AIPAC. Su promesa de trasladar la embajada parecía entonces algo meramente frívolo y oportunista.
Sin embargo, esa fue una valoración equivocada. La colusión entre el equipo de Trump e Israel empezó incluso antes de que entrara en el Despacho Oval. Trabajaron juntos para socavar los esfuerzos de la ONU en diciembre de 2016, que intentaba aprobar una resolución condenando los continuados asentamientos ilegales de Israel en los Territorios Ocupados, incluyendo Jerusalén.
Los nombres de los individuos afiliados a la política de la administración hacia Israel dice mucho de la naturaleza mesiánica de la perspectiva futura del gobierno. David Friedman, el abogado de la bancarrota de Trump, fue designado embajador de EEUU en Israel; Jason Greenblatt fue nombrado alto negociador de la administración para Oriente Medio. Ambos hombres eran conocidos por sus puntos de vista extremistas pro-Israel, puntos de vista que incluso los medios dominantes estadounidenses consideraban peligrosos.
Jared Kushner, yerno de Trump y buen amigo del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, fue el elegido para dirigir los esfuerzos de “paz”. Claramente, la dedicación de Trump a Israel no es algo efímero.
Al aceptar la anexión ilegal por Israel de la Jerusalén Este ocupada, Trump pone fin a una táctica política estadounidense que duraba décadas: la de apoyar incondicionalmente a Israel mientras se presentaba como parte honesta y neutral.
Aunque su decisión tiene como objetivo apaciguar a Israel, sus aliados estadounidenses en el gobierno y su base de fundamentalistas y conservadores, está también arrancándose una máscara que todos los presidentes de EEUU han ido desgastando durante décadas.
No obstante, la decisión de Trump, aunque alterará el delicado equilibrio político en Oriente Medio, no anulará ni revertirá el derecho internacional. Significa simplemente que EEUU ha decidido dejar de fingir y pasarse completamente al campo israelí, aislándose aún más del resto del mundo al desafiar abiertamente el derecho internacional.
Y al hacerlo así negará, cosa rara, el paradójico papel que forjó para sí mismo en los últimos cincuenta años: el de pacificador.
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El Dr. Ramzy Baroud lleva más de veinte años escribiendo sobre Oriente Medio. Es un columnista internacional, consultor de medios, autor de varios libros y fundador de PalestineChronicle.com. Su último libro es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story” (Pluto Press, Londres). Su página web es: www.ramzybaroud.net
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
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