Alejandro Nadal, La Jornada
Muchos analistas han asimilado la dinámica que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos con la de un movimiento parecido al fascismo. De hecho, el calificativo de fascista se utiliza con frecuencia para designar al mismo señor Trump. Y esto se ha multiplicado a raíz de los acontecimientos de Charlotesville, en el estado de Virginia, donde un desfile de neo-nazis culminó con el asesinato de una mujer que protestaba contra el despliegue de odio de los manifestantes y sus banderas con la suástica. Trump equiparó en repetidas ocasiones a los neo-nazis con los manifestantes que se les oponían. Para muchos sus palabras le hacen merecedor del calificativo de fascista.
La utilización de esta terminología para describir movimientos políticos también se usa en Europa, especialmente para los casos de los gobiernos de Beata Szydlo en Polonia y de Víctor Orbán en Hungría. Pero hay algo que no está bien en este lenguaje.
En una conferencia dictada a principios de este año, Alberto Toscano, de la Universidad de Londres, presenta un análisis interesante sobre esta forma de describir el auge del populismo de derecha. (El texto puede encontrarse en historicalmaterialism.org). Para Toscano la analogía con el fascismo tiene serios límites que es necesario comprender para poder avanzar a nivel analítico. Para empezar, el fascismo que se impone en Italia en 1922 y después en Alemania en 1933 está íntimamente ligado a la respuesta de la clase capitalista frente al vigoroso ascenso del movimiento obrero. Las contra-instituciones que este movimiento pudo construir (aquí utilizo la terminología de Antoni Domenech en su magistral libro El eclipse de la fraternidad) en lo político y en lo cultural llegaban a amenazar las mismas bases de la reproducción de las relaciones sociales del capitalismo. Detener el ascenso y avance de la lucha obrera era un imperativo aunque para ello fuera necesario recurrir a una parte de las masas que no eran amigas del capitalismo. Así, después de algunos titubeos, las clases capitalistas aceptaron financiar y apoyar a los movimientos fascistas que ya se nutrían de los elementos más rezagados de la sociedad y que estaban a la deriva en las aguas estancadas de la historia, con tal de destruir las contra-instituciones que la clase obrera había erigido.
Según Toscano, la mayor parte de los análisis sobre el fascismo encontraron un vínculo directo entre la necesidad de eliminar un obstáculo que amenazaba la acumulación de capital, aunque para ello fuera necesario destruir lo que quedaba de la democracia parlamentaria liberal. Desde esta perspectiva, el fascismo fue la solución que impuso la clase dominante frente al desafío planteado por la clase obrera bien organizada. Pero hoy, como afirma Toscano, no estamos en presencia de algo que se asemeje a las condiciones de los años 1922-1933 en Europa. En la actualidad no hay nada en el mundo que se parezca a una amenaza de una clase trabajadora bien organizada en contra de la hegemonía del capital. Y por lo tanto, no se justifica la analogía de una presidencia enferma como la de Trump con la historia del fascismo.
Sí es cierto que el ritmo de acumulación de capital se ha frenado (y por eso los economistas del establishment hablan de estancamiento secular). Pero los obstáculos no provienen de una clase obrera militante y bien organizada, sino de factores como el dominio del capital financiero, la sobreproducción, la desigualdad creciente y su corolario, la debilidad crónica de la demanda efectiva. Por ningún lugar asoma la cabeza algo que se parezca a las contra-instituciones que la clase obrera podría poner en pie para asegurar la transición a otro tipo de relaciones económicas.
Entonces ¿cómo dar cuenta de los rasgos fascistoides que marcan la presidencia de Trump y los movimientos de extrema derecha en Europa? Para intentar responder Toscano se refiere a los análisis sobre el fascismo que van desde Ernst Bloch y la Escuela de Frankfurt, hasta las intuiciones de Georges Bataille y de Pier Paolo Pasolini. Esas reflexiones son ciertamente muy relevantes. Pero desde mi perspectiva no justifican dejar de lado el papel que ha jugado una izquierda institucional, cada vez más timorata y preocupada por ganar más votos que por realizar un trabajo político relevante.
En el caso de Estados Unidos la traición del partido demócrata en contra de la clase trabajadora es un elemento clave para explicar el desencanto de una parte importante del electorado que votó por Trump, castigando así a la corrupta dinastía Clinton tan ligada a Wall Street. Recientemente, el teórico Franco Berardi, fundador de Radio Alicia en Bolonia, señaló que los trabajadores que se vieron traicionados por la izquierda institucional-reformista se han vengado y la han castigado, votando por candidatos como Trump. En ese sentido, dice Berardi, la izquierda institucional-reformista abrió las puertas al fascismo por haber escogido servir al capitalismo financiero y por aplicar las reformas neoliberales. El castigo a la hora de votar no se ha hecho esperar.
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