viernes, 16 de junio de 2017

Helmut Kohl, el canciller de la Europa alemana

Juan Carlos Monedero, Público

Siendo estudiante en Heidelberg recuerdo una visita de Kohl a la ciudad, vecina a su natal Ludwishafen. Nos habíamos manifestado pocos meses antes en contra de la primera guerra del Golfo. La presencia en Alemania de bases norteamericanas, especialmente en Heidelberg, donde tenían el Cuartel General, hacía que la represión de las manifestaciones siempre fuera violenta (la rendición incondicional de Alemania en la Segunda Guerra Mundial les dejó sin ejército y ocupados). Ya antes la policía había demostrado su dureza contra las protestas ciudadanas contra la “doble decisión” de la OTAN, tomada en 1979 por el SPD de Helmut Schmidt pero ejecutada por Kohl. Esta decisión, en el contexto de la guerra fría, implicaba desplegar en suelo europeo 572 misiles Pershing y Cruisse (los “euromisiles”), como respuesta a la negativa de la URSS de retirar los SS-20 suyos.

En el entorno universitario alemán, había un gran rechazo a Kohl, pues se le identificaba como un político profesional tosco y sin estilo (desde las filas socialistas le llamaban “pera” por el contorno de su cabeza), que había ocupado la posición de Canciller en 1982 sólo gracias a un cambio de alianzas de los socios liberales. Aprovechando que un sector del SPD se opuso al despliegue de los euromisiles, el oportunista FDP, el Partido Liberal Alemán (FDP), que empezaba su etapa neoliberal y expansionista, abandonó su apoyo a los socialistas y pasó a hacer de muleta de los democristianos. Lo cierto es que Kohl era doctor en historia por Heidelberg, con una tesis sobre “El desarrollo político en el Palatinado y el resurgimiento de los partidos después de 1945”, pero su mala dicción y sus problemas con los idiomas le hicieron siempre objeto de burla (aun más en comparación con su antecesor, Helmut Schmidt, un intelectual reconocido).

La comparación con Mitterrand era constante. En el despliegue de los euromisiles, Mitterrand estuvo mano con mano con Kohl. Era el tiempo del eje París-Bonn donde los franceses mantenían a los alemanes comprometidos con Europa. Pero la batuta siempre estuvo del lado francés. Los alemanes perdieron la guerra, no tenían soberanía y sobre ellos pesaba con dureza la culpa de una guerra que dejó sobre suelo europeo más de cincuenta millones de muertos. Un comentario era común en Alemania cada vez que Mitterrand y Kohl salían juntos: “un hombre grande al lado de un gran hombre”.

La muerte de Helmut Kohl (1930-2017) en su natal Ludwigshafen está siendo utilizada, como no podía ser de otra manera, para que la Europa alemana -que está acabando con la idea democrática de Europa- vuelva a ganar la guerra fría. Los elogios a Kohl siempre son los mismos: “era un gran europeísta”. Pero eso es solo, como mucho, la mitad de la verdad. El mayor o menor europeísmo de Alemania está en virtud de la mayor o menor fuerza de Francia. De hecho, hoy, una Francia debilitada ha permitido que los alemanes vuelvan a campar por sus respetos. No es una cuestión de personalidades: es una cuestión de política y de capacidad económica de los demás europeos respecto del expansionismo alemán.

Kohl, un político profesional, se salvó por pelos de pasar a la historia como un político más del montón. En septiembre de 1989, en la víspera de la caída del Muro de Berlín (el 9 de noviembre), ganó con grandes dificultades el congreso de su partido en Bremen. Desde dentro de su partido afirmaron que quien decidió que Kohl ganase aquel congreso fue el Deutsche Bank. En sus memorias, Kohl explicaría que la apertura de la frontera con Hungría para que salieran los refugiados de la RDA fue una maniobra para dotarle de fuerza en aquel congreso de Bremen. Un año después de la unificación perdió su puesto como Presidente de honor de la CDU por un escándalo de financiación ilegal de su partido que le señalaba a él como responsable. Cinco días antes de la caída del Muro de Berlín, fue emitida una orden de detención contra el tesorero del partido Walther Leisler Kiep. Tras la dimisión de Kohl, aparecería una persona que tendría como misión olvidar buena parte del pasado de la CDU: Angela Merkel, una política proveniente de la desaparecida RDA.

Una historia que no se suele contar es que Mitterrand exigió a Kohl el euro para concederle la unificación alemana. La rendición incondicional de Alemania firmada por Jodl y Keitel en 1945 implicó que nunca se acordó un tratado de paz. De manera que cuando cae el Muro, la unificación no podía llevarse a cabo sin la autorización de Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS. Fuel el Tratado 2+4 (a donde terminaron invitando también a una Polonia asustada). Kohl aceptó compartir el marco alemán, pero a cambio estableció las condiciones del euro que nos han traído al actual vaciamiento democrático de la UE. El principal valor europeísta de Helmut Kohl fue el Tratado de Maastricht, que está en el origen de buena parte de nuestros problemas actuales.

La capacidad nuclear de Francia siempre ha sido el factor esgrimido para frenar a Alemania. De ahí que los alemanes siempre hayan preferido a la OTAN, que les otorgaba el paraguas americano y les relevaba de la sumisión francesa. Kohl siempre asumió esa correlación de fuerzas. Hasta la unificación el 3 de octubre de 1990. Hasta ese momento, Europa se había construido con un equilibrio donde la condición de “gigante económico y enano político” de Alemania tenía que ver con las dos guerras que había protagonizado entre 1914 y 1939. A partir de ese momento, algo cambia en Alemania. ¿Ha sido realmente Helmut Kohl un europeísta? En 1990 la capital se trasladó de Bonn, a donde había sido llevada tras la derrota del Reich, para llevarla de nuevo a Berlín. Lejos de París. Kohl fue un entusiasta defensor de esa medida. De la misma manera que defendió la participación en la guerra de Yugoslavia, que supuso la primera intervención alemana exterior desde la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de una nueva geopolítica.

Kohl siempre le agradeció a Felipe González su apoyo a la Reunificación. Recuerdo la visita de ambos a un viejo Ernst Jünger en Wilflingen. Jünger fue un conservador que había estado entre las influencias intelectuales del nazismo como defensor de la guerra y la mística de la violencia. Esa relación sirvió para que Kohl viera con buenos ojos los fondos estructurales que beneficiarían a España durante una buena temporada. González siempre entendió que prefería una Alemania poderosa con la que presentarse sumiso antes que tener que lidiar con una Francia que no suele ser amable con España. González, que había montado el PSOE con la financiación que le entregó Willy Brandt, mantuvo una buena relación con Kohl y una misma lógica. A la larga, esa mirada geopolítica no ha sido acertada. Una España desindustrializada, periférica, pensada en su relación con Alemania como atención a los jubilados alemanes es el balance de esa relación. Bueno, añadamos la infraestructura de autopistas y el AVE.

Algo similar ocurrió con la RDA. Cuando la ciudadanía tumba el Muro de Berlín, se puso en marcha un proceso para redactar una nueva Constitución discutida popularmente. Los movimientos de la disidencia en la RDA fueron los que impulsaron esa nueva Constitución que debiera haber servido para conjuntar el compromiso social de la Alemania oriental con el compromiso con el estado de derecho y las libertades individuales de la Alemania occidentel. Fue Helmut Kohl quien frenó ese proceso, articulando la unificación desde la Constitución alemana (la Grundgesetz). De hecho, la Ley Fundamental de Bonn tenía ese nombre y no el de Constitución alemana a la espera de la reunificación. El nombre se mantuvo porque no tenía sentido cambiar el nombre cuando no cambiaba nada el contenido.

El “Canciller de la unidad” fue el símbolo de la victoria del bloque occidental en la guerra fría. No en vano recibió el premio Henry Kissinger en 2011. Junto con Margaret Thatcher y Juan Pablo II representaron la nueva etapa neoliberal que se construyó desde el ánimo de desquite anticomunista. El ansia de revancha que expresó Kohl junto con Ronald Reagan desordenó Europa. El reconocimiento al margen de la Unión Europea de Croacia en 1992 desencadenó el desastre de Yugoslavia. Ese ánimo revanchista condujo a la URSS a una desordenada disolución que hoy se expresa en forma revanchista con la agresividad de Putin. Alimentaron la imposibilidad de que sectores democráticos prosperaran en Oriente Medio y dieron alas a la impunidad de Israel. Celebrar a Helmut Kohl como un paladín de la democracia europea es un exceso que sólo sirve para escribir la historia como mera justificación del presente. Helmut Kohl ya está en la historia como el Canciller de la Unificación alemana. Y nada le va a sacar de ese lugar. Pero visto de cerca el retrato no es tan amable. Un presidente acusado de corrupción, que hundió la economía de la mitad de Alemania, que hizo despedir a profesores, jueces y funcionarios de la RDA tras la unificación (el modelo de transición española allí no valía), que desmembró a Yugoslavia, que entregó a la URSS en manos de las mafias, que desestabilizó Oriente Medio y que sentó las bases para la ruptura actual de la Unión Europea con el Tratado de Maastricht y la voluntad de “alemanizar Europa” no parece un gran estadista. A no ser que sigamos mirando con aquel arrobo provinciano con el que Pepe Sacristán se fue de emigrante a Alemania.

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