Paul Krugman, El País
Una lección triste que he aprendido en los últimos años es que la economía es una disciplina mucho más política de lo querríamos creer. Bueno, es una forma de hablar. Pero antes de la crisis financiera, muchos economistas —incluso, hasta cierto punto, el que suscribe— pensaban que había un consenso profesional considerable en relación con algunos temas importantes.
Esto era especialmente cierto en el caso de la política monetaria. No han pasado tantos años desde que el Gobierno de George W. Bush declarase que una de las lecciones que habíamos aprendido tras la recesión de 2001 y la recuperación que la siguió era que “las políticas monetarias decididas pueden acortar y suavizar una recesión”. Entonces, sin duda, tendría que haber un consenso bipartidista a favor de una política monetaria más decidida a fin de combatir la crisis de 2007-2009, que era mucho peor. ¿No es así?
Pues no. He escrito muchas veces sobre el fenómeno del sadomonetarismo, la exigencia constante de que la Reserva Federal y otros bancos centrales dejen de intentar crear empleo y, en vez de eso, suban los tipos de interés, independientemente de las circunstancias. He indicado que la persistencia de este fenómeno tiene mucho que ver con la ideología, la que a su vez tiene mucho que ver con los intereses clasistas. Y sigo pensando que es así.
Pero ahora creo que los intereses clasistas también influyen a través de un canal más rudimentario y directo. Dicho de forma bastante simple, las políticas presupuestarias expansivas, aunque pueden ayudar al conjunto de la economía, perjudican directamente a aquellos que obtienen muchos de sus ingresos de los bonos y otros activos que generan intereses (y estos son, fundamentalmente, los más ricos, en concreto el 0,01% con ingresos más altos).
Ésta es la historia hasta la fecha: la Reserva Federal lleva más de cinco años enfrentándose a las durísimas críticas de una coalición de economistas, expertos, políticos y magnates del sector financiero que le advierten de que está “degradando el dólar” y allanándole el camino a una inflación descontrolada. Uno podría pensar que el hecho de que esta predicción sobre la inflación siga sin materializarse serviría, al menos, para que se replanteasen las cosas, pero no es así. Algunos de los detractores se han sacado de la manga nuevos argumentos para no modificar sus demandas políticas —¡es por la inflación! No, ¡es por la estabilidad financiera!—, pero la mayoría se ha limitado a seguir repitiendo las mismas advertencias.
¿Quiénes son estos detractores que siempre se equivocan y nunca tienen dudas? Sin ninguna excepción que yo recuerde, provienen de la derecha del espectro político. ¿Pero por qué los sentimientos de derechas tienen que ir de la mano de la paranoia de la inflación? Una posible respuesta es que utilizar la política monetaria para combatir las crisis es una forma de activismo gubernamental. Y los conservadores no quieren legitimar la idea de que la acción gubernamental pueda, en algún caso, tener efectos positivos, porque una vez que se admite eso, se puede terminar respaldando cosas como un seguro sanitario garantizado por el Gobierno.
Pero quienes defienden los intereses de los ricos tienen un motivo mucho más simple para quejarse de las políticas presupuestarias expansivas: los ricos obtienen una parte importante de sus ingresos de los intereses sobre los bonos, y la política de los tipos de interés bajos ha reducido enormemente dichos ingresos.
Las quejas sobre los tipos de interés bajos suelen formularse en relación con el daño que se les está haciendo a los jubilados estadounidenses que viven de los intereses de sus certificados de depósitos. Pero los cobros de intereses de los estadounidenses de la tercera edad van a parar básicamente a una minoría pequeña y relativamente acomodada. En 2012, el jubilado estadounidense medio que cobra intereses obtuvo más de 3.000 dólares, pero la mitad del colectivo recibió 255 dólares o menos. Los que en realidad salen perdiendo con los tipos de interés bajos son los verdaderamente ricos (ni siquiera el 1%, sino el 0,1% o 0,01% más adinerado). Allá por 2007, antes de la crisis, un miembro medio del 0,01% ingresaba tres millones de dólares anuales en intereses (en dólares de 2012). En 2011, esa cifra había caído hasta los 1,3 millones de dólares (una pérdida equivalente a casi el 9% de los ingresos del colectivo en 2007).
Eso es mucho dinero, y seguramente explica gran parte de la histeria en torno a las políticas de la Reserva Federal. Los ricos tienen incluso más tendencia que la mayoría de la gente a creer que lo que es bueno para ellos es bueno para Estados Unidos (y su riqueza y las influencias que compra garantizan que siempre habrá abundancia de supuestos expertos dispuestos a encontrar justificaciones para esa actitud). De ahí el sadomonetarismo.
Lo que me lleva de nuevo a la politización de la economía.
Antes de la crisis financiera, muchos gobernadores de bancos centrales y economistas vivían, ahora está claro, en un mundo de fantasía y se imaginaban que eran tecnócratas aislados de la refriega política. Después de todo, su trabajo consistía en llevar el timón de la economía por entre los bajíos de la inflación y la depresión, ¿y quién podría poner objeciones a eso?
Resulta, sin embargo, que usar la política monetaria para combatir la depresión, aunque beneficie a la inmensa mayoría de los estadounidenses, no beneficia a una pequeña minoría adinerada. Y, en consecuencia, la política monetaria está tan metida en los conflictos ideológicos y de clase como la política fiscal.
La verdad es que, en una sociedad tan desigual y polarizada como la que ha llegado a ser la nuestra, casi todo es político. Acostúmbrense a ello.
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