William K. Black, Sin Permiso
El Banco Central Europeo (BCE), por exigencia del gobierno alemán, fue creado con una sola misión: la estabilidad de precios. Su monomisión representaba un explícito rechazo de la misión dual de la Reserva Federal estadounidense: estabilidad de precios y pleno empleo. La explicación habitual de esa opción es la inveterada fobia de Alemania a la inflación, una fobia nacida de la terrible experiencia de la República de Weimar con la hiperinflación. La hiperinflación desacreditó a la República, y suele culpársela de los éxitos electorales de Hitler. Sin embargo, hay que ser cauto con esa explicación, pues no fueron las exigencias de la poblaciónn alemana lo que empujó a la creación del BCE. La creación del euro llevó a la creación del BCE. Las encuestas mostraban que, de haber prevalecido la opinión pública alemana, Alemania habría rechazado ampliamente la adopción del euro. Los empresarios alemanes, particularmente los bancos, fueron los que empujaron a Alemania a adoptar el euro, asegurándose de que la población alemana no pudiera votar sobre la creación del euro y la adopción de esta moneda por Alemania.
La banca alemana no se fiaba de Italia, y exigió que la única misión encargada al BCE fuera la de prevenir la inflación (más precisamente: cualquier inflación por encima de un 0,5% anual). El BCE tenía que desempeñarse estrictamente conforme a la línea de guerra santa antiinflacionista del Banco Central alemán. El diseño de un BCE exclusivamente centrado en frenar la inflación creó tensiones políticas con Francia, el socio de Alemania en la dirección de la UE. Francia exigió con éxito que el primer director del BCE sirviera sólo la mitad de un mandato, siendo sucedido por un funcionario francés. La obsesión alemana con evitar hasta una modestísima inflación era, sin embargo, compartida por muchos banqueros centrales, independientemente de su nacionalidad, de modo que estos veteranos actuaron como si de conservadores banqueros centrales alemanes se tratara.
El BCE se jactó de su monovisión y afirmó su superioridad sobre el modelo estadounidense. La monomisión era la perfecta compañía para el ascendente culto rendido a la teoría económica teoclásica. El uso activo de la política fiscal para contrarrestar las recesiones se convirtió en anatema, un instrumento del diablo keynesiano. El dogma teoclásico era tan claro como arrogante: 1) los gobiernos democráticos tienen incentivos perversos para buscar niveles de desempleo bajos; los cuales 2) crean un sesgo político-económico inflacionario, que 3) sólo puede contrarrestarse disponiendo de un banco central rigurosamente independiente, instituido 4) con una monovisión estatutariamente fijada que lo oriente exclusivamente a la prevención de la inflación cualquiera que se el impacto a corto plazo de eso en el desempleo 5) con una creencia inamovible en la idea de que acabar con la inflación minimiza automáticamente el desempleo a largo plazo.
En substancia, el BCE declaraba que la inflación causa recesiones y que los incrementos salariales traen consigo la inflación. El dogma del BCE sobre el desempleo es internamente contradictorio. El BCE (generalmente) creía en la Curva de Phillips: reducir el desempleo inevitablemente incrementa la inflación, y una devoción fanática por el mantenimiento de la estabilidad de precios maximiza el empleo.
El problema, según no pocos economistas observaron cuando se creó el euro, es que esas políticas del BCE, sumadas a las severas restricciones (precisamente en plena recesión) del pacto de la UE por “el crecimiento y la estabilidad”, llevarían ineluctablemente a la crisis cuando la UE se enfrentara a una recesión grave. Los economistas críticos del euro señalaron en su día que el escenario más desagradable sería una recesión de harto mayor gravedad en la periferia que en el centro, pues las políticas del BCE se fijarían por el núcleo franco-alemán, con mínima participación de la periferia. El núcleo exigiría austeridad, lo que atenazaría a una periferia incapaz de devaluar, dada la adopción del euro, e incapaz de adoptar políticas fiscales contraciclicas, dado el oximorónico pacto de “crecimiento y estabilidad”. En una recesión grave, eso expondría a los países periféricos a ataques a su deuda pública. Las naciones que adoptan el euro ceden su soberanía fiscal y su soberanía monetaria. La teoría del euro y del BCE significaba dejar que los pueblos de la periferia flotaran lánguidamente en el aire en caso de una recesión grave.
El BCE se jactaba realmente de su política de indiferencia hacia el sufrimiento de los periféricos. El BCE se revelaba en su insistencia en lo que podría llamarse “amor bronco” por esa periferia meridional de que no hay que fiarse ni un pelo. La inhumanidad de la monomisión del BCE era intencionada. Sin embargo, las consecuencias no intencionadas de la monovisión del BCE amenazan la supervivencia del euro del propio BCE. En efecto, las consecuencias no intencionadas muestran las graves limitaciones de la devoción franco-alemana por crear una “Unión Europea cada vez más unida”. La Gran Recesión ha mostrado que los alemanes y los franceses nunca se sintieron realmente parte de una nación europea, nunca creyeron estar tratando con connacionales necesitados. No; se les requirió para rescatar a griegos indolentes, a irlandeses holgazanes y a irrelevantes portugueses. La disposición de los dirigentes alemanes a rescatar la periferia no tiene prácticamente nada que ver con la solidaridad de la UE y tiene prácticamente todo que ver con el rescate de la banca alemana a través de un mecanismo “indetectable por radar”.
Ineluctablemente, el BCE tendrá que realizar cuatro tareas, si se quiere evitar que el euro vaya de crisis en crisis, hasta el colapso. Además de luchar contra la inflación grave, el BCE tiene que: 1) minimizar el desempleo; 2) servir como prestador de última instancia a las naciones miembro y a los bancos, 3) hacer las veces de “regulador de toque de atención” para prevenir la epidemia del control fraudulento de la contabilidad en los bancos de la UE que hiperhincharon burbujas financieras, generaron la insolvencia de los mayores bancos de la UE y causaron las crisis financieras que provocaron el colapso de centenares de mercados financieros trayendo consigo la Gran Recesión. Sin embargo, bajo sus actuales estatutos monovisión, al BCE no le está permitida la realización de estas otras tres tareas. Con todo y con eso, la perspectiva de quedarse colgado en un par de semanas (si no menos) aguza las prodigiosamente las mentes de los banqueros centrales de Francfort. Una y otra vez, el BCE ha saltado por encima de sus principios y se ha saltado la ley por la que se rige su misión. La necesidad ha forzado al BCE a adoptar la función de prestador de último recurso y a meterse la harina –substancialmente económica, con independencia de la estructura nominal— del rescate de bancos y de países miembros.
No obstante, el BCE permanece indiferente al desempleo de la periferia. En efecto, la exigencia del BCE de programas de austeridad (en Irlanda) que nuestra CIA llamaría “draconianos” es la principal causa del aumento del desempleo en buena parte de la periferia. Las políticas procíclicas del BCE son económicamente analfabetas y no harán sino generar crisis económicas y políticas recurrentes en la periferia, políticas que no tardarán en traer al poder político a algunos de los más odiosos extremistas políticos de la UE. Si el BCE sigue con sus políticas procíclicas, lo que obtendrá es una década perdida en la periferia y la salida del euro de varias naciones.
El BCE sigue ciego a la necesidad perentoria de asegurar una regulación financiera efectiva, señaladamente de las instituciones sistémicamente peligrosas (ISPs), si el euro y el propio BCE quieren mantenerse a flote con eficacia. El control contable fraudulento impulsa las crisis en varias naciones europeas. Esas crisis ponen en peligro a la UE, al BCE y al euro. Los reguladores deben poner fin a la “dinámica de Gresham”, causante de que el mal comportamiento ético expulse la buen comportamiento ético de los mercados financieros. La regulación financiera de la UE está aquejada de lo que los autores del libro Guaranteed to Fail [Una caída garantizada] (Princeton, 2011) llaman la “carrera hacia el abismo”. Esa perversa carrera hacia políticas antirregulatorias no puede quebrar la “dinámica de Gresham” creada por el fraude del control contable, que lleva a burbujas financieras hiperhinchadas y al fraude endémico. Las naciones por sí solas no pueden romper la “dinámica de Gresham”. Pueden desplazar el fraude hacia otras naciones haciendo de “reguladores de toque de atención”, pero no pueden proteger a la UE. Solo el BCE está en situación de suministrar la regulación efectiva capaz de romper la dinámica de Gresham en el conjunto de la UE.
Como era predecible, el BCE se ha saltado sus principios y ha rebasado la monomisión de la que tanto se jactaba. Su monomisión pone en peligro la capacidad para responder a la crisis de la deuda (no tan) soberana de la periferia y a las crisis de deuda privana y pública de los bancos europeos. El BCE necesita saltarse sus principios y la ley para reducir el grave desempleo y el terrible sufrimiento económico causado por la actual crisis, convirtiéndose en el efectivo regulador capaz de prevenir o al menos mitigar seriamente las crisis venideras.
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