Jorge Rodríguez Rodríguez *, Público
Donald Trump presentó su plan de "paz" para Gaza y el mundo ya puede respirar tranquilo. "La guerra ha terminado", declaró. La vida seguirá su curso. Gaza vive bajo un enorme escombro perpetuo, Cisjordania sigue ocupada y Netanyahu en el poder. Pero la guerra acabó.
Los 20 puntos del "plan Trump" constituyen una hoja de ruta que delimita perfectamente, no solo el crudo futuro que le espera a una Palestina (veremos si la conoceremos como un Estado con soberanía efectiva en algún momento) sino, mirando la escena a cierta distancia, el conjunto del ordenamiento internacional. ¿A qué se debe esta afirmación? Sencillo. A la ausencia de cualquier medida orientada a la rendición de cuentas de todos aquellos que participaron en la perpetración de crímenes internacionales. Expliquemos por qué esta ausencia es importante.
En primer lugar, Estados Unidos tiene una cadencia especial para utilizar el apelativo "paz" en situaciones que a todas luces no representan tal significante. Sin ir más lejos, ya en 2020, bajo el primer mandato de Trump, al acuerdo firmado con los talibanes con el que Estados Unidos certificaba su salida de Afganistán, una vez que aquellos tomaron de nuevo el poder por la fuerza, lo llamaron también "acuerdo de paz". Poco hace falta añadir viendo el estado actual de país. De paz, nada.
En segundo lugar, investigar y perseguir crímenes internacionales es una obligación internacional, no un acto optativo. De hecho, ya en 1945 con la adopción de los llamados Principios de Núremberg (en alusión al tribunal impulsado por, entre otros, Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y hoy reconocidos como de obligado cumplimiento) se estableció en el primero de ellos que: "Toda persona que cometa un acto que constituya delito de derecho internacional es responsable de él y está sujeta a sanción". Esta obligación general ha sido complementada en otros tratados internacionales más sectoriales como el del genocidio de 1948 (art. 1:
"Las Partes contratantes confirman que el genocidio, ya sea cometido en tiempo de paz o en tiempo de guerra, es un delito de derecho internacional que ellas se comprometen a prevenir y a sancionar"), o los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, cuya infracción grave es calificada como crimen de guerra. Además, todos ellos incluyen la obligación de sus Estados miembros de juzgar su violación.
En tercer lugar, la comunidad internacional, como ha demostrado en otras ocasiones, cuenta con alternativas para casos en los que los Estados no quieren o no pueden juzgar los crímenes internacionales cometidos bajo su jurisdicción. A ello responde precisamente la existencia de la actual Corte Penal Internacional. No obstante, anterior a su creación, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ya estableció los tribunales penales internacionales para Ruanda y Yugoslavia con objeto de juzgar los crímenes cometidos en dichos contextos, entre ellos, el de genocidio. E incluso, más recientemente, el Consejo de Europa ha impulsado la creación de un tribunal internacional para juzgar el crimen de agresión de Rusia contra Ucrania. Esto es, si se quiere se puede.
Por todo lo anterior, ¿qué significa en la práctica la ausencia (¿por ahora?) de inclusión de iniciativa alguna en el "plan Trump" para investigar y sancionar los crímenes internacionales cometidos en Palestina?
El estado actual de la situación no es ni más ni menos que la constatación del orden que está por venir. El paréntesis abierto en 1945, que suponía una reconfiguración de las relaciones internacionales, pasando de la ley de la fuerza a la fuerza de la ley, parece a todas luces estar llegando a su fin. Las señales cada son más evidentes y no somos pocos los que vamos viendo que nuestra comunidad internacional, regida por el Derecho internacional, va tenue pero irremediablemente mutando hacia lo que en su día logramos que dejara de ser: el uso de la fuerza como forma de transformación de la realidad. "Israel ha ganado todo lo que se puede ganar por la fuerza", dice Trump. La realidad es que nada se puede ganar por la fuerza en estricto cumplimiento del Derecho internacional, pero nada parece avecinar una llamada de atención ni ante estas declaraciones por lo que supone para todos, ni mucho menos ante la impunidad que parece que se está blindando en torno a Israel. Sobre ello, en los últimos días, tanto el ministro de Asuntos Exteriores como el presidente del Gobierno han resaltado que este plan de paz no entorpece la investigación de la Corte Penal Internacional sobre los crímenes internacionales cometidos en suelo palestino, que actualmente ya cuenta con una orden de detención contra Benjamin Netanyahu. Sin embargo, no es menos cierto que el gran hacedor del plan, y quien públicamente maneja los hilos de todo lo que ocurre y ocurrirá en Palestina, es un enemigo consumado de la justicia internacional en general y de la Corte Penal Internacional en particular; un tribunal, no olvidemos, que depende completamente de la colaboración de los Estados, al no contar, por ejemplo, con policía propia para ejecutar sus órdenes. No es de extrañar, pues hablamos de un personaje que se ha felicitado a viva voz por la entrega de armas a un Estado que está cometiendo un genocidio.
En definitiva, la gravedad de la situación no afecta en realidad solo a Palestina, sino a todos los Estados. Si ahora podemos ganar por la fuerza, si las obligaciones internacionales en derechos humanos son papel mojado, ¿qué nos impide seguir hacia delante? ¿Qué nos impide crear una nueva Gaza? La impunidad de Israel significa, ni más ni menos, que la futilidad del Derecho internacional y la vuelta a un mundo del que quisimos huir hace tiempo.
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* Profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Complutense de Madrid
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