El imperialismo sigue estructurando el sistema mundial; comprender su nueva morfología es clave para interpretar las dinámicas actuales de crisis y confrontación.
Valerio Arcary, Jacobin
1. De Lenin hemos heredado una teoría sobre la naturaleza del imperialismo. Teoría que giraba, esencialmente, en torno a tres ideas relacionadas entre sí. La primera, que el imperialismo era un estadio del desarrollo del capitalismo, su fase superior o de mayor madurez, fase que inauguraba, dialécticamente, el apogeo y el inicio del declive del sistema capitalista; o, dicho de otro modo, una época revolucionaria. En otras palabras, esa idea conllevaba un criterio de periodización. La segunda, que el mercado mundial respondía a un orden jerárquico entre las potencias imperialistas del centro y una gran periferia de países dominados, cada uno con diversos grados de inserción en el mercado mundial, numerosas colonias, algunas semicolonias y unos pocos países independientes, es decir, un rígido sistema internacional de Estados u orden mundial. La tercera, la definición de los criterios para determinar en qué consistiría un Estado imperialista en el siglo XX, a diferencia de otras formas de imperialismo. Es decir, una «regla» para caracterizar el tipo de inserción en el mercado mundial y la función desempeñada en el sistema de Estados.
2. Ninguna de esas tres ideas, elaboradas en distintos grados de abstracción, ha perdido en fuerza. La más audaz fue la tesis de que el imperialismo contemporáneo inauguraba una época de auge y, al mismo tiempo, de declive del capitalismo. Tesis que sigue siendo irrefutable porque ha superado la prueba del laboratorio de la historia. El orden imperialista sumió a la humanidad en dos guerras mundiales devastadoras. El siglo XX fue un siglo de revoluciones que hicieron que se desplazara la dominación del capital en sociedades en las que vivía alrededor del 30 % de la población mundial. La preservación de un orden imperialista amenaza la supervivencia de la humanidad por al menos cuatro razones: 1) el peligro de nuevas crisis económicas destructivas como las de 1929 y 2008; 2i) la amenaza del calentamiento global y la impotencia capitalista para llevar a cabo una transición energética de emergencia; 3) la carrera armamentista y la intimidación militar por parte de la Tríada formada por Estados Unidos, la Unión Europea y Japón —en especial por los primeros— para preservar su supremacía; 4) el auge de una extrema derecha neofascista y nacional imperialista que lucha por el poder subvirtiendo todas las conquistas democráticas logradas por las últimas tres generaciones.
3. Lenin no era un «profeta» infalible. Su obra nos legó unos cimientos metodológicos «graníticos»; es decir, en lo fundamental, un marco de análisis de tendencias y contratendencias, no una doctrina «milenarista». El buen marxismo apuesta por los pronósticos, pero no por la «adivinación». Parece inevitable reconocer que las otras dos tesis necesitan ser actualizadas. Ni el orden mundial es remotamente el mismo —y ya más de una vez ha sufrido cambios cualitativos—, ni los criterios para medir lo que es un Estado imperialista han permanecido intactos. Más de cien años después, la realidad del mercado mundial y del sistema de Estados se ha transformado. La morfología del orden imperialista ya no es la misma, se ha vuelto más compleja. Desde hace cincuenta años —a saber, desde 1975 en Vietnam— no ha triunfado ninguna revolución socialista. Treinta y cinco años nos separan de la restauración capitalista en la exURSS y en los países llamados socialistas de Europa del Este. El sistema internacional de Estados ya no se divide sólo en Estados imperialistas centrales rivales y una extensa periferia. Las localizaciones intermedias son numerosas y variadas. En el momento en que Lenin propuso su modelo en su libro de 1916 sobre el imperialismo aún no existía la URSS, ni se había puesto fin a la ocupación europea de África y Asia, ni existían Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, ni el dólar ocupaba el lugar que hoy ocupa en el mercado mundial de divisas, ni existía la montaña de billones de capitales ficticios generados por la hegemonía de la estrategia neoliberal, ni existían las Naciones Unidas y su sistema integrado, entre otros, por la Organización Mundial del Comercio (OMC), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), el Tratado de París, o la Corte Penal Internacional (CPI). Tampoco existían la Unión Europea, ni un Israel imperialista, ni un nuevo imperialismo ruso excluido del G-7, ni los BRICS, y mucho menos China era la segunda potencia mundial. Insistir en una defensa de la «letra» de la obra de Lenin, y no en su método de análisis, sería de un obstinado dogmatismo. Hay mucho más leninismo en una actualización de la teoría del imperialismo que en la defensa obtusa de su libro de 1916.
4. Desde una perspectiva estrictamente histórica, ya es posible evaluar que, en la fase del imperialismo, se sucedieron al menos tres etapas políticas del orden mundial. La primera y más convulsa, en la que prevalecieron las rivalidades entre las grandes potencias y triunfó la primera revolución socialista, se extendió hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. La segunda comienza con la derrota del nazifascismo y se caracteriza por la colaboración entre las potencias imperialistas ante el peligro que supone la amenaza de la revolución y la coexistencia pacífica con Moscú: comenzó con grandes victorias y terminó con el fin de la URSS. La tercera se inauguró con la derrota histórica de la restauración capitalista, pasó por la expansión de la globalización del capital que culminó en la crisis de 2008, atravesó una década de estancamiento económico agravado por la pandemia, y se extiende hasta hoy con el ascenso de China y la ofensiva de la extrema derecha neofascista.
5. Cuando afirmamos que, al menos en los últimos ciento veinte años, el mundo se ha estructurado como un orden imperialista, no estamos afirmando que exista un gobierno mundial. El capitalismo no ha logrado superar las fronteras nacionales de sus Estados imperialistas y, por tanto, persisten las rivalidades entre las burguesías de los países centrales en las disputas por los espacios económicos y el arbitraje de los conflictos políticos. No se ha confirmado la hipótesis del ultraimperialismo, debatida en la época de la II Internacional: es decir, una fusión de los intereses de las burguesías de los países centrales. Siguen intactas las disputas entre las burguesías de cada una de las potencias y persisten los conflictos entre fracciones dentro de cada país, como se evidencia en el conflicto entre los Estados Unidos de Trump y la Unión Europea. Lo mismo ocurrió durante la etapa político-histórica de la posguerra, en el contexto de la llamada guerra fría, entre 1945 y 1991, cuando el capitalismo sufrió la conmoción de una poderosa ola revolucionaria que subvirtió a los antiguos imperios coloniales. Pero sería absurdo no reconocer que la contrarrevolución imperialista aprendió de la historia. Estados Unidos, asociados con el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelandia, mantiene una alianza prioritaria en el centro de la Tríada y relaciones complementarias con la Unión Europea y Japón. La médula de la crisis mundial la constituye el hecho de que esa supremacía se ve amenazada, ya que existe el peligro de un estancamiento económico a medio plazo. La apuesta por la inteligencia artificial y otras innovaciones tecnológicas no parece suficiente para frenar el ascenso de China, que compite en igualdad de condiciones con la Tríada. De ahí la necesidad de una estrategia nacional-imperialista de Estados Unidos para reforzar una hegemonía militar disuasoria.
6. Desde hace setenta y cinco años, Estados Unidos mantiene un liderazgo político indisputado a nivel mundial, pero esa supremacía no exime a ese país de la necesidad de negociar. Los conflictos entre los intereses de Estados Unidos, Japón y Europa Occidental llevaron a Washington, por ejemplo, a romper parcialmente con Bretton Woods en 1971 y a suspender para ello el tipo fijo de cambio del dólar respecto del oro, devaluando su moneda para defender su mercado interno y abaratar sus exportaciones. La competencia entre empresas y entre Estados centrales no se ha anulado, si bien ha oscilado el grado en que se manifiesta. La actual ofensiva arancelaria liderada por Trump es un capítulo más en esa trayectoria de dominación. Pero sería obtuso no reconocer que las burguesías de los principales países imperialistas lograron construir un centro en el sistema internacional de Estados, tras la destrucción casi terminal de la Segunda Guerra Mundial. Ese centro todavía se expresa, institucionalmente, treinta y cinco años después del fin de la URSS, a través de las organizaciones del sistema que conforman las Naciones Unidas y Bretton Woods, es decir, a través del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OMC y el Banco de Pagos Internacionales con sede en Basilea y, por último, en el Grupo de los Siete. En ese centro de poder se encuentra la Tríada. La Unión Europea y Japón mantienen relaciones de asociación y complementación con Washington y, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se han resignado a la superioridad de Estados Unidos. El cambio de etapa histórica internacional en 1989-1991 no alteró ese papel de la Tríada y, en particular, el lugar de Estados Unidos. Aunque su liderazgo ha disminuido, sigue prevaleciendo. El peso de su mercado interno; el atractivo del dólar como divisa o moneda de reserva; su superioridad militar; y su mayor iniciativa política le han permitido, a pesar de una tendencia al debilitamiento, mantener su posición de liderazgo en el sistema de Estados. 7. Dos grandes y erróneas visiones del mundo dividen a la izquierda sobre la naturaleza del actual orden mundial actual. La primera es la que equipara el proyecto de China con la estrategia de Estados Unidos y considera que la actual «guerra fría» sería el preludio, en algún momento, de una Tercera Guerra Mundial. Simplificar el orden mundial que impera en el siglo XXI comparándolo con el de hace cien años, en el que prevalecía la disputa inter-imperialista entre Inglaterra, Francia y Alemania, atribuyendo al conflicto entre Estados Unidos y China un significado equivalente, es un error. Comparar el papel de China con el lugar que ocupaban Alemania o Japón en el siglo XX es un anacronismo. China no es una Alemania preparándose en «cámara lenta» para la guerra mundial. No estamos en los años treinta del siglo pasado en «cámara lenta». En China triunfó una de las mayores revoluciones sociales campesinas y antiimperialistas de la historia, la burguesía fue expropiada y huyó a Taiwán. Se inició una transición poscapitalista y, a pesar de una restauración capitalista controlada, que generó un híbrido histórico en que se conjugan las relaciones de mercado con la planificación económica, ni la burguesía interna ni la burguesía china de la diáspora tienen en sus manos en control del Estado. El Estado está en manos del partido comunista, que ha sobrevivido a trágicas pugnas internas. En China, a diferencia de Rusia, el estrato social que asumió el poder con la revolución de 1949, una burocracia ideológicamente socialista, no permitió que el fortalecimiento de la burguesía interna destruyera los logros de la revolución. El Estado chino es una potencia económica emergente y, cada vez más, militar y espacial, pero en su política prevalece una estrategia defensiva de acumulación de fuerzas y preservación de posiciones. La potencia que amenaza al mundo es Estados Unidos.
8. Por otra parte, reducir toda esa compleja realidad a una lucha entre la Tríada y un Sur Global de países genéricamente semicoloniales carece toda lógica. China no forma parte de un Sur Global idealizado y, si no amenaza con el intervencionismo imperialista, aprovecha las ventajas comerciales de las relaciones desiguales con África, América Latina y Oriente Medio a través del comercio de materias primas. La existencia de los BRICS es un punto de apoyo para los países periféricos, pero no va más allá, por ahora, de una articulación económica defensiva frente a la amenaza de la Tríada. El orden mundial actual no puede explicarse sobre la base de esos dos modelos. La definición de Estados imperialistas basada en criterios casi exclusivamente económicos se antoja anacrónica. La Tríada domina el sistema de Estados, pero su hegemonía en el mercado mundial ha disminuido. Rusia depende de la extracción de petróleo y gas, pero es la segunda potencia nuclear, o un imperialismo subalterno que mantiene su influencia desde Belarús hasta Kirguistán. China es la mayor economía industrial del mundo y una potencia mundial en ascenso. La India posee armas atómicas, Pakistán dispone de su propio arsenal nuclear, Irán es un país con influencia subimperialista en el Líbano, Iraq y Yemen, por no hablar del papel de Turquía y Arabia Saudita en Oriente Medio, o de la resistencia de una Venezuela independiente que posee las mayores reservas de petróleo, o hasta del posicionamiento de Brasil en el Mercosur.
9. ¿Cuáles son los criterios que permiten calificar de imperialista a un determinado país? ¿Cuál debería ser la regla para medir el lugar que ocupa cada Estado en el sistema internacional? En la tradición marxista, el debate se centró en la necesidad de responder a los cambios que se habían producido en vísperas de la Primera Guerra Mundial y que permitieron comprenderla. En 1902 se publicó el libro del inglés Hobson, El imperialismo, muy bien recibido por Kautsky, principal líder teórico del SPD alemán, el partido más influyente de la Segunda Internacional, y en 1910, el de Hilferding, El capital financiero, de gran repercusión. Rosa Luxemburg y Bujarin también fueron pioneros en la elaboración de la teoría sobre el imperialismo, pero fue el libro de Lenin Imperialismo, fase superior del capitalismo el que tuvo una mayor repercusión. Lenin destacó cinco nuevos factores en el metabolismo del capital que explicaban un cambio de fase o de período en la naturaleza del capitalismo: 1) concentración del capital y formación de monopolios; 2) fusión del capital industrial y bancario, dando así origen al capital financiero; 3) papel de la exportación de capitales en la conquista y la preservación de posiciones de dominio; 4) formación de empresas multinacionales que se reparten entre sí el mercado mundial; 5) reparto del mundo entre los Estados imperialistas. Según Lenin, las cinco características fundamentales del imperialismo son; 1) la concentración de la producción y del capital llevada a un grado tan elevado de desarrollo que ha creado los monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el capital industrial y la creación, basada en ese «capital financiero», de la oligarquía financiera; 3) la importancia particularmente grande que adquiere la exportación de capitales, a diferencia de la exportación de mercancías; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, que se reparten entre sí el mundo, y 5) el fin del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes. Esos cinco criterios, esencialmente económicos, siguen siendo válidos. Sería descabellado ignorar su vigencia. Pero no son suficientes. Hoy en día, una parte de los antiguos Estados imperialistas de la etapa histórica anterior, tal vez la mayoría, han perdido su estatus. Siguen siendo países centrales y ocupan una posición privilegiada en el sistema internacional, pero en cuanto Estados asociados en diversos grados de dependencia de los Estados imperialistas.
10. Los criterios presentados por Lenin son insuficientes para comprender en qué consiste, en pleno siglo XXI, un Estado imperialista, y ello por tres razones: 1) tras más de cuarenta años de financiarización y globalización explosivas, la acumulación de capital se basa en la expansión del crédito y los capitales ficticios en una escala asombrosa, para comprender la cual es necesario analizarla en términos de integración, tanto de las cadenas productivas como de la circulación de capitales en el espacio internacional, y son pocos los Estados que tienen ese privilegio; 2) a lo largo de los últimos setenta y cinco años se fue transformando el orden mundial, lo que hizo posible impedir una nueva guerra mundial gracias al equilibrio del terror de las armas nucleares, por lo que si bien sigue siendo cierto que las potencias imperialistas se afirman mediante la hegemonía económico-financiera, lo hacen sobre todo mediante la supremacía militar; 3) no hay Estado que puede ocupar una posición imperialista a no ser que tenga asegurada la plena soberanía alimentaria, energética, educacional, científica, económica, política, militar y espacial.
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