Una mirada no convencional al modelo económico de la globalización, la geopolítica, y las fallas del mercado
lunes, 28 de octubre de 2019
Revuelta popular en Chile
Karol Morales, Viento Sur
Tal como se ha difundido ampliamente, el alza de la tarifa del metro –el principal medio de transporte público en la capital– sumado a las insultantes declaraciones de los ministros de gobierno en torno a las necesidades sociales fueron la gota que colmó el vaso de la sociedad chilena. Con ella comenzaron las manifestaciones hace más de una semana en las calles de varias ciudades del país.
"No son 30 pesos, son 30 años." Así reza uno de los múltiples virales compartidos en las redes sociales, en referencia a los 30 pesos de aumento del pasaje de metro versus los 30 años de “transición a la democracia”, pactada en el plebiscito de reforma a la Constitución de 1989 entre los partidos políticos (todos menos el Partido Comunista, por entonces todavía ilegalizado) y el régimen militar. Es precisamente esa democracia pactada, tutelada y amarrada a los pilares dictatoriales consagrados en la Constitución pinochetista aún vigente en el país la causa del enorme malestar contenido, que ahora explota con una fuerza inusitada.
La superexplotación de la fuerza de trabajo, con bajos salarios sostenidos por la negación de la negociación colectiva sectorial y el derecho a huelga efectiva; la privatización de los recursos naturales y el caso único en el mundo en que el agua es un bien privado; la inexistencia de un sistema de seguridad social que se expresa en la administración privada y lucrativa de los ahorros individuales para pensiones vía las Administradoras de Fondos de Pensiones (Afp); el desmantelamiento de la educación pública y la enorme deuda educativa para acceder a la educación superior son algunos de esos pilares dictatoriales sostenidos y profundizados por los gobiernos del duopolio (las dos principales fuerzas políticas de Chile: derecha y ex-concertación o centro-izquierda) que dan como resultado un Chile con índices macroeconómicos que lo sitúan en el club de los países de altos ingresos, pero con una enorme y dolorosa desigualdad.
Esa desigualdad no es sólo económica, sino también jurídica. La consolidación progresiva de una justicia para pobres y otra para ricos queda expresada una y otra vez en los continuos “perdonazos” tributarios y penas irrisorias a la elite empresarial y política. Ninguno de los recientes condenados por el financiamiento ilegal de los partidos o las colusiones empresariales recibió pena de cárcel, sino sólo multas mucho menores a las ganancias obtenidas del delito. La figura del presidente de la república refleja mejor que nadie esta realidad: un empresario que ha hecho su fortuna a costa de evasión tributaria y que jamás ha pagado por ello.
¿Una luz de esperanza?
Y entonces comenzaron las evasiones del metro por parte de los estudiantes secundarios, los mismos actores que en la revolución pingüina de 2006 y el movimiento estudiantil de 2011 fueron protagonistas de las primeras protestas, que luego se extendieron a amplios sectores de la población y a todas las regiones del país.
El estallido social de estos días expresa la rabia acumulada por tanto tiempo, y por todo. Es una rabia contra el abuso, contra la injusticia cotidiana y contra la frustración del bienestar que se supone nos traería el consumo, pero que no llega; porque lo cierto es que “el modelo” sólo se sostiene sobre la base de una enorme y constante presión sobre los trabajadores y las familias que se endeudan para satisfacer las necesidades más básicas. Como se ha afirmado por diversas académicas y especialistas estos días, la presión ya era excesiva y sólo podía estallar: “Las elites apretaron la tuerca demasiado”.
La deslegitimación de la autoridad del Estado se manifiesta hoy en el desacato al toque de queda, donde los barrios siguieron en pie manifestando su rechazo a la militarización y a la criminalización de la protesta social. Y esto parece una luz de esperanza, de que de esta crisis se puede salir dando un paso hacia una mayor justicia social.
También puede ser lo contrario. La protesta popular es desorganizada, como lo es la explosión de la rabia. No tiene una dirección clara, ni un programa reivindicativo, y ningún actor político, ni siquiera los partidos de izquierda tradicionales (Partido Comunista) o nuevos (Frente Amplio) están legitimados para erigirse en representantes de ese malestar.
Lo más preocupante es que el manejo de la crisis por parte de las élites –ya sea por incapacidad o por voluntad activa– busca crear un escenario de caos y de construcción de un enemigo interno como fantasma y justificación para el actuar belicista, en aras del reestablecimiento del orden público como objetivo superior al que subordinar cualquier otra legítima demanda popular. Las declaraciones de Piñera afirmando que “estamos en guerra” no pueden ser más elocuentes de esta voluntad de terminar la protesta popular por la fuerza.
En esa línea, nuevamente los medios de comunicación masiva hacen una contribución inestimable al poner el énfasis exclusivo en los saqueos y propagar la sensación de inseguridad en los propios barrios, alimentando la versión oficialista del conflicto. El resultado previsible de insistir por esta vía es una situación política nacional en la que la ultraderecha sale fortalecida y se desactiva la crisis estructural, aunque sólo temporalmente, con un saldo elevado de víctimas mortales.
En el quinto día de las protestas masivas, la convulsión no parece todavía tener una dirección clara. Está todo por definirse. Las convocatorias de los estudiantes y la coordinadora feminista 8M a movilizarse, las huelgas de los trabajadores portuarios y sectores mineros que ya están en curso, los llamados a paros sectoriales y generales en los sucesivos días serán determinantes en el curso de los hechos.
Los actores constituidos y que han protagonizado las demandas estructurales de la población en los últimos años, como el movimiento por las pensiones, por la educación pública, por la salud, por la recuperación del agua, entre otros, tienen la posibilidad de erigirse en los representantes legitimados socialmente para abordar un programa mínimo y una hoja de ruta, junto con las fuerzas políticas antineoliberales, que permita una salida hacia una mayor justicia social o, en otras palabras, terminar con la herencia dictatorial. Si seremos capaces de avanzar hacia allá, todavía está por verse.
* Investigadora chilena del Instituto Universitario de Investigación para el Desarrollo Social Sostenible de la Universidad de Cádiz y miembro de la Coordinadora No Más Afp.
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