domingo, 27 de octubre de 2019

Cuando un sistema enseña a saquear


Enrique Winter

Como millones me entusiasmé con la rabia legítima de quienes volvieron a manifestarse. Con una claridad abrumadora, el capitán de la selección de fútbol se refirió el sábado a la excesiva apropiación de plusvalía detrás de esta rabia: “Vendieron a los privados nuestra agua, luz, gas, educación, salud, jubilación, medicamentos, nuestros caminos, bosques, el salar de Atacama, los glaciares, el transporte. ¿Algo más? ¿No será mucho? No queremos un Chile de algunos pocos. Queremos un Chile de todos. Basta”. Agrego aquí una asimetría sencilla que había de explotar: tenemos un país con tarifas del primer mundo y sueldos del tercero.
El detonante fue un alza en el pasaje del metro que apenas supera el valor de un euro y que ya fue revocada. Si uno compara esta tarifa con la de otros países y considerando la calidad del servicio dista de ser un alza inaceptable, pero en los demás existen descuentos semanales, mensuales y de grupos desprotegidos. Sorprende que nadie haya trasladado el problema desde el boleto unitario al saqueo acumulado del trabajador que debe cruzar la ciudad todos los días, o al componente sexista de una tarifa que perjudica a la trabajadora una segunda vez al no ofrecer el pase diario que le evitaría pagar el doble y el triple que los hombres por cada pasada al consultorio, escuela y mercado de las labores de la crianza comúnmente cargadas por ellas.

Las empresas privadas proveen el transporte, la electricidad y otros servicios de muchos países, pero con una regulación extensiva en protección de los usuarios, pues se reconoce que tratan con derechos humanos básicos. En Chile, en cambio, conocemos los saqueos con los cuales se arreglaron las ventas de las empresas estatales, y en varios de ellos, recuerden el caso Chispas o el banco de Talca, participó el actual presidente de la república. En los últimos años han procesado a varios de sus ministros por situaciones similares. Se trata de un gobierno que ha llegado ahí, entre otros factores, gracias a una suma de saqueos profusamente documentados y permitidos por el sistema. A sus votantes les prometieron más riqueza sin decirles cómo se logra honradamente y han hecho lo posible porque ni siquiera se enteren eliminando las cátedras escolares de filosofía, educación cívica e historia. Si no es ahí, ¿dónde enseñará el Estado a no robar a sus ciudadanos?

Duele reconocer que hay menos pueblo del que creímos ver con las evasiones de la semana pasada, que esta vez queda corta la tesis de los montajes del gobierno o de la prensa. He caminado por el barrio puerto, el más pobre del plan de Valparaíso, viendo cómo las turbas saquean uno a uno los locales de sus también pobres vecinos. He caminado rumbo a Playa Ancha viendo el saqueo hasta de los quioscos de galletas. Y luego he recibido los videos de los incendios del resto de la ciudad y del país. No perjudican a los grandes supermercados, cuyos seguros cubren todo, ni se trata de un pueblo consciente. En el cerro Alegre de Valparaíso no vuela una mosca, tal como en Las Condes o en cualquier acceso por metro o por bus a la riqueza. Las familias saqueadas viven en Puente Alto y responden con palos a sus vecinos. Se ha desarmado el último bastión de un cierto tejido social y de la honradez detrás de la lucha de clases. Fuera de los feudos intelectuales y de las admirables marchas existe un único discurso y es el del consumo.

Con la promesa de ampliarlo salió electo este gobierno y los hijos y nietos de lo que antes constituyó un pueblo lo quieren gratis. No me alegra ver a cientos de personas entrar a mansalva a robar todos los bienes de consumo a su alcance. Me alegraría lo contrario: que les ofrecieran esos mismos bienes trasnacionales vendidos por grandes conglomerados y que prefirieran no tomarlos, porque optan por participar de una economía que no los destruya a ellos mismos y al planeta. Pero en estos saqueos no hay ideología, la perdimos tal como la seguridad. Luego del impresionante error de decretar un estado de emergencia y un toque de queda en un país en el que se torturaba y desaparecía gente hace muy poco con el mismo mecanismo, aumentando naturalmente la ira de la población al ver a los militares en las calles, sorprende no verlos después. El centro de Valparaíso es pequeño y en el barrio puerto no había un solo policía. Están la mayoría cuidando a los pocos ricos, y eso también dice mucho del modelo propuesto. Ni qué decir que hasta militantes y diputados de la derecha como Bellolio llamaron el domingo a dialogar reconociendo las flaquezas de la estructura social en búsqueda de acuerdos y Piñera, por el contrario, amenazó después de los incendios y saqueos, la represión y los muertos, con que estamos en guerra.

Ganaron ellos aún antes de que empiece esa batalla de bandos organizados solo en la imaginación de un presidente de inagotable irresponsabilidad: en poco más de cuarenta años desde la visita con que Friedman convenció a Pinochet de abrazar el neoliberalismo, el egoísmo que lleva a obtener cualquier ventaja posible cada vez que se presente, en desmedro de toda ética y de todas las demás personas como lo han enseñado Piñera en su carrera como empresario -podría seguir con las fusiones de Lan, por ejemplo- y sus ministros con una asombrosa y ofensiva desconexión de la realidad social, ese violento egoísmo se ha asentado como el sentido común de los chilenos y no es motivo alguno para celebrar.

Aunque hayamos despertado.

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