Alejandro Nadal, La Jornada
En los años anteriores a la crisis financiera de 2008 parecía existir un consenso entre los economistas de las más prestigiadas universidades y oficinas de gobierno. Eran los años de la llamada Gran Moderación, frase acuñada por Alan Greenspan para denotar la época en que por fin las crisis habían sido vencidas.
El consenso giraba alrededor de un edificio teórico derivado del monetarismo y de una clase de modelos macroeconómicos que conforman la llamada Nueva Macroeconomía Clásica. Sus dogmas los conocemos de sobra: estabilidad y eficiencia de los mercados. El predominio de esta construcción de teoría macroeconómica clásica excluía la posibilidad de una nueva crisis. Era como si Keynes y sus lecciones sobre la inestabilidad intrínseca de cualquier economía capitalista nunca hubieran existido. Los economistas que mantenían posturas distintas pasaron al rincón de los heterodoxos y fueron sistemáticamente marginados.
Pero al detonar la crisis de 2008 los responsables de la política macroeconómica en Estados Unidos rápidamente adoptaron posturas basadas en los principios keynesianos y, en especial, en los relacionados con el empleo de la política fiscal para rescatar el sistema bancario y contrarrestar la caída en la demanda agregada. La aplicación de un fuerte estímulo fiscal para salvar a los bancos y reactivar la economía fue el curso de acción utilizado en Estados Unidos entre los años 2008 y 2010. En Europa, la política fiscal también jugó un papel importante para auxiliar a las instituciones financieras que se encontraron en dificultades después del colapso del banco de inversión Lehman Brothers (septiembre 2008) y algo menos para apuntalar la demanda agregada en la economía real.
Tanto en Estados Unidos como en Europa el regreso al empleo de la política fiscal se llevó a cabo muy rápidamente, contradiciendo los dogmas que consagraban el predominio de la política monetaria sobre la fiscal. En el contexto de los años 2008-2011, la política fiscal se convirtió en el instrumento por excelencia para la intervención macroeconómica. La prensa económica y de negocios calificó este proceso de renacimiento del keynesianismo.
Pero el cambio repentino en favor del empleo de la política fiscal no duró mucho tiempo. En los países que habían comenzado a aplicar una política fiscal contracíclica, el déficit fiscal también había aumentado de manera significativa. A partir de 2011 volvió a ganar importancia el llamado en favor de la austeridad fiscal para mantener una mayor credibilidad. Así que el renacimiento del keynesianismo duró poco y muy rápidamente le siguió el regreso a la fe ciega en la austeridad fiscal.
Hoy, muchos analistas se preguntan sobre las causas de este repentino cambio de posturas en materia de política macroeconómica. Recientemente Henry Farrell y John Quiggin publicaron un artículo en el que examinan el tema de los vínculos entre expertos en macroeconomía y los responsables de política económica. Y precisamente su trabajo se concentra sobre este auge y caída del keynesianismo (academic.oup.com). El mensaje principal de los autores es que existe un efecto de bisagra entre la comunidad de macroeconomistas académicos y la de los hacedores de la política macroeconómica. Según ellos, ambas comunidades están unidas por un eje común que las vincula y permite un diálogo en el que a veces predomina una serie de prioridades y por momentos prevalece otro tipo de objetivos. Los políticos necesitan de teóricos de alto perfil para justificar las medidas que aplican, mientras los sacerdotes en la capilla académica obtienen prestigio cuando sus recetas son adoptadas por los políticos. Los autores tienen algo de razón sobre este punto, pero exageran cuando atribuyen a este efecto de bisagra el auge y caída del keynesianismo en el contexto de la crisis y sus efectos.
El análisis de Farrell y Quiggin utiliza todo tipo de instrumentos de la sociología de la ciencia, pero desgraciadamente recurre menos al contenido de la teoría económica. El artículo es hoy una sensación en los círculos académicos anglosajones y hasta un seminario se ha llevado a cabo en la Universidad de Harvard para discutir sus aportaciones (dataverse.harvard.edu). Pero ese trabajo tiene muchos defectos. El más importante es que prefiere no entrar en los detalles técnicos de la teoría económica. De este modo, sigue transmitiendo la idea errónea de que los mensajes de Keynes pueden reducirse a las consideraciones sobre recurrir o no a la política fiscal. Así, Farrell y Quiggin consolidan la versión sesgada que desde la corriente dominante de la teoría económica se ha querido mantener sobre las aportaciones de Keynes al desarrollo del pensamiento económico. Quizás quieren seguir el consejo absurdo de otro profesor de la Universidad de Oxford, Simon Wren-Lewis (mainlymacro.blogspot.mx): hay que evitar la pluralidad de puntos de vista en la teoría económica para evitar que los políticos se confundan a la hora de escoger sus prioridades de política económica.
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