Paul Krugman, El País
El jueves, el Banco Central Europeo anunciaba una serie de nuevas medidas que iba a tomar para tratar de impulsar la economía de Europa. El anuncio tenía un tufillo a desesperación, lo cual era tranquilizador. Europa, que está en peor situación económica que durante la década de 1930, se encuentra sin lugar a dudas atrapada en un torbellino deflacionario, y es bueno saber que el BCE es consciente de ello. Pero puede que la revelación haya llegado demasiado tarde. No está nada claro que las medidas que hay ahora sobre el tapete sean lo bastante contundentes para invertir el sentido de esa espiral deflacionaria.
Y ahí estaríamos nosotros, si no fuera por Bernanke. En Estados Unidos, las cosas distan de ir bien, pero parece que (al menos por ahora) hemos escapado a la clase de trampa que amenaza a Europa. ¿Por qué? Una posible respuesta es que la Reserva Federal empezó hace años a hacer lo que debía, al comprar billones de dólares en obligaciones, a fin de evitar la situación a la que se enfrenta ahora su homólogo europeo.
Se puede alegar, y yo lo haría, que la Reserva debería haber hecho todavía más. Pero sus responsables han sido víctimas de ataques feroces durante todo este tiempo. Expertos, políticos y plutócratas los han acusado una y otra vez de "degradar" el dólar, y nos advertían de que la inflación iba a dispararse de un momento a otro. El repunte de la inflación que predijeron no se ha producido pero, a pesar de haberse equivocado un año tras otro, casi ninguno de esos detractores ha reconocido su error, y ni siquiera han cambiado de cantinela. Y la pregunta que me he estado haciendo es por qué. ¿Qué empuja a un sector poderoso de nuestra clase política —llamémoslo el comité de la deflación— a exigir políticas de restricción del crédito incluso en una economía deprimida y con poca inflación?
Una cosa está clara: como tantas otras cosas hoy día, la política monetaria se ha convertido en gran medida en un asunto partidista. No solo porque los mensajes sobre la degradación del dólar provengan casi exclusivamente de la derecha del espectro político; la paranoia de la inflación se ha convertido, hasta un punto llamativo, en una cuestión de corrección política conservadora, de manera que incluso algunos economistas que deberían ser más sensatos se han unido al coro. Así que podemos concretar más la pregunta: ¿por qué la gente de derechas odia la expansión monetaria, aun cuando se necesita desesperadamente?
Una de las respuestas reside en el poder de la verdadez, expresión de justa fama acuñada por Stephen Colbert para referirse a cosas que no son ciertas, pero se lo parecen a algunos. "La Reserva Federal está imprimiendo dinero, el hecho de imprimir dinero genera inflación y la inflación siempre es mala" es una afirmación falsa por partida triple, pero a mucha gente le parece verdadera. Y sí, la tendencia a preferir la verdadez a una verdad más compleja está y ha estado casi siempre relacionada con el conservadurismo político, y esta tendencia se intensifica aún más en una época en la que algunos líderes políticos extraen sus teorías monetarias de las novelas de Ayn Rand.
Otra respuesta es el interés de clase. La inflación ayuda a los deudores y perjudica a los acreedores, mientras que con la deflación sucede lo contrario. Y los ricos tienen muchas más probabilidades que los pobres de ser acreedores, de tener dinero en el banco y obligaciones en la cartera, en vez de hipotecas y saldos pendientes en la tarjeta de crédito. En la época dorada de finales del siglo XIX, la élite se movilizó en masa para derrotar a William Jennings Bryan, que pretendía sacar a Estados Unidos del patrón oro; el coste de la campaña electoral, expresado como porcentaje del PIB, fue mucho más alto en 1896 que en cualquier otra elección presidencial, anterior o posterior. ¿Se están movilizando hoy los ricos de manera similar en contra de la política del crédito barato?
Por lo que yo sé, no tenemos pruebas fehacientes de ello. Sin duda, hay muchos inversores ricos entre la multitud que denuncia la degradación del dólar, pero no sabemos con certeza lo representativos que son; y se podría argumentar que a los grandes inversores les deberían gustar las políticas expansivas de la Reserva, que han sido muy beneficiosas para la Bolsa. Pero puede que los ricos no confíen en esa conexión, en parte porque la inflacionaria década de 1970 fue muy mala para los mercados bursátiles. Y sabemos a ciencia cierta que los muy ricos tienen más tendencia que el resto de los ciudadanos a considerar que el déficit presupuestario es nuestro mayor problema, aun cuando la austeridad fiscal probablemente sea perjudicial para sus ganancias. Por tanto, es probable que el interés de clase aparente también sea una motivación clave para el comité de la deflación.
Una nota al margen: los ricos de Europa no son tan ricos ni tan influyentes como los estadounidenses pero, no obstante, los intereses de los acreedores son todavía mayores que en Estados Unidos porque los países acreedores, Alemania en concreto, han acabado dictando las políticas de toda Europa.
Y es importante que entendamos que el dominio que ejercen los intereses de los acreedores a ambos lados del Atlántico, respaldado por doctrinas económicas falsas pero que generan una atracción visceral, ha tenido consecuencias trágicas. Nuestras economías se han debilitado a causa de la penosa situación de los deudores, que se han visto obligados a recortar drásticamente el gasto. Para evitar una depresión profunda y prolongada, necesitamos políticas que contrarresten ese lastre. Pero, en vez de eso, lo que tenemos es la obsesión con los peligros del déficit presupuestario y la paranoia de la inflación. Y una depresión económica que no se acaba nunca.
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Ver: La influencia de Ayn Rand sobre Alan Greenspan y su génesis en la crisis financiera
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