Marcos Roitman, Attac
El neoliberalismo echa raíces. Durante los años setenta del siglo pasado, las tendencias del capitalismo dieron un vuelco de 180 grados. Los principios que regían las relaciones entre las clases sociales, los mecanismos de consenso y las maneras de enfrentar los conflictos y crisis entre capital y trabajo se fueron al traste. De la noche a la mañana, la propuesta keynesiana de posguerra -que unía democracia, desarrollo e integración social- fue cuestionada. La movilidad social ascendente se transformó en un nuevo proceso de pauperización. Las desigualdades -otrora combatidas como lacras del subdesarrollo- fueron reivindicadas, en los países de capitalismo central, como motor de la competitividad. Una nueva teoría de la justicia, fundada en la competencia y anclada en la igualdad de oportunidades para fracasar o triunfar, sirvió como pretexto para declarar la supremacía del liberalismo político y reivindicar una reforma del Estado del bienestar que pusiese las bases de un orden social despolitizado, descentralizado y desregulado.
Los principios de la desigualdad “natural” se consideraron un aliciente para el advenimiento de una sociedad ordenada, equitativa y justa asentada en la economía de mercado. En ella, los emprendedores serían recompensados con el triunfo y los timoratos, acostumbrados a vivir de las ayudas de “papá Estado”, penalizados con el fracaso y la marginación. La economía de mercado pondría a cada quien en su sitio, sin otro baremo que las habilidades, imaginación y capacidades de cada cual para forjarse un futuro. Eficiencia, racionalidad y gobernabilidad. El tópico “enseñarles a pescar y no darles el pescado” se extendió como la peste. Los colegios cambian las asignaturas de ética y filosofía. Las prioridades las marca la economía de mercado. Los estudiantes deben conocer las prácticas bursátiles, las dinámicas de la inversión financiera y las leyes de “la oferta y la demanda” en la empresa. Alumnos de bachillerato con edades entre 15 y 17 años son sometidos a un reciclaje. Entre sus deberes está comprar acciones, realizar transacciones bancarias, simular inversiones, buscar dinero semilla y ser competitivos. Una nueva mentalidad capitalista se impone lentamente. Sálvese el que pueda, pero yo el primero.
El Estado del bienestar, uno de los éxitos del capitalismo con rostro humano, creado para frenar el desarrollo del socialismo-marxista en Europa occidental, ha cumplido su función: desactivar las luchas sociales. Los trabajadores vivían felices y se conformaban con una parte proporcional a su aporte a la creación de la riqueza social. En otros términos, sus salarios los consideraban justos en relación a los beneficios del capital. Además, disfrutaban de un contrato laboral indefinido que les brindaba acceso al crédito, la vivienda, la educación superior, ascenso social y sobre todo al consumo. No querían más. Vacaciones pagadas, seguros sociales y una pensión de jubilación. La lucha de clases, la alienación política y la enajenación económica se convertía en un mito atizado por partidos de izquierda para generar odio, violencia y desestabilizar el sistema democrático. No querían aceptar su derrota a manos de un capitalismo con rostro humano.
Los cambios afectaron de manera diferente a los sectores medios y al proletariado industrial de post-guerra. Sin embargo, ambos verían esfumarse sus expectativas y sus sueños se transformaron en pesadillas. A los sectores medios, educados en la meritocracia, la ideología del progreso y el consumo, el neoliberalismo les aguó la fiesta. Las políticas de austeridad dieron en la diana, afectando al bolsillo y restringiendo el consumo suntuario. Los sectores medios se empobrecen. Mientras tanto, a las clases trabajadoras, sobre todo al proletariado industrial, se les condena a la pauperización, exclusión y marginalidad. Del trabajo estable y duradero al mercado laboral flexible y de mala calidad. Se impone el contrato a tiempo parcial y los llamados trabajos basura o “minijobs”. La economía del bienestar muta en economía del malestar. La cultura del capitalismo, su lenguaje, sus formas de explotación, dominio y hegemonía se reciclan. A decir de Richard Sennett, la necesidad de amoldarse a un trabajo inestable, sin residencia fija, intercambiable, ni formación específica, da lugar al carácter flexible. Una personalidad gelatinosa, con principios mutables, dispuesta a todo para obtener sus objetivos.
Una visión apocalíptica se adueña del discurso político de los hacedores del capital. Se acabó lo que se daba. El popular “café para todos” es sustituido por un “ajustarse el cinturón”. El Estado es considerado culpable, ineficiente, corrupto y un lastre para la competitividad del mercado y sus leyes de la oferta y demanda. Nuevos valores entran en liza. Cambian los referentes, los imaginarios y las palabras. El capitalismo se reinventa. Todo se modifica para dar cabida a un ser despolitizado, social-conformista. Un perfecto idiota social. Las viejas estructuras ceden paso a un orden social cuyas reformas exacerban los valores individualistas, el yo por encima del nosotros y el otro es considerado un obstáculo, un competidor al cual destruir. La crisis de los países del Este aceleró el proceso.
La revolución tecnológica apuntaló los cambios, al entrar de lleno en los hogares, como anteriormente lo hizo la radio y el televisor. Los video-juegos, los ordenadores personales o el uso “masivo” de internet provocan un vuelco en las relaciones sociales. Para los más optimistas era el nacimiento de la “sociedad de la información”. Las redes, los nodos, los chats y la realidad virtual sustituyen a las charlas entre amigos. Se puede estar en mil sitios a la vez y en ninguno al mismo tiempo. Las tecnociencias facilitan el control y el dominio social bajo fórmulas que provocan un autismo social. Hoy, jóvenes y no tan jóvenes están inmersos -por no decir absortos- en el mundo de WhatsApp, Twitter, Facebook. No hay espacio público donde se rompa la comunicación dialogal, especificas del ser humano y el proyecto de vida democrático. En restaurantes, aulas de clase, cines, autobuses, metro, tertulias, etc. se dan a la tarea de vivir su propio mundo. No se hablan, abducidos por sus aparatos electrónicos, mientras una comunicación virtual esfuma la sociabilidad que hace de la vida en común un espacio relacional.
Hasta la democracia se torna en democracia 2.0, confundiendo un proyecto político fundado en el diálogo, la mediación y la negociación cara a cara, con un mensaje de texto que los pone en línea. Permite votar y sentirse partícipes de la nada. El éxito cultural del neoliberalismo consiste en desvirtuar los proyectos sociales democráticos, emancipadores y de izquierda en una opción dependiente del mercado, los medios de disuasión y desinformación social y la telefonía móvil. Un mundo despolitizado y desideologizado es la mejor garantía para el gobierno de la derecha, que hace posible que proyectos considerados transformadores puedan declamar, como un dogma de fe, no ser ni de derecha ni de izquierda. Todo un éxito del neoliberalismo cultural.
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