Emir Sader, Página12
El movimiento de gobiernos progresistas en América latina vino para superar y dar vuelta la página del neoliberalismo. Tuvieron un comienzo en que se fueron sucediendo, conforme fueron fracasando los gobiernos neoliberales.
Han atacado los puntos más débiles del neoliberalismo: la desigualdad social, la centralidad del mercado, los acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. La derecha de cada país y Washington perdieron capacidad de iniciativa.
¿Qué iban a decir sobre políticas sociales que disminuyen la desigualdad, la pobreza, la miseria y la exclusión social, producidas por sus gobiernos a lo largo de tanto tiempo? ¿Qué podrían argumentar en contra de la acción del Estado para resistir a la recesión producida en el centro del capitalismo? ¿Cómo garantizar derechos sociales y desarrollo económico si no a través del impulso del Estado, sobre todo en tiempos de recesión? ¿Qué argumentos podrían tener en contra de la intensificación del comercio con China, del comercio regional –dos de los únicos elementos dinámicos en una economía mundial recesiva–? ¿Qué pueden argumentar en contra de la extensión del mercado interno de consumo popular, que extiende el acceso de la gente a bienes fundamentales de consumo, a la vez que abren espacios de realización para la producción nacional?
Donde se han instalado gobiernos progresistas, las derechas latinoamericanas han quedado reducidas a la inacción, a la oposición sin alternativas. Basta con decir que en los países en que se han aprovechado de gobiernos todavía débiles, para recuperar el poder –como en Honduras y Paraguay–, aun ahí lo han hecho por la vía de golpes blandos, hiriendo la misma institucionalidad construida por ellos.
Pero un revés de esa dimensión, propiciada por tantos gobiernos progresistas a la vez en América latina, aislando como nunca a los EE.UU., no podría dejar de tener contraofensivas de parte de las derechas locales y de Washington. Las primeras reacciones fueron netamente golpistas, de las que el intento de 2002 en Venezuela fue el ejemplo más expresivo y que cerró el período de intentos golpistas de viejo estilo.
Enseguida vinieron otros intentos, más diversificados. Una modalidad que se repite siempre es el intento de tildar a los gobiernos de “corruptos”, que se asocia a la idea de que los partidos de izquierda se apropian del Estado para sus fines y de que toda fuente de corrupción viene del Estado. La ofensiva en contra del gobierno de Lula en 2005 es el mejor ejemplo de esta modalidad.
En Bolivia, la renovada iniciativa de la derecha tuvo como tema la reivindicación de la autonomía de provincias en contra del gobierno central de Evo Morales. Posteriormente, el tema ecológico fue utilizado por la oposición para apoyar marchas en contra del gobierno.
En Argentina, la ofensiva del 2007 en contra del gobierno de Cristina Kirchner se centró en la elevación de impuestos a la exportación de la soja. Posteriormente, temas vinculados con la inflación y al desabastecimiento –al igual que actualmente también en Venezuela– son los centros de las campañas opositoras.
El listado podría ser más largo y debiera ser, especialmente, más detallado. Sin embargo, nos basta para que podamos, en primer lugar, constatar que lo que la Cepal llamara, en su momento, un período “fácil” de acumulación, ya fue superado. Las derechas se recomponen y, contando con EE.UU., buscan recuperar iniciativa. No tienen propuestas alternativas de gobierno, oscilan entre afirmar que harán “lo mismo pero mejor”, a distintas formas de retroceso a políticas neoliberales –de las que el ejemplo más claro son las posiciones brasileñas reivindicando el equipo económico del gobierno de Cardoso–.
Lo que es cierto es que los gobiernos posneoliberales han logrado un gran apoyo popular, centralmente por sus políticas sociales, que son determinantes en el continente más desigual del mundo. Pero cuando hay fallas en las políticas sociales, ya sea directamente por problemas en las áreas correspondientes o, indirectamente, por ejemplo, cuando procesos inflacionarios quitan capacidad de compra a los salarios, se pierden apoyos populares.
Las políticas sociales, por esenciales que sean, permiten formas de consenso pasivo, como las sucesivas victorias electorales, aun a pesar de los monopolios privados de los medios de comunicación. Pero el paso de los consensos pasivos –aquellos en que, consultadas, las personas se pronuncian a favor de los gobiernos por sus políticas de carácter popular– a consensos activos, en que la gente dispone de argumentos a favor de esas políticas, de valores correspondientes a las formas de vida solidarias, y se dispone a organizarse y a movilizarse en su defensa, requiere estrategias específicas de construcción de hegemonías alternativas.
Esos análisis tienen que tomar en cuenta el marco general de la hegemonía conservadora, incluyendo las formas de vida y de consumo exportadas por EE.UU., el monopolio de los medios de comunicación y los otros factores que componen el período histórico que vivimos en América latina.
Hay que denunciar siempre las maniobras de la derecha y de su gran aliado, el gobierno de los EE.UU., pero hay que tener conciencia de que, cuando logran retomar la iniciativa e imponer reveses a las fuerzas progresistas, es porque han encontrado errores en esas fuerzas. Es hora de hacer un balance de las trayectorias recorridas por esos gobiernos, desde el triunfo de Hugo Chávez en 1998, pasando por todos los avances y los tropiezos desde entonces, en la perspectiva de la formulación consciente de estrategias de hegemonía posneoliberales, tomando en cuenta las fuerzas propias y las de los adversarios, así como nuestros objetivos estratégicos.
Ellos siempre actuarán conforme sus intereses y objetivos. Nos toca tener los nuestros claros, hacer balances constantes y actuar de forma coordinada.
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