En los años sesenta comenzó a popularizarse el concepto de socialismo real. Provenía de los países del bloque soviético, que justificaban así la divergencia entre las políticas que estaban llevando a cabo y el ideal que recogía la teoría marxista. El concepto fue fervorosamente adoptado en Occidente por los teóricos antimarxistas que lo utilizaban con una connotación clara: el socialismo real quiere decir que el socialismo en realidad supone colas en los supermercados, violación de derechos humanos, purgas y ausencia de pluralismo político. Muchas de esas críticas eran pertinentes y el concepto de socialismo real contribuyó en buena parte al desmoronamiento teórico y material del bloque soviético. Pero, ¿por qué nadie habla de capitalismo real cuando la aplicación del capitalismo difiere tanto de su ideal como lo hacía el socialismo del suyo?
Lo usual es pensar que la caída del bloque soviético culminó hace décadas, pero en realidad se siguen produciendo consecuencias por ese desmoronamiento. Por ejemplo, la pérdida de una lectura alternativa de la realidad, ajena a la lectura que hace el neoliberalismo. Ese desmoronamiento también es la causa de que ningún político o teórico influyente de la órbita progresista se haya tomado la molestia de adoptar y popularizar el concepto de capitalismo real.
Sin ningún rubor
Y basta con mirar a nuestro alrededor para saber que en el capitalismo real grandes corporaciones pactan los precios, en clara violación de la supuestamente sacrosanta ley de la competencia; es un sistema en el que se privatiza el beneficio económico pero se socializan las pérdidas de las empresas y en el que los Estados rescatan con dinero público a los bancos, empresas que no han sabido sobrevivir siguiendo las teóricamente sabias reglas del mercado.Para los adeptos al neoliberalismo, las reglas del mercado son sagradas pero sólo cuando su aplicación no pone en peligro elementos sistémicos del engranaje capitalista. Si el propio sistema amenaza con colapsarse, entonces los ultraliberales más fervientes no tendrán ningún rubor en introducir medidas correctivas, a saber: que el enemigo Estado pague. Ojo, para los neoliberales el sistema no colapsa por arrojar gente a la pobreza o a la explotación. En ese caso no hay que intervenir, hay que dejar que el mercado se autorregule. Sólo hay que intervenir cuando las disfunciones del capitalismo real pongan en peligro la inercia de privilegios de la minoría dominante, ese ya po-pular 1%.
En el capitalismo ideal la propiedad privada es inviolable. En el capitalismo real no. Ahí están las expropiaciones arbitrarias, a bajísimo precio, por ejemplo, o la nacionalización de empresas, alabada y consentida cuando busca salvar las disfunciones que el propio capitalismo genera, pero denostada cuando se practica en otros países en aras del interés colectivo.
Ni siquiera en lo individual los ultraliberales acatan su propia doctrina: es llamativo el hecho de que en España la gran mayoría de los dirigentes que defienden la ley de la selva y la reducción del Estado a su mínima expresión a menudo forman parte del cuerpo de funcionarios de ese Estado que pretenden desmantelar. En el capitalismo real las colas en los supermercados han sido sustituidas por las colas para conseguir el último modelo de Apple fabricado en condiciones de semiesclavitud, los precios no bajan cuando se liberaliza un sector y la ley de la oferta y la demanda es tan fantasiosa como Caperucita roja.
Además, hace décadas que quedó demostrado que la libertad de mercado por sí misma no supone ni libertades individuales ni más democracia: baste el ejemplo de China, ese modelo que más de algún neocon occidental le gustaría ver definitivamente trasladado a Europa.
Pero el rostro del capitalismo real es mucho más sombrío. Bajo la dictadura semántica de herramientas econométricas como el PIB, que limita el concepto de crecimiento a magnitudes macroeconómicas que enmascaran la cada vez más desigual distribución de la riqueza, la precarización creciente de las condiciones de trabajo o el insostenible deterioro del medio ambiente y el agotamiento de los recursos, el modelo de producción y consumo im-puesto suponen la muerte directa de miles de seres humanos al día y la pervivencia de regímenes totalitarios cuya estabilidad garantiza la ilusión de democracia que viven las sociedades occidentales.
Si el socialismo real mereció sucumbir, también lo merece el capitalismo real, pero nadie influyente parece interesado en hablar de capitalismo real, porque ese 1% de ultramillonarios y sus voceros son los dueños del relato imperante que se emplea para describir el mundo. Ya lo decía Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, en lo que respec-ta al significado de las palabras, la cuestión es quién manda.
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