Teresa del Conde La Jornada
La llamada influenza española (no porque su epicentro haya tenido lugar en España) hizo eclosión en todo el mundo a finales de la Primera Guerra Mundial. Por éstas y otras razones fue devastadora: la más extendida y letal que ha conocido la historia del siglo XX.
Según los expertos, tuvo un primer brote en Fort Riley, Kansas, en marzo de 1918; eso se ha sabido a posteriori mediante exámenes de laboratorio que especialistas de todo el mundo han llevado a cabo a partir de muestras que se conservaron.
¿Por qué se le denomina influenza o gripe española? Porque España, que fue país neutral durante la guerra de 1914-1918, la dio a conocer ampliamente mediante la prensa y también porque en ese país causó decesos al por mayor, como en todos los demás, México incluido, se dice que debido a que la fase armada de la Revolución propició su diseminación.
Los decesos se debieron a que las medidas para combatir la enfermedad y para prevenir contagio eran sumamente precarias. Tengamos en cuenta que los virus no se conocían en ese tiempo. Los estudios virales arrancan en los años 60 y alcanzan madurez hasta los 80, en tanto que los antibióticos, capaces de aniquilar bacterias, pero no virus, tienen su albor en el descubrimiento, se dice que fortuito, de la penicilina por el bioquímico y médico escocés Alexander Fleming.
Dadas sus extraordinarias capacidades de observación, se percató de que un hongo, entonces objeto de su estudio, debilitaba las bacterias o microbios que analizaba. Ya antes había llevado a cabo otros descubrimientos, pero ninguno tan importante como éste.
El proceso de fijación fue lento: se siguió utilizando ácido fénico para desinfectar. Fleming continuó sus estudios, que dio a conocer, pero fue hasta que otros dos investigadores, el australiano Florey y el chino Chain, trabajando en mancuerna con él, estabilizaron el hongo y pudo empezar a aplicarse.
Fleming participó en la guerra de 1914-1918 como oficial del Royal Army Medical Corps en Francia, lo que también coadyuvó a sus futuros hallazgos. La penicilina empezó a aplicarse con éxito a los heridos en la batalla de Normandía, en 1944.
Yo pude conocer algo sobre la epidemia, debido a que el poeta y crítico Guillaume Apollinaire, quien fue combatiente, murió de influenza en 1918. Dos años antes, cuando combatía en el ejército francés, sufrió una herida en la cabeza, situación que disminuyó sus defensas.
Entre los artistas que murieron en 1918 está el algo sobrevalorado (a mi juicio) Egon Schiele. Sin duda alguna dibujante talentoso, se dice de él que empezó a dibujar a los 20 meses, algo absurdo a todas luces.
Schiele estuvo muy influido de un movimiento propulsado por Ernst Pollack: Nuevos caminos eróticos. Cuando era estudiante de filosofía en Viena, se casó con Milena Jesenská, la espléndida corresponsal (y quizá amante) de Franz Kafka.
Milena también se vinculó con el escritor Hermann Broch, el autor de La muerte de Virgilio, ampliamente comentado por José María Pérez Gay en su libro El imperio perdido, magnífico inicio para el estudio de la cultura austro-húngara en ese tiempo, aunque no para el análisis de la pandemia a la que aludo, que tampoco se analiza en otro libro fundamental: The Austrian Mind (1976), de William M. Johnston, en el que se menciona muy de paso a Schiele.
Fue protegido del archifamoso Gustav Klimt, uno de cuyos retratos alcanzó estratosférico precio en subasta internacional hará un par de años, sin que a mi modo de ver pueda comparársele desde el ángulo estético con Picasso (también con precios tope) ni con otros.
Egon Schiele conoció un mes de cárcel cuando dio a conocer sus desnudos de niñas púberes, que fueron reprobados. Pero quizá sus obras más características sean la serie de autorretratos al desnudo en los que asume todo tipo de actitudes relacionadas con la masturbación y el orgasmo.
Sin duda que son magníficos dibujos a línea de un hombre casi esquelético, pero con los músculos bien remarcados y manos enormes.
Creo que a posteriori influyó a Guayasamín. Dibujó temas lésbicos que tuvieron plena acogida, así como parejas. Creía ser absolutamente un genio y así lo dijo días antes de morir, en octubre de 1928.
Vaticinó que se le veneraría en todos los museos del mundo. Expiró a los 28 años, igual que su mujer, y por la misma causa. Admiraba a Aubrey Beardslay, quien murió a los 25, en 1898, pero no de influenza, sino de tuberculosis.
Tomado de La Jornada. Enlace a texto original
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