lunes, 8 de mayo de 2017

Argentina, argumentos monetaristas, especulación y crisis


Rolando Astarita, Sin Permiso

En una nota anterior acerca del carry trade y la bicicleta financiera en Argentina (aquí), calificamos a la política del Banco Central argentino de “monetarista” y dijimos que consistía, en lo esencial, en anclar el dólar para frenar la inflación. Sin embargo, el BCRA dice que su política es del tipo “objetivo inflación” (inflation targeting, como se la conoce en el mundo); y es un hecho que esta orientación es presentada en el establishment académico y económico como una superación de la vieja receta monetarista, consistente en el control de la masa monetaria como medio de control de la inflación. A su vez, el presidente del BCRA, Federico Sturzenegger, ha dicho en repetidas oportunidades que su política es bajar la masa monetaria para disminuir la inflación; que no es lo que dice la ortodoxia del “objetivo inflación”.

A fin de clarificar las ideas, en esta nota analizamos las diferencias entre la política llamada de inflation targeting –en su formulación más estricta- y la política monetarista, para sacar luego algunas conclusiones acerca de la orientación del Banco Central y, por extensión, del gobierno de Cambiemos. Empezamos con las características centrales de la política objetivo inflación, en el marco de la economía argentina.

La política objetivo inflación y la situación en Argentina

La política objetivo inflación se ha venido aplicando de forma creciente en muchos países desde hace unos 25 años. A diferencia de lo que planteaban los monetaristas, los defensores de esta orientación admiten que los bancos centrales no pueden manejar la masa monetaria; pero sostienen que puede controlar la tasa de interés. Postulan también que existe una tasa de interés natural que lleva al equilibrio del pleno empleo sin inflación. Precisemos que ese nivel de equilibrio es el que alcanzaría espontáneamente el producto –usualmente medido en el PBI- si existiera plena flexibilidad de precios y salarios. En otros términos, es el producto que se lograría si todos los recursos estuvieran empleados; por eso se lo conoce como el producto potencial. Sin embargo, sigue el argumento, no siempre la economía llega a ese nivel, ya que existen rigideces de precios y salarios, e imperfecciones en los mercados. Por lo tanto, con frecuencia existe una brecha entre el producto real y el potencial. De ahí la necesidad y posibilidad para una cierta intervención del Estado en la economía, principalmente por vía de la política monetaria. La llamada “nueva síntesis neoclásica-keynesiana” se basa en esta idea.

La idea rectora entonces es controlar la inflación a través de la supuesta incidencia de la tasa de interés en la brecha del producto. Se sostiene que en la medida en que la economía se encuentra cerca de producir a plena capacidad, o si la demanda excede la capacidad de oferta, habrá una presión sobre los costos, incluidos los salarios. A su vez, los salarios empujarán más los precios, lo que llevará a nuevos aumentos de salarios, desembocando en una inflación generalizada. Se supone también que si aumenta la tasa de interés los hogares disminuyen el consumo y las empresas la inversión, y además bajan las expectativas de inflación, que juegan un rol central. Lo inverso sucede si baja la tasa de interés.

En base a estos elementos se aplica la llamada “regla Taylor” –formulada por John Taylor en 1993- que dice que la autoridad monetaria debe establecer la tasa de interés en respuesta a dos variables, la tasa de inflación y la brecha del producto. Esto es, el objetivo que se propone el Banco Central no es solo el control de la inflación, ya que también presta atención al producto. En EEUU este doble objetivo está establecido como “mandato dual” del Congreso a la Reserva Federal. Y el Banco Central de Europa, a pesar de que dice que su único objetivo es la estabilidad del euro, admite que considera también el nivel del producto.

En la práctica entonces el Banco Central fija una tasa de inflación objetivo, que Taylor supuso que podía ser del 2%. En consecuencia, si la tasa de inflación supera a la inflación objetivo, esto se explica por una “brecha del producto” positiva, y el Banco Central debe aumentar la tasa de interés. De esta manera se supone que disminuirán la demanda y las presiones salariales, llevando a una baja de la inflación. En resumen, el Banco Central fija la tasa de interés; esta última determina la brecha del producto; y la brecha del producto determina la tasa de inflación. En estos modelos el stock del dinero no tiene ningún rol; muchas veces ni siquiera se lo menciona (véase Arestis y Sawyer, 2002). Se trata de una orientación marcadamente neoclásica, que ha buscado, igual que el monetarismo, controlar y frenar las reivindicaciones del trabajo y sostener una moneda fuerte –o sea, el disciplinamiento social por medio del mercado- pero por una vía particular.

Dadas las limitaciones de la nota, no vamos a discutir aquí los problemas que tiene el inflation targeting, pero lo que parece claro es que los supuestos y el marco en que se pretende aplicarla no tienen absolutamente nada que ver con la situación Argentina. En particular porque es imposible explicar la inflación actual por alguna presión de la demanda, o por “brecha positiva” del output. Para dar un dato ilustrativo, en enero de 2017 la utilización de la capacidad instalada en la industria fue de apenas el 60,6%. Y los salarios han bajado, en términos reales, en el último año por lo menos un 6%, dando lugar a una pronunciada baja del consumo. ¿Cómo se pueden justificar entonces las altas tasas de interés y las bicicletas financieras-especulativas con el relato del inflation targeting? ¿Cómo se puede insinuar siquiera que hoy la inflación en Argentina se debe a alguna presión de la demanda, o de los salarios? Parece inexplicable.

Sturzenegger y el viejo argumento monetarista

A pesar de que las autoridades del BCRA dicen que aplican la política de objetivo de inflación, en concreto el argumento que se escucha es el del monetarismo. Recordemos que según Friedman existe inflación cuando el Banco Central inyecta dinero en la economía y “la gente” tiene más dinero del que desea conservar. En ese caso, busca descargar el exceso comprando primero bonos, luego acciones y otros títulos, y por último bienes y servicios. Dado que se supone que la economía está en su tasa natural de actividad (se habla de una tasa “natural” de ocupación), esta mayor demanda termina provocando la suba de precios y salarios. De acuerdo al planteo, si el Banco Central prevé que el producto real aumentará en el año un 3%, y busca que la tasa de inflación sea del 2%, debería aumentar la masa monetaria un 5%. Si el banco central aumenta la masa monetaria por encima del 5%, el exceso se irá a precios.

Todo pasa entonces por controlar la masa monetaria. Se considera que el Banco Central puede manejar la oferta monetaria a través de la compra o venta de títulos; o sea, con operaciones de mercado. Es el argumento de Sturzenegger (2017): “Si hay más dinero que el que la gente quiere, el precio del dinero caerá, o, dicho de otra manera, subirá el de los bienes (relativo al dinero). A ese fenómeno lo llamamos inflación. Es decir, que cada vez que haya más dinero que el que demanda la gente (ya sea porque aumenta la oferta o se reduce la demanda) vamos a tener inflación. Por ello, lo relevante para combatir la inflación es construir un esquema donde oferta y demanda de dinero puedan equilibrarse. Una vez que se implementa de manera consistente un esquema institucional que equilibra el mercado monetario doméstico, se paralizan de golpe los motores que originan la inflación”.

Sin embargo, la realidad es que no hay forma de controlar la masa monetaria, ya que la velocidad del dinero (o su inversa, la demanda de encajes líquidos) no es estable. Por eso, y como ya hace años explicaba Kaldor, el Banco Central no tiene control directo sobre la cantidad de dinero mantenida por el público no bancario en la forma de depósitos en los bancos; además, los efectos de la tasa de interés sobre esa masa monetaria son muy inciertos (véase Desai, 1989, p. 243). Es significativo que David Laidler, uno de los más destacados referentes del monetarismo, debiera admitir, a comienzos de los 1980, que la demanda de dinero era muy inestable en Estados Unidos y otros países adelantados (también citado por Desai, p. 209).

Señalemos también que una parte sustancial de la oferta monetaria se genera de forma endógena a través del crédito que otorgan los bancos a las empresas. Por otra parte, la internacionalización de las economías (de hecho, en Argentina la circulación del dólar no es en absoluto despreciable) y la constante creación de instrumentos financieros, hacen prácticamente imposible controlar la masa monetaria. Incluso ni siquiera está claro qué es lo que se debe controlar. Por ejemplo, en Argentina ¿se debe controlar M1 (billetes en manos del público más depósitos a la vista)? ¿O M2 (M1 más cajas de ahorro)? ¿O M3 (M2 más depósitos a plazo)? Nadie lo define con precisión. Todo esto explica por qué los breves intentos en que los bancos centrales quisieron controlar la masa monetaria terminaron en fracasos (Desai, 1989).

La consecuencia fue entonces que desde hace años los bancos centrales dejaron de proponer como objetivo controlar la masa monetaria. Esto es así, a pesar de lo que continúan diciendo los manuales habituales de Macroeconomía. Y específicamente en el caso de Argentina tiene incluso menos sentido, si se quiere, sostener que existe la posibilidad de que, con la economía en recesión, pudiera haber un aumento de precios porque los hogares promedio están intentando descargar “encajes excedentes” comprando bienes. Aunque el argumento forma parte del discurso habitual de los voceros del monetarismo, sistemáticamente invitados por los medios locales para que ilustren a la opinión pública sobre su elevada ciencia. Sinceramente, cabe preguntarse ¿en qué mundo vive esta gente?

La receta de anclar el dólar

Por lo argumentado, el contenido de la actual política monetaria del BCRA no tiene que ver con “cerrar una brecha del producto positiva” o “impedir que el dinero excedente vaya a la compra de bienes”, sino con impedir que los pesos vayan al dólar. Es que la demanda de dinero en países con alta inflación depende negativamente de la tasa de inflación, tanto corriente como esperada. O sea, en la medida en que la moneda local pierde valor, el dólar, u otra moneda fuerte, pasan a ser refugio de valor y medio de atesoramiento. Por eso los inversores de cartera arbitran constantemente entre la moneda local, cuando consideran que la tasa de interés es atractiva, y el dólar, al que vuelven cuando prevén una devaluación. Esto es, con la actual política del BCRA, en tanto los inversores piensen que el tipo de cambio se mantiene estable, hacen grandes beneficios colocando los fondos a elevadas tasas en bonos y depósitos en moneda local. Y si el gobierno financia el déficit fiscal con emisión monetaria, la presión inflacionaria se acrecienta. Alternativamente, si lo financia tomando deuda externa, aumenta el peso total de la deuda; lo que se acompaña de una creciente cantidad de capitales especulativos, dispuestos a salirse de las colocaciones locales apenas las cosas se pongan feas.

La realidad entonces es que al margen de los discursos sobre “objetivo inflación” el BCRA está anclando el dólar. En otra nota hemos presentado los argumentos de por qué el impulso inflacionario fundamental está asociado a las devaluaciones del peso (véase aquí y siguientes). Por eso, siempre que la inflación tomó vuelo, convirtiéndose en un problema para la acumulación, se ha intentado frenarla anclando el precio del dólar. Casos representativos fueron la Convertibilidad menemista, y antes la política de Martínez de Hoz. También en el final del gobierno de Cristina Kirchner se intentó moderar la inflación anclando el dólar. Con el gobierno de Cambiemos se profundizó y extendió esta política.

Enfatizamos en consecuencia que las altas tasas de interés, que dan lugar a la actual bicicleta financiera, tienen como objetivo que los inversores no vayan al dólar. Paralelamente continúa alta la inflación, alimentada por la suba de las tarifas, y parcialmente por la emisión monetaria (el BCRA dispuso asistir al Tesoro en 2017 con 150.000 millones de pesos). La entrada de capitales especulativos, o por colocación de deuda, por otra parte, aprecia el peso, sin que favorezca el repunte de la economía. La consecuencia es un tipo de cambio real que no es compatible con la baja productividad de la economía. Tengamos presente que el balance de cuenta corriente fue deficitario en 2016 por 15.024 millones de dólares (y en 2015 el déficit fue de 16.806 millones de dólares; datos INDEC); representa el 3,4% del PBI.

Por ahora la situación se sostiene en la medida en que siguen entrando capitales, en especial para inversiones de cartera. Se trata de un escenario altamente inestable, que con frecuencia ha terminado en profundas crisis, en las que se producen salidas súbitas y fulminantes de los capitales que desarman sus portfolios, acompañadas por la caída precipitada de las reservas internacionales, devaluaciones y quiebres bancarios y financieros. En definitiva, por más que hablen de la “novedad” del “objetivo inflación”, esta historia ya se ha vivido en Argentina (y en otras partes del mundo). Invariablemente, para los trabajadores las consecuencias de estas crisis son caídas de los salarios, empeoramiento de las condiciones laborales y de vida, y aumento del desempleo.
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Textos citados: Arestis, P. y M. C. Sawyer, (2002): “Does the Stock of Money Have Any Causal Significance?”, Working Paper N° 363, Nueva York, The Levy Economics Institute.
Desai, M. (1989): El monetarismo a prueba, México, FCE.
Sturzenegger, F. (2017): “Panorama económico y financiero: perspectivas nacionales e internacionales”, Intervención en el 21° Simposio Internacional de Economía, (http://www.bcra.gob.ar/Noticias/Federico_Sturzenegger_en_el_Simposio_Internacional_de_Econom%C3%ADa.asp).

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