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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Una oportunidad «histórica»: la «ganga» de invertir en muerte


Nahia Sanzo, Slavyangrad

“«La historia enseña que las guerras comienzan cuando los gobiernos creen que el precio de la agresión es barato», argumentó el presidente Ronald Reagan en 1984. Supervisó un enorme aumento del presupuesto de defensa de Estados Unidos que la Unión Soviética solo podía contrarrestar destrozando su economía. A finales de la década, el «imperio del mal» se estaba derrumbando”. Así, citando a un presidente que apoyó cada uno de los regímenes de extrema derecha en Centroamérica para utilizarlos en su guerra sucia contra el sandinismo nicaragüense, sembrando la zona de escuadrones de la muerte y permitiendo -y participando en- el tráfico de drogas para financiar la parte de Contra del escándalo Irán-Contra, es como The Economist comienza uno de sus muchos artículos de este mes dedicados a la propagada bélica y a exigir una mayor implicación de los países europeos en términos económicos. La lucha conta el imperio del mal -de todos los regímenes de la historia, fue la que liberó Auschwitz al que Estados Unidos otorgó ese calificativo- lo justificaba todo, incluso la participación en masacres como la de El Mozote, donde 553 de los casi mil asesinados eran menores de edad, y tras la que un joven Elliot Abrams, entonces subsecretario de Estado de Derechos Humanos, trató de culpar a las guerrillas, no a la Contra financiada, armada y asesorada por Washington.

El mundo ha cambiado mucho, pero casi 30 años después, Abrams seguía luchando contra sus mismos demonios encargado de tratar de derribar al Gobierno venezolano con la operación Guaidó. Ni el enemigo ni las circunstancias eran las mismas, pero sí lo fue la retórica, algo que se repite también en la guerra en Europa. La Guerra Fría teóricamente terminó, la restauración capitalista acabó con cualquier resto del Estado social creado por la Unión Soviética y durante más de una década Washington buscó desesperadamente un enemigo con el que compararse y justificar su gasto militar. La guerra contra el terrorismo de George W. Bush, que definía militante como varón en edad militar (16-65 años) en territorios con supuesta presencia terrorista y la hacía susceptible de ser asesinada a distancia en las montañas de Pakistán o en el desierto de Yemen, sirvió para justificar un aumento del uso de la fuerza y de la producción militar, pero ningún oponente ha causado tanta exaltación en el establishment de política exterior y el complejo militar industrial como el retorno del viejo enemigo de la Guerra Fría. Al contrario que China, que tiene argumentos económicos, industriales, comerciales, militares y demográficos para presentarse como aspirante a primera potencia mundial, la Rusia moderna no puede esperar más que a ser una potencia continental con presencia tanto en Asia como en Europa. Sin embargo, como en tiempos de la Unión Soviética, que solo se enfrentó a Estados Unidos en guerras subsidiarias o en las que era actor secundario -Vietnam, Corea, Afganistán o, como proveedora de armas, en Angola-, Moscú es el rival ideal: inferior en potencia económica, ligeramente por detrás en términos militares y sin ninguna intención de atacar a Estados Unidos. A la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus siglas en inglés, creando un acrónimo ideal para la situación: loco) hay que añadir la certeza de que el potencial militar estadounidense, al que se suma el de sus aliados, entre los que se encuentran otras potencias nucleares, siempre fue superior. Frente a los deseos suicidas que la prensa actual adjudica a Vladimir Putin, del que The Economist proclamaba hace meses que se prepara para invadir Estonia, y que líderes occidentales suponían a la Unión Soviética, la realidad siempre manda en las relaciones políticas y militares.

Frente al simplismo de Reagan, que construía la realidad de la misma forma que lo hace Donald Trump, según las necesidades del guion, las guerras son un fenómeno complejo que comienza por diversos motivos: expansionismo, lucha por los recursos naturales, desequilibrio de poder entre actores cuyos intereses son incompatibles o simplemente una puerta cerrada a resolver las contradicciones por la vía política. Esta última ha sido la causa principal tanto del estallido de la guerra de 2014, en la que se impidió cualquier diálogo que pudiera rebajar tensiones y devolver el conflicto político a una mesa de negociación, como de la invasión rusa, que pudo prevenirse con el cumplimiento de los acuerdos de Minsk y el compromiso de cesar en la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas. Esa certeza no solo es la base fundamental del discurso ruso, sino que es compartida por una parte importante del Sur Global, que tampoco comprende cuál es la razón de ser de la existencia de la Alianza Atlántica una vez que el enemigo contra el que se creó, el bloque socialista encabezado por la Unión Soviética, es solo un recuerdo.

Sin embargo, recuperando el discurso de la Guerra Fría, ilustrando los artículos sobre las futuras invasiones rusas de Europa con imágenes de la catedral de San Basilio en lugar del Kremlin y equiparando a Vladimir Putin con Stalin -que nunca se extralimitó más allá de su esfera de influencia y aceptó estoicamente que no podría ayudar al bando comunista en la guerra civil griega y que España no sería liberada del franquismo tras la Segunda Guerra Mundial-, la lógica no ha cambiado. Todo se reduce a las matemáticas, a la suma de recursos y la cantidad de armas enviadas al frente y producidas para prevenir -o provocar- un choque entre potencias que dejaría la guerra de Ucrania, la más intensa de las últimas décadas, a la altura del barro. En realidad, como para el keynesianismo militar que Estados Unidos puso en marcha en los años 50 para aprovechar las circunstancias de la guerra de Corea pero sin ningún otro de los rasgo del aumento del gasto público para otros sectores, la guerra sigue siendo, como lo era en los tiempos de Reagan, una oportunidad y Moscú, su principal excusa.

“Hoy en día”, afirma The Economist en referencia a la cita de Reagan con la que abre su artículo de defensa del aumento del gasto militar para Ucrania, “Europa se enfrenta a una amenaza externa similar en forma de una Rusia agresiva que está decidida a destruir Ucrania y romper la unidad de la OTAN. Para detenerla, Ucrania necesita que se le suministre suficiente dinero y material para defenderse, mantener a flote su economía e imponer un coste punitivo a Rusia. Los partidarios de Ucrania también deben transmitir de forma creíble que apoyarán al país durante el tiempo que sea necesario para dejar claro a Vladimir Putin que no puede ganar una guerra larga. La diferencia ahora es que Europa tendrá que correr con los gastos casi en su totalidad sin Estados Unidos, que bajo la presidencia de Donald Trump está abandonando una alianza que ha mantenido la paz en Europa durante 70 años”. No importa en absoluto que las órdenes de Donald Trump hayan conseguido un aumento del gasto militar europeo sin precedentes desde el final de la Guerra Fría, que los países europeos hayan provocado guerras más allá de las fronteras del continente -o dentro de él en los Balcanes-, ni que las amenazas de abandonar la Alianza existieran solo en las mentes de quienes se temían la pérdida de esa herramienta militar. Cualquier argumento, real o inventado, es bueno para justificar la necesidad de invertir aún más en la guerra.

Gastar más dinero a costa de posibles recortes en el estado de bienestar, algo que Mark Rutte ha defendido abiertamente alegando que la opción alternativa es aprender ruso, para que, bajo la lógica de Reagan, Ucrania pueda poner en marcha la estrategia de Nixon en Vietnam es, para The Economist, “una oportunidad gigante para Europa”. “En conflictos prolongados, la capacidad y la voluntad de reunir recursos y encontrar nuevas formas de obtener dinero en efectivo son fundamentales para determinar quién gana: a veces son el factor decisivo. Esa verdad está a punto de hacerse realidad para Europa. Ucrania se enfrenta a una grave crisis de liquidez. A menos que algo cambie, se quedará sin dinero a finales de febrero”, explica The Economist, que se adhiere a la preocupación mostrada por un artículo de The Times que, en la misma línea y con el mismo objetivo recaudador, alerta de que “Kiev puede no pasar de la primavera”.

“Después de casi cuatro años de guerra, el costo de los combates es enorme. Para finales de 2025, el esfuerzo militar de Ucrania, definido como su presupuesto de defensa más las donaciones extranjeras de armas y subvenciones militares, habrá costado un total de aproximadamente 360.000 millones de dólares. Este año, el esfuerzo bélico requerirá entre 100.000 y 110.000 millones de dólares, la suma más alta hasta la fecha, equivalente a aproximadamente la mitad del PIB de Ucrania”, advierte The Economist, que añade que “dos de las tres fuentes de financiación de Ucrania se están agotando. En febrero, tras la llegada de Trump a la Casa Blanca, se interrumpieron las asignaciones financieras mensuales de Estados Unidos a Ucrania. Mientras tanto, Ucrania ha pedido prestado todo lo que se le iba a prestar. Tiene un déficit fiscal oficial de aproximadamente una quinta parte del PIB; la deuda pública se ha duplicado como porcentaje del PIB desde antes de la guerra, hasta alcanzar aproximadamente el 110%. Su capacidad para pedir préstamos a los hogares y empresas nacionales, afectados por la guerra, es limitada”. En esa coyuntura, las únicas fuentes para defender a Ucrania mientras sea necesario, es decir, para financiar varios años más de guerra, son los países europeos, la Unión Europea y el Reino Unido.

Y ahí es precisamente donde están las buenas noticias. La guerra de Ucrania no ha de considerarse un lastre, una catástrofe, ni siquiera un mal menor. “La Europa endeudada y dividida necesita encontrar el dinero para mantener a Ucrania en la lucha. Pero sería un terrible error considerar esta solicitud de fondos como un simple ejercicio doloroso en el presupuesto anual. Por el contrario, se trata de una oportunidad histórica para cambiar el equilibrio de poder entre Europa y Rusia, al poner de manifiesto la fragilidad financiera del Kremlin y alterar los cálculos de Vladimir Putin sobre la guerra y la paz. También es una oportunidad para acelerar los esfuerzos de Europa por establecer su independencia militar y financiera de Estados Unidos. La factura para Ucrania es más elevada de lo que la mayoría de los europeos creen, pero también es una ganga”. Las consecuencias que está sufriendo el país por la destrucción que implica la guerra no importan, los países europeos han de invertir en muerte para destruir por fin al odiado enemigo. Aunque eso se lleve por delante al país que dicen defender. Pase lo que pase, sea cual sea el coste económico y social de la guerra, todo será una ganga si el resultado es la derrota de Moscú.

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