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miércoles, 4 de junio de 2025

Tristán e Isolda y el nacimiento de Occidente

El Occidente celta llevó a su punto más alto la mística de la existencia, mezclando fuentes paganas y cristianas en relatos fantásticos

Claude Bourrinet, Euro-Synergies

Digamos de entrada que es inútil preguntarse si las obras nacidas de esta ardiente fusión eran paganas o cristianas. Esta dicotomía pertenece al hombre moderno. Los hombres de la Edad Media, sobre todo en el siglo XII, aceptaban sin demasiados problemas los dos cauces de la imaginación. A menudo tenían la sensación de vivir en un mundo donde los milagros y los «prodigios» se producían con facilidad y lo sobrenatural se imponía a lo natural. Además, en la Biblia, los «monstruos» y los fenómenos extraños no son infrecuentes, sobre todo si las leyendas populares se han injertado en el corpus judeocristiano. Las apariciones de hadas, fantasmas y bestias extrañas no se consideraban fenómenos anormales. La gente se adhería con fe y entusiasmo a imágenes mentales que daban a la existencia un sabor y una densidad que hemos perdido.

Tampoco debemos traducir al lenguaje moderno las concepciones que teníamos de la muerte, el amor, la pasión y las reglas sociales. Es inútil buscar en los relatos de esta época material sociológico para comprender las creaciones que habrían resultado. ¿Qué importa que los celtas vivieran y durmieran juntos en grandes salones? ¿Qué importa el «sen» (significado)?

En aquella época, la vida de un hombre se asemejaba al mundo del más allá y no se sabía cuándo podía pasar de uno a otro.

Tristán e Isolda es sin duda la leyenda («lo que se lee») que cristaliza todas estas tendencias.

Sólo disponemos de un único manuscrito de la novela de Béroul (del que sabemos muy poco, sólo dos apariciones de un nombre: «Berox», en los versos 1268 y 1790), con el principio y el final cortados. Se supone incluso que hubo dos autores. Hay una parte, probablemente escrita hacia 1165-1170 y otra hacia 1190.

Hay que tener en cuenta que en esta época escribía Chrétien de Troyes, de quien se dice incluso que comenzó sus obras maestras con una novela del Rey Marcos e Ysalt la Rubia, que se ha perdido.

Sin embargo, se supone que Chrétien rechazaba el amor cortés, basado en el principio del adulterio. ¿Podría ser ésta la razón de la desaparición de la novela?

Es necesario cuestionar el carácter novelesco de la obra de Béroul.

En primer lugar, no olvidemos que en aquella época todos los libros se leían en voz alta y su realidad se percibía como una «representación» oral, quizá en parte gestual (como partes de la misa). Había que articular la voz, cantar el texto, como en una ceremonia, un ritual. Del mismo modo, había que tener en cuenta y acentuar la respiración. En la visión teológica que prevalecía en la época, el aliento tenía una importancia capital: el pneuma, el soplo de Dios, es también el Verbo, la energía. Respira toda la creación, dando a la naturaleza, a los seres y a todo lo que es un soporte. Es el acto (energeia, Ἐνέργεια), unido a la potencia (dynamis), y, más allá de la physis, la natura, que permite fundar el pensamiento.

El círculo de lectores (familia, clan, visitantes) tiene un papel primordial en la puesta en escena de la lectura. Es el receptáculo que provoca la tensión, la concentración, la dramatización, la comunión y la emoción. El hombre medieval era muy sensible, a veces hiperbólicamente. En lecturas como la de Tristán e Isolda, debía de haber algo parecido a la gran misa de Wagner, pero más íntimo, claro.

Sobre todo, no hay que imponer a esta ritualización del texto las representaciones modernas del acto de lectura (silenciosas desde finales de la Edad Media) y de la recepción moderna. La creación de este segundo mundo engendrado por el libro no es todavía literatura. La literatura nace cuando el acto de leer se vuelve individual y se dirige a la conciencia del lector, que produce en su conciencia singular, mediante un acto que combina escritura e imaginación, un universo que sustituye a su propia vida. En el siglo XII las representaciones surgidas de la lectura eran probablemente comunes. La cuestión se refiere a la función de esta «construcción», que se asemeja a la de Dios haciendo surgir la Creación de la nada por medio de la Palabra. Con el tiempo, la visión de la Creación se ha reducido al tamaño del átomo que es el individuo.

Las «novelas» (narraciones en lengua romance, ¿no hace falta recordarlo?) no son en su origen objetos triviales. Incluso es posible pensar que se encuentran en la frontera entre lo profano y lo sagrado. Tal es el caso de Chrétien de Troyes. Su última obra, Le Conte du Graal, es un relato de iniciación. El Grial sirve de ideal, de meta de una peregrinación a las fuentes de la vida, que es el espíritu, pero también de emblema de toda una corriente mística que, a fin de cuentas, aún no se ha extinguido, ya que el tema de la Búsqueda sigue guiando innumerables relatos, incluso hoy en día.

En este sentido, el Romance de Tristán e Isolda es una obra de una perfección sin parangón. Muchos lo consideran el símbolo y el principio de la civilización occidental, con su poderoso élan vital aliado a la pulsión de muerte más radical y su fascinación oceánica por el infinito y el amor. A través de él, alcanzamos las cumbres del alma entrelazada con el cuerpo, en el umbral del deslumbramiento divino, que los arrastra borrando, mediante el éxtasis, todas las oposiciones que magullan la existencia terrenal. Como escribe Marcel Schneider, autor de un espléndido Wagner, publicado por Editions du Seuil, «con una mano que no temblaba, [Tristán e Isolda] trazó la curva de la pasión más aventurera, la más destructora y la más pura. Amor y muerte, cuerpo y alma, destino y voluntad, Dios y sus criaturas, todos los contrastes se han unido para siempre, de una vez por todas… y nunca más».

Resulta fascinante seguir las huellas de esta maravilla en la literatura. De la Princesa de Clèves a Manon Lescaut, de Le Rouge et le Noir a Carmen, de Atala a las novelas de Gracq, pasando por Nadja y los surrealistas, si nos ceñimos al ámbito francés, encontramos el amor y la muerte, el vacío trágico de la vida y la aspiración al infinito, la confrontación con el mundo mezquino de lo que los seguidores de Fin'amor llamaban losengiers, los celosos, los mezquinos, los «viejos».

Y, por supuesto, el Mago de Bayreuth es sin duda el que ha redescubierto el alma a la perfección.

Sin embargo – y dejemos a un lado las versiones que siguieron a la de Béroul en el siglo XIII, que son en cierto modo degradaciones demasiado humanas del mito –, Wagner ha cambiado el que probablemente sea el episodio más importante de la leyenda. En la versión original de Béroul, la doncella Brangien comete un error y vierte en la copa la poción de amor destinada al rey Marcos y a la prometida a la que Tristán le lleva, en lugar de una bebida inofensiva, infundiendo así a los héroes el amor-pasión y la muerte. Para Wagner, en cambio, el amor nace a primera vista. Humaniza y psicologiza el mito. Ahora bien, sabemos, como los hindúes, que el azar es siempre el instrumento favorito de los dioses. El lanzamiento de los dados es también el lanzamiento de la gracia. Esto lo sabía muy bien André Breton, que hizo de ello el hilo aventurero de la búsqueda surrealista y un leitmotiv de su hermosa novela Nadja.

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