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sábado, 7 de diciembre de 2024

Israel y la guerra de Occidente contra sí mismo


Ramzy Baroud, Counter Punch

Las órdenes de detención del Tribunal Penal Internacional (TPI) contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el exministro de Defensa Yoav Gallant son un desastre diplomático para Israel, según The Economist, un «duro estigma» para el dirigente israelí, escribió The Guardian, y un «duro varapalo», según otros.

Pero un término en el que muchos parecen estar de acuerdo es que las órdenes de detención representan un terremoto, aunque muchos dudan de que Netanyahu llegue a sentarse algún día frente a un tribunal.

El sector propalestino, que últimamente representa a la mayoría de la humanidad, se debate entre la incredulidad, el escepticismo y el optimismo. Resulta que, después de todo, el sistema internacional tiene pulso, aunque débil, pero suficiente para reavivar la esperanza de que la rendición de cuentas legal y moral aún es posible.

Esta mezcla de sentimientos y lenguaje fuerte es el reflejo de varias experiencias importantes e interconectadas: una, el exterminio sin precedentes de toda una población que está llevando a cabo Israel contra los palestinos en Gaza; dos, el fracaso absoluto de la comunidad internacional a la hora de detener el espeluznante genocidio en la Franja; y, por último, el hecho de que el sistema jurídico internacional ha fracasado históricamente a la hora de hacer que Israel, o cualquiera de los aliados de Occidente, rindan cuentas ante el derecho internacional.

El verdadero terremoto es el hecho de que es la primera vez en la historia que el CPI exige responsabilidades a un líder proccidental por crímenes de guerra. De hecho, históricamente, la inmensa mayoría de las órdenes de detención y las detenciones efectivas de acusados de crímenes de guerra parecían tener como objetivo el Sur Global, y África en particular.

Sin embargo, Israel no es un Estado «occidental» ordinario. El sionismo fue un invento colonial occidental, y la creación de Israel sólo fue posible gracias al apoyo incondicional y sin trabas de Occidente.

Desde su creación sobre las ruinas de la Palestina histórica en 1948, Israel ha desempeñado el papel de ciudadela colonial occidental en Oriente Medio. Todo el discurso político israelí se ha adaptado y situado dentro de las prioridades y supuestos valores occidentales: civilización, democracia, ilustración, derechos humanos y similares.

Con el tiempo, Israel se convirtió en gran medida en un proyecto estadounidense aceptado tanto por los liberales como por los conservadores religiosos.

Por lo tanto, no sería exagerado afirmar que la acusación del CPI contra Netanyahu, como representante de la clase política de Israel, y contra Gallant, como líder de la clase militar, es también una acusación contra Estados Unidos.

A menudo se dice que Israel no habría podido llevar a cabo su guerra, por tanto el genocidio, contra Gaza sin el apoyo militar y político estadounidense. Según el sitio web de noticias de investigación ProPublica, en el primer año de la guerra, Estados Unidos envió más de 50.000 toneladas de armamento a Israel.

Los principales medios de comunicación y periodistas estadounidenses también son culpables de ese genocidio. Enaltecieron a los ahora criminales de guerra Netanyahu y Gallant, junto con otros líderes políticos y militares israelíes, como si fueran los defensores del «mundo civilizado» contra los «bárbaros». Los medios de comunicación conservadores los presentaron como profetas que realizaban la obra de Dios contra los supuestos paganos del Sur.

Ellos también han sido acusados por el TPI, una acusación moral y un «duro estigma» que nunca podrá erradicarse.

Cuando Karim Khan, el fiscal jefe deI TPI, solicitó inicialmente las órdenes de detención en mayo, muchos dudaron de su efectividad, y con razón. Los israelíes consideraban que su país contaba con el apoyo necesario para rechazar tales órdenes. Citaron intentos anteriores, incluido un caso judicial belga en el que las víctimas de la brutalidad israelí en Líbano intentaron responsabilizar al ex primer ministro israelí Ariel Sharon de la masacre de Sabra y Shatila. No sólo se desestimó el caso en 2003, sino que Bélgica fue presionada por Estados Unidos para que modificara su propia legislación de modo que no incluyera la jurisdicción universal en caso de genocidio.

Tampoco Estados Unidos se mostró muy preocupado, pues estaba dispuesto a castigar a los jueces del TPI, difamar al propio Khan y, según un reciente post en las redes sociales del senador estadounidense Tom Cotton, dispuestos a «invadir La Haya».

De hecho, esta no es la primera vez que Estados Unidos, que no suscribió el Estatuto de Roma y por tanto no es miembro del TPI, exhibe sus músculos contra quienes simplemente intentan hacer cumplir el derecho internacional. En septiembre de 2020, el gobierno estadounidense impuso sanciones a la entonces fiscal jefe Fatou Bensouda y a otro alto funcionario, Phakiso Mochochoko.

Incluso quienes querían que se exigieran responsabilidades por el genocidio israelí tenían dudas, sobre todo porque gobiernos occidentales proisraelíes, como el de Alemania, dieron un paso al frente para impedir que se emitieran las órdenes de detención. Los retrasos injustificados en los procedimientos contribuyeron al escepticismo, sobre todo porque de repente el propio Khan estaba siendo procesado por supuesta «conducta sexual inapropiada». Sin embargo, después de todo esto, el 21 de noviembre se emitieron las órdenes de detención, en las que se acusaba a Netanyahu y Gallant de presuntos «crímenes de guerra» y «crímenes contra la humanidad», siendo los otros delitos punibles dentro de la jurisdicción de la CPI el genocidio y la agresión. Teniendo en cuenta que el más alto tribunal del mundo, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), ya ha determinado que es plausible que los actos de Israel puedan equivaler a genocidio y que actualmente está investigando el caso, Israel, como Estado, y los principales dirigentes israelíes se han convertido de repente, y merecidamente, en enemigos de la humanidad. Aunque es correcto y legítimo argumentar que lo realmente importante es el resultado tangible de estos casos -poner fin al genocidio al tiempo que se responsabiliza a los criminales de guerra israelíes-, no debemos pasar por alto el significado más amplio de estos acontecimientos trascendentales. La CIJ y el TPI son esencialmente dos instituciones occidentales creadas para vigilar el mundo reforzando el doble rasero resultante del sistema internacional dominado por Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Son el equivalente legal del acuerdo de Bretton Woods, que regulaba el sistema monetario internacional para servir a los intereses occidentales de Estados Unidos. Aunque, en teoría, defendían valores universalmente encomiables, en la práctica sólo servían como herramientas de control y dominio del orden occidental. Durante años, el mundo ha estado en un proceso de cambio evidente e irreversible. Nuevas potencias surgían y otras se reducían. La agitación política en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia no eran más que reflejos de la lucha interna en las clases dirigentes occidentales. El increíble ascenso de China, la guerra en Europa y la creciente resistencia en Oriente Próximo han sido consecuencia y aceleradores de ese cambio.

De ahí la constante exigencia de reformas en el sistema internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial para reflejar de forma más equitativa las nuevas realidades mundiales. A pesar de la resistencia estadounidense-occidental al cambio, las nuevas formaciones geopolíticas siguieron produciéndose, a pesar de todo.

El genocidio de Gaza representa un momento decisivo en esta dinámica global. Esto quedó reflejado en el lenguaje utilizado por Karim Khan cuando solicitó las órdenes de detención, haciendo hincapié en la credibilidad del tribunal. «Para eso tenemos un tribunal», dijo en una entrevista exclusiva con CNN el 20 de mayo. «Se trata de la aplicación igualitaria de la ley. Ninguna persona es mejor que otra. Ninguna persona es santa en ningún sitio».

El énfasis en la credibilidad es aquí una culminación de la evidente pérdida de credibilidad en todos los frentes. Esto no debería sorprender, ya que fue Occidente, el autoproclamado paladín de los derechos humanos, la misma entidad política que abanderó, defendió y sostuvo el genocidio israelí.

Aunque a uno le gustaría creer que las órdenes de detención del TPI se dictaron exclusivamente por el bien de las víctimas del genocidio israelí, numerosas pruebas sugieren que la imprevista medida fue un intento desesperado de Occidente por salvar la poca credibilidad que había mantenido hasta ese momento.

El gobierno de Estados Unidos, violador impenitente de los derechos humanos, ha mantenido su firme postura en defensa de Israel, culpando al TPI por las órdenes de detención, no a los criminales de guerra israelíes por cometer el genocidio.

Sin embargo, el conflicto en Europa ha sido mucho más palpable, reflejado en la postura de Alemania, que dijo que «examinaría detenidamente» las órdenes de detención, pero que es «difícil imaginar que hagamos arrestos sobre esta base».

Uno mantiene la esperanza de que los cambios de las potencias mundiales acaben salvando el derecho internacional de la hipocresía y el oportunismo de Occidente. Pero lo que está claro por ahora es que el propio conflicto de Occidente no hará sino ganar impulso. ¿Serán los que crearon la amenaza sionista israelí las mismas potencias que la derriben? Cabe dudarlo.

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