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martes, 6 de agosto de 2024

Quitarse la camisa de fuerza y huir del manicomio

La realidad del capitalismo moderno es la inestabilidad permanente pero sin perspectiva de una crisis que le ponga fin al sistema.

Seth Ackerman, Jacobin

La crisis de 2008 le enseñó al mundo cómo el capitalismo somete la vida humana a las fuerzas del dinero mejor de lo que cualquier tratado marxista podría haberlo hecho.

La economía mundial recuperó un ritmo de crecimiento sostenido, pero las cicatrices psíquicas y sociales todavía no desaparecieron. En términos económicos, los efectos son permanentes: hoy, gracias al derrumbe, las familias estadounidenses nacidas en los años 1970 poseen un 40% menos de riqueza de la que tenían las familias nacidas en el mismo grupo etario hace treinta años. Y las políticas de la década intermedia siguen reverberando con las últimas palabras de Mohamed Bouazizi, el vendedor callejero tunecino que se autoinmoló quince meses después del colapso de Lehman y desató la Primavera Árabe: ¡¿Cómo pretenden que me gane la vida?!

Un hilo rojo vincula este terremoto con una serie de inestabilidades subsecuentes, que abarcan desde Occupy («¡Somos el 99%!») hasta el Oxi («¡No!») griego, pasando por el levantamiento de Jeremy Corbyn («Para los muchos, no para los pocos»). Sin embargo, la supremacía política del capital permanece obstinadamente intacta.

Como dice Mike Beggs a propósito del difunto economista Hyman Minsky, la realidad del capitalismo moderno es la inestabilidad permanente sin perspectivas de una crisis que le ponga fin al sistema. «El verdadero momento Minsky», escribe, «es el rescate». Mediante rescates de uno u otro tipo, que abarcan desde los rescates directos a los bancos centrales hasta los programas de compra de bonos de los bancos centrales, los gestores de las crisis no solo estabilizaron el sistema, sino que dejaron al descubierto su infinita dependencia de la intervención estatal. En este sentido, hirieron de muerte las premisas ideológicas del capitalismo pos Guerra Fría.

Hace casi veinte años, Thomas Friedman, columnista del New York Times y bardo del neoliberalismo, hablaba con elocuencia lírica de lo que denominaba «la camisa de fuerza de oro», esa «prenda político-económica que define esta época de globalización» y cuya «original costurera», Margaret Thatcher, «pasará a la historia como una de las grandes revolucionarias de la segunda mitad del siglo veinte». Si un país quería ponerse la camisa de fuerza de oro, debía seguir las «reglas de oro»:
hacer del sector privado el principal motor de su crecimiento económico, manteniendo bajos niveles de inflación y estabilidad de precios, achicar el tamaño de su burocracia estatal, mantenerse lo más cerca posible de un presupuesto equilibrado, si no del superávit, eliminar y rebajar las tarifas de los productos importados, eliminar las restricciones a las inversiones extranjeras, deshacerse de los cupos y de los monopolios nacionales, hacer crecer las importaciones, privatizar las industrias y los servicios estatales, desregular los mercados de capital, hacer convertible su moneda, abrir sus industrias y sus mercados de acciones y de bonos a la propiedad y a la inversión extranjeras directas, desregular su economía para promover tanta competencia nacional como sea posible, eliminar en la medida de lo posible la corrupción, los subsidios y los sobornos del gobierno, abrir sus sistemas bancarios y de telecomunicaciones a la competencia y a la propiedad privada y permitir que sus ciudadanos elijan entre un conjunto de alternativas de pensiones privadas y fondos mutuales de inversión.
Para Friedman, la camisa de fuerza es de oro porque «cuanto más ajustada, más oro produce». En contrapartida, los países que eligen «desviarse» de sus dogmas ven «cómo sus inversores huyen en estampida, las tasas de interés crecen y el valor de sus acciones cae». Sin embargo, en 2008, casi todos los países que habían adoptado la panacea de Friedman sufrieron estas calamidades y otras peores. Y, como observa Adam Tooze, China, de cuyo crecimiento desmesurado depende fundamentalmente la recuperación mundial, desobedeció casi todos los puntos del catequismo de Friedman, sobre todo los que prescriben mercados de capital desregulados y monedas convertibles.

Mientras tanto, los políticos europeos, desesperados por conservar la camisa de fuerza thatcherista, volvieron a la fabricación de crisis financieras artificiales diseñadas para mantener a raya a países desobedientes como Grecia, cuyo castigo ejemplar generó una atmósfera de estabilidad sin ilusiones similar a la del socialismo brezhneviano que siguió a la Primavera de Praga.

Lejos de un mero dispositivo de distribución económica, las finanzas quedaron expuestas como un sistema de control político. Friedman fue bastante claro en este punto:
En el frente político, la camisa de fuerza de oro reduce las alternativas políticas y económicas de los que están en el poder a parámetros relativamente ajustados. Por eso hoy es cada vez más difícil encontrar diferencias reales entre los partidos gobernantes y los opositores en aquellos países que usan la camisa de fuerza de oro. Una vez que un país acepta la camisa, sus alternativas políticas se reducen a Pepsi o Coca, a ligeros matices de gusto, ligeros matices políticos, ligeras modificaciones de diseño que pretenden tener en cuenta las tradiciones locales, a relajar un poco tal o cual punto, sin nunca desviarse mucho del núcleo de las reglas de oro. Ahora que la competencia entre Pepsi y Coca amenaza con convertirse en una competencia entre las fuerzas mortíferas de Olaf Scholz y Emmanuel Macron y el eje siniestro de Viktor Orbán y Jair Bolsonaro, no tenemos tiempo que perder. Debemos dejar de lado la camisa de fuerza de oro de una buena vez por todas.
Las finanzas son, de hecho, un sistema de control. Por eso tienen que estar bajo supervisión de mayorías democráticas, deben ser ampliamente socializadas, despojadas de todas las formas que favorecen a los privilegiados y purgadas de su enorme maquinaria de derroche social. Lo que sea que subsista después de todo esto debe quedar en manos de empleados estatales asalariados y debe ser administrado racionalmente en función del interés público. Si aprendimos algo de la última década, es que un mundo repleto de camisas de fuerza es un manicomio.


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