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domingo, 2 de junio de 2024
Cristianismo y resistencia al nihilismo
Diego Fusaro, Posmodernia
La sociedad mercadoforme no puede aceptar la religión de la trascendencia y, en el caso europeo, su forma específica que es el cristianismo; entre otras muchas consideraciones, por el hecho de que ésta lleva consigo inevitablemente un mensaje social incompatible con la civilización de los mercados y con la atomística liberal de los competitors, variante mercadista del homo homini lupus hobbesiano. Como ha observado Ratzinger, en esto radica la esencia de esa “filosofía del egoísmo” según la cual “el otro es siempre, a fin de cuentas, un antagonista que nos priva de una parte de vida, una amenaza para nuestro yo y para nuestro libre desarrollo”. Como hemos tratado de mostrar más ampliamente en Minima mercatalia (Ed. Bompiani, 2012), el tránsito desde la cosmovisión griega clásica a la cristiana también puede ser entendido como una redefinición en términos trascendentes de la cuestión ontológica heredada del mundo griego. Las prerrogativas fundamentales del «ser» (τὸ ὂν) destacadas por la filosofía helénica, como la permanencia eterna del Uno y del Bien, no son negadas por el pensamiento cristiano sino remoduladas en un nuevo marco, de modo que se transfieren al plano de lo trascendente.
La fórmula con la que Nietzsche despreciara desdeñosamente el cristianismo –Platonismus fuers Volk, «platonismo para el pueblo»- tiene, ya que no otro, el mérito de captar la continuidad real, deducidas las diferencias, entre la doctrina griega (señaladamente la platónica del ser) y su sucesora variante teológica: bajo la supervisión de un Dios que crea todo ex nihilo (distinguiéndose en esto efectivamente del Demiurgo de Platón, que sólo organiza y da forma a la materia increada), el mundo parmenídeo del ser de los paradigmas inmutables y siempre iguales a sí mismos se transfiere en el Cielo de la trascendencia divina, y el reino heracliteano del devenir abarca la realidad sensible sometida a los procesos de génesis y corrupción. Incompatible parece, entonces, la perspectiva hermenéutica de Heidegger, que interpreta la concepción misma del Dios cristiano como momento decisivo en la historia de la metafísica en cuanto olvido del ser y del antropocentrismo que pone en relación el ente con la subjetividad humana llamada a asegurárselo. En la Edad Media, en particular, en un marco cognitivo en el que todo ente figura como ens qua ens creatum, la preocupación teológica oculta, a juicio de Heidegger, el impulso humanista encaminado a garantizar al hombre el Cielo y la tierra, la estabilidad del mundo y la salvación en el otro mundo. Dios mismo es pensado como «super-ente«, como ipsum ese subsistens. Para Heidegger, el olvido del ser y de la ontologische Differenz trazan el horizonte de sentido de la época medieval, en la que «todo ente viene creado por un creador y conservado como creado»: ya se advierte prospectivamente la Vollendung, la “culminación” de la metafísica en técnica planetaria. Esto permite a Heidegger sostener, con figura hiperbólica, que “el Dios cristiano y la institución de la gracia de las iglesias son de la misma esencia que el aeroplano”, siendo su común esencia la de la metafísica del nihilista olvido del ser y la reducción del ente a fondo disponible. Por esta razón, para Heidegger, el cristianismo y la ciencia figuran en igual medida como das Vernichtende, «lo que destruye», lo que disuelve toda referencia al ser.
En antítesis con la línea hermenéutica heideggeriana, que tiende a reconocer ya en Platón y después en Aristóteles las premisas del dominio de la técnica planetaria incardinada sobre el olvido del ser, el cristianismo ha «transferido» el ser a la dimensión de la trascendencia, confirmándose en eso como «platonismo para el pueblo»: como síntesis, el nivel del «ser que es y no puede no ser» viene referido a Dios, allí donde la esfera del devenir heracliteano (πάντα ῥεῖ) era reconducida al mundo sensible de los entes corruptibles. En resumen, de ello deriva lo que, en expresión de Heidegger, podría definirse con justo título como una «onto-teo-logia«: el ser codificado por los griegos «se transfiere» al Cielo y permanece allí hasta el surgimiento de lo que Hegel definirá como la «conversión del Cielo a la tierra» propia de la Modernidad y de su principio de Weltweisheit, de «sabiduría del mundo». Así concebido, el Dios de los Cielos deviene también el reflejo de la solidaridad humana y de la comunidad ética de los creyentes: es, por así decirlo, la imago de la humanidad que se ve reflejada en su Creador y que, precisamente por eso, siente su propia unicidad; unicidad en virtud de la cual cada uno es un individuo irrepetible («persona») y, al mismo tiempo, «hermano» de todos sus semejantes, que, como él, son criaturas del único Padre eterno. En otras palabras, Dios es superior a las criaturas individuales y garantiza su unidad ontológica. Además de como símbolo de la ley, Dios figura así como símbolo de la comunidad de sus hijos, llamados al amor y al recíproco reconocimiento.
Bajo esta perspectiva inequívocamente basada en el comunitarismo solidario, la fe constituye el presupuesto trascendente de un humanismo terrenal antropocéntrico fundamentado sobre el ideal del bonum commune. Se trata, por antinómico que pueda parecer, de un comunitarismo universalista, que piensa la comunidad como una unión solidaria y, al mismo tiempo, aspira a universalizarla en la forma de una «comunidad de comunidades», capaz de incluir en su seno a todo el género humano, concebido como unión de los hijos de Dios. Para el cristianismo la misma universalidad de Dios expresa la necesidad humana de unidad ontológica de conocimiento y de valoración axiológica. Así, por poner solamente un ejemplo, en la poderosa arquitectura de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino, el concepto de Deus y el de bonum commune son solidarios. Encuentran su unidad en el presupuesto ontológico de la totalitas ante partes: así como Dios es la totalidad que preexiste a las partes creadas, así, en el plano de la inmanencia, la communitas -que es imago visible de Dios- lo es con respecto a cada uno de sus miembros y garantiza su comunión. En efecto – escribe Tomás – bonum unius hominis non est ultimus finis, sed ordinatur ad commune bonum (el bien de un hombre no es el fin último si no está ordenado al bien común).
La comunidad que se bate con coraje en defensa del bien común es, en consecuencia, el equivalente político del mártir que afronta la muerte «en aras de la búsqueda del Bien Supremo que es Dios». Heredera de la ética anticrematística de Aristóteles, la communitas de Tomás apunta al bonum commune, fundado en el modus, y condena las ganancias que exceden las necesidades vitales: omnis lex ad bonum commune ordinatur (toda ley debe estar ordenada al bien común). Hasta qué punto esta visión, aristotélicamente expresada por el Aquinate, estaba arraigada en el imaginario de la época lo confirma, además, la doctrina medieval del «justo precio«: con arreglo a ella, un precio no podía producir para nadie un «beneficio fuera de lo normal», es decir, tal que supere el “justo medio”, el μέτρον codificado por el pensamiento helénico. El bonum commune se define como el bien humano que lo es en relación a los sujetos que pertenecen a la misma realidad social y que resulta de valor superior al bien del individuo: en palabras de Tomás, el bonum commune figura como melius et divinius quam bonum unius (el bien común es mejor y más divino que el bien de uno). Es la propia lex divina la que prescribe la conformidad entre la ley y el bien común: si ésta fuera contravenida por la lex humana, entonces sería legítimo rebelarse contra el soberano (obedeciendo a Dios) para restablecer el bonum commune.
Aunque desde parámetros diferentes, el pensamiento de Guillermo de Ockham también se presta a una interpretación centrada en la idea del bonum commune y de Dios como imago de la comunidad humana solidaria. Si Tomás de Aquino es el autor en el que, con toda probabilidad, mejor brilla la vocación comunitaria -gracias también a su poderosa referencia a Aristóteles-, Ockham podría, a primera vista, ser considerado el pensador más alejado de un enfoque de este género: y ello debido al hecho de que descarta los universales como un mero nomen al que no corresponde una realidad ontológica in se et per se. Incluso, desde una lectura superficial, se podría tener la impresión de que al comunitarismo aristotélico de Tomás se contrapone el individualismo programático y antiuniversalista de Ockham. En realidad, la teorización de Ockham sobre la «Iglesia invisible«, situada en la conciencia individual de los justos, así como su «nominalismo«, para el cual lo universal es un mero nomen, deben ser entendidos como el fundamento franciscano de una crítica no del bien común en sí mismo considerado, sino de las instituciones que pretenden reflejarlo de forma exclusiva: para el nominalista Ockham, el bien no está incorporado en las instituciones, sino que vive en una suma de individuos cada uno de los cuales es ontológicamente perfecto ya que sigue la paupertas. Ockham no niega la comunidad y el bien común; au contraire, los reafirma como el resultado necesario del compromiso de todos, omnes et singulatim: es decir, no existen como universales in se et per se, sino como concreta resultante del actuar responsable de cada uno. La propia figura de Jesús puede entenderse en esta perspectiva onto-teológica centrada sobre la idea de la comunidad solidaria y el bonum commune. Su naturaleza teándrica revela la esencia del hombre como imago Dei y, al mismo tiempo, el poder de la redención final: ésta, para explicarse, requiere el paso por el inmenso poder de lo negativo (per crucem ad lucem). Por demás, el mensaje de Cristo se caracteriza por su caudal solidario y comunitario, cuyo objetivo es crear la sensible imagen mundana del Reino de los Cielos: no se trata de «vaciar» la realidad del cristianismo en un esquema de praxis sociopolítica de liberación, como pretenderá en parte la “teología de la liberación” o como, entre otros, ha propuesto Reza Aslan en su lectura de Jesús como un simple rebelde político; muy por el contrario, se trata de actuar y esforzarse para modelar el reino terrenal –la civitas humana– según los principios del Reino de los Cielos (civitas Dei). Esto se evidencia, por cierto, en la proclamación de aquel año de misericordia del Señor (Lc 4, 14-30) que supone el perdón de las deudas, con la asociada liberación de los esclavos y la redistribución comunitaria de las riquezas. Se puede encontrar correspondencia en muchos testimonios de Jesús: «si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el Cielo; y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21); “Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” (Mt 21, 24). A este respecto, no parece convincente la contraposición establecida por el “joven Hegel” en Volksreligion und Christentum (1793-1994) entre la «religión popular» de los griegos y la religión «anticomunitaria» de los cristianos: el cristianismo, de hecho, cuando prescribe «vende todos tus bienes y da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el Cielo», no exige la renuncia a la comunidad, sino la fundación de una nueva comunidad de individuos libres e iguales. El episodio de la «multiplicación de los panes y de los peces», único milagro de Jesús narrado por los cuatro evangelistas, podría leerse también en clave comunitarista, no sólo ontológica: los bienes que, en apariencia, parecen escasear, si son distribuidos equitativamente entre todos los miembros de la comunidad resultan suficientes para una comida generosa que satisface las necesidades de cada uno de ellos. El mismo episodio de la «expulsión de los mercaderes del Templo» se inscribe en este horizonte de sentido. El «Reino de los Cielos» (βασιλεία τῶν οὐρανῶν) coincide entonces con el reino terrenal redimido por la justicia divina. La fe por la que Jesús se inmoló era la fe según la cual el Reino de Dios, ya instaurado en lo alto de los Cielos, debía traducirse en el aquí y ahora en comportamientos concretos y acciones consecuentes: «el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la restitución de la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Todos estaban llamados a abandonar la propiedad privada y reconocer a Dios como su único «dueño», en nombre de una distribución de los bienes según las necesidades de la comunidad.
La conversión colectiva habría puesto fin a la apropiación de la riqueza en forma privada, en un contexto en el que el ideal del Reino de Dios se erigía como el paradigma a partir del cual actuar para implementar el ideal de la justicia sobre la tierra, creando un comunidad en la que cada ser humano fuera libre de manifestar sus propias capacidades: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque a ellos se les dará consuelo. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5, 3-6). Son bien conocidas las palabras con las que Jesús explica a sus elegidos la recompensa del Reino de Dios: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me ayudasteis, estuve en prisión y vinisteis a verme. Entonces los justos le contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o tuviste sed y te dimos de beber?; ¿cuándo fuiste forastero y te acogimos, o estuviste desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo y te ayudamos, o en prisión y fuimos a verte? Y el Rey les responderá: En verdad os digo que cada vez lo hicisteis a cualquiera de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 35-40).
En su «corriente caliente» el mensaje cristiano, con su referencia a la βασιλεία τῶν οὐρανῶν, no resuelve lo trascendente en lo inmanente, sino que propone una modificación de esto último para que se corresponda y resulte coherente con lo primero. Ésta es la clave de lectura para comprender el sistema de la Scienza nuova de Giambattista Vico, quien, criticando la concepción exclusivamente geometrizante del concepto de raison en Descartes y contraponiendo a ella una concepción de verdad como conocimiento de la historia humana (verum ipsum factum), mantiene a Dios como la suprema instancia del bien y del mal en la historia: en ausencia de esa instancia trascendente y externa al simple flujo temporal de los acontecimientos, por lo demás, el único criterio para conocer y evaluar el acontecer histórico coincidiría con el éxito o con el fracaso de los agentes históricos. De tal manera, que se reduciría a un historicismo absoluto que desembocaría en el relativismo nihilista. Así por ejemplo, precisamente es esto -siguiendo la diagnosis de Del Noce– lo que ha determinado el «suicidio» de buena parte del marxismo, que se pasó historicistamente a la adhesión integral al mundo mercadoforme.
En este aspecto, no debe ser olvidado el hecho de que ἐκκλησία (ekklesía), antes de convertirse en el nombre de la Iglesia, era para los griegos la «asamblea» comunitaria y, en cuanto tal, remitía a un elemento inequívocamente social, en el que incluso las originarias comunidades cristianas expresamente se reconocían: “todos los que se habían hecho creyentes vivían unidos y tenían en común todas las cosas; y vendían sus posesiones y sus bienes, y los repartían con todos, según las necesidades de cada uno» (Hechos 2, 44-45). Entre los elementos constitutivos de la Iglesia de los orígenes, por tanto, ocupa un lugar muy central la adhesión no sólo al magisterio de los Apóstoles, sino también a la «comunión» (κοινωνία) y a la división equitativa del pan. Existe una llamada patente a la dimensión comunitaria, en virtud de la cual es anulada la distinción entre ricos y pobres, y todo es común entre los creyentes, que se reconocen iguales en el hecho de que todos son hijos de Dios. En su Apologeticum (39, 7), Tertuliano narra cómo la atención y el auxilio de los cristianos hacia los necesitados y los débiles despertaba un profundo sentimiento de asombro y maravillaba a los paganos.
Desde el punto de vista cristiano, la propia misa no es un asunto personal, ni un acto íntimo, ni tan siquiera un gesto devocional. Es el Nosotros de la comunidad que se reúne con el Tú de Dios y el Nosotros de la Trinidad. Por esta razón, constituye un puro absurdum la pretensión hoy imperante (y coherente una vez más con el orden neoliberal) que exige que la religión y lo sagrado sean liquidados en la esfera privada de un individuo desocializado, insistiendo en la conocida distorsión de origen luterano. De hecho, la supremacía del Yo sobre el Nosotros es el apogeo de la individualización capitalista, pero también de la desintegración iniciada con la Reforma Luterana, que disuelve la «Iglesia» (Kirche) en una «cristianidad» (Kirkenheit) de la suma de individualidades que viven sola fide. La misa es imposible sin el Nosotros eclesial, entendido a su vez no como suma de soledades, sino como sujeto corporativo, como communio. También bajo este punto de vista, la enemistad entre el comunitarismo cristiano y el individualismo neoliberal resulta evidente. La comunidad de los hijos de Dios que se aman como criaturas del mismo Padre, reunidas bajo el signo de la ἐκκλησία, viene desintegrada en el «sistema de la atomística» neoliberal, donde cada uno está solo, sin Dios y sin hermanos, proyectado en el frío espacio desespiritualizado del Mercado Global. En sus gélidos dominios desregulados cada uno vale y recibe reconocimiento según el valor de cambio del que dispone. La descristianización del mundo va de la mano con la individualización de la competitividad de la sociedad competitiva.
Para los cristianos, el hecho mismo de que Dios se haga hombre abre la posibilidad de un antropocentrismo desconocido para todas las demás culturas. Lo divino, entendido en términos cristianos, no «debilita» lo humano; por el contrario, lo fortalece y lo magnifica, ya que el hombre mismo es ahora divino, vértice supremo del orden creatural y él mismo imagen viviente de Dios: Dios se ha hecho hombre, para que el hombre se hiciese Dios. Este es el tema del «joven Hegel» y de sus llamados Escritos teológicos de juventud, donde siempre se repite la contraposición entre el judaísmo y el cristianismo. La primera es la religión de lo abstracto, que distingue radicalmente entre el hombre y Dios, enfrentando a este último como entidad amenazadora y vengativa. El cristianismo, sin embargo, es para Hegel la religión de la unión ϑεανδρικὴ «teándrica«, según la expresión empleada quizás por primera vez por Pseudo-Dionisio. Dios y hombre están ahora unidos y pretender separarlos representa el pecado máximo, ya que el último de los hombres, abandonado por Dios y por los hombres, es Dios mismo: de ahí surge el imperativo que prescribe descubrir la imago Dei incluso en el último entre los hombres. Enfremdung von Gott un Versöhnung mit ihm, “alienación de Dios y reconciliación con Él” son los términos centrales que condensan la problemática teológico-filosófica del “joven Hegel”.
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