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miércoles, 28 de diciembre de 2016

Mensaje a las elites: reformen el sistema ahora, o se lo reformarán los populistas

Wolfgang Münchau, Sin Permiso

Una cosa es decir, como algunos hemos dicho, que las elites liberales occidentales deberían dejar de doblar la apuesta frente a la amenaza populista. Pero, más allá de eso, ¿qué deberían hacer?

Yo empezaría por una reconsideración de la gobernanza macroeconómica: desde los bancos centrales independientes y los objetivos de inflación hasta los mercados financieros desregulados y los objetivos de la política fiscal. Dicho sencillamente: si nosotros, el establishment liberal, fracasamos en eso, los populistas nos lo harán.

Una Marine Le Pen presidenta, por ejemplo, podría sacar a Francia de la Eurozona y dar instrucciones a su banco central para financiar los gastos de su gobierno.

Pero también necesitamos recapacitar más profundamente sobre los arraigados vínculos entre nuestras instituciones, las reglas con las que operan y la teoría macroeconómica prevalente. Buena parte de lo que ahora creemos normal fue establecido bastante recientemente. Los bancos centrales no siempre fueron independientes. Los objetivos directos de inflación son ahora comunes, pero eran desconocidos antes de 1990. Los objetivos a medio plazo en la política fiscal son también una invención moderna, como lo son los consejos fiscales. Tras esas instituciones, tras esas políticas, hay una fundamentación teórica: la macroeconomía neokeynesiana. El propio John Maynard Keynes, con toda probabilidad, consideraría a sus propugnadores promedio como “economistas difuntos”.

La teoría sostiene tres tesis clave. La primera, que un baja tasa de inflación es congruente con el pleno empleo, de modo que basta con que un banco central tenga como objetivo un baja tasa de inflación. La segunda, que la política fiscal no debería usarse para realizar ajustes económicos, sino que debería perseguir objetivos de estabilidad a medio plazo. Y la tercera, que ni la política monetaria ni la política fiscal tienen demasiado impacto a largo plazo.

Es evidente que nada de eso consigue explicar el caos que ahora vemos por doquiera: crisis financieras sin fin; una pérdida permanente de producto económico; desequilibrios persistentes e incapacidad de los bancos centrales para lograr sus objetivos de inflación; tipos de interés cero. No debería sorprendernos que la gente se haya vuelto escéptica frente a expertos económicos que venden teorías que se traducen en predicciones económicas cómicamente falsas e incongruas con la realidad percibida por el común de los mortales.

Estas observaciones son suaves, si las comparamos con las que acaba de dejar escritas Paul Romer, economista jefe del Banco Mundial, en una devastadora crítica de su profesión de economista. Compara la teoría macroeconómica dominante con la teoría de las cuerdas en física. De esta última se dijo en cierta ocasión que “ni siquiera es falsa”.

El señor Romer retrata la macroeconomía moderna como un embrollo incongruente que sólo se sostiene por el interés de gentes comúnmente empeñadas en proteger su propia influencia. El grueso de sus críticas concretas son de naturaleza técnica, y van más allá de lo que cabe reseñar aquí. Comienza citando a Lee Smolin, un físico que, en 2007, observó que la física no había hecho el menor progreso en el último cuarto de siglo. Pues bien; el señor Romer sostiene que el estado de la macroeconomía es peor. Lejos de progresar, ha regresado.

Sus observaciones son ya suficientemente perturbadoras por sí mismas. Pero lo que las hace pertinentes en el contexto de esta discusión es el hecho de que nuestras instituciones de política económica presuponen la idea de que esas teorías son correctas. Nuestros banqueros centrales independientes son macroeconomistas que fueron en su día entrenados en esos mismos modelos que el señor Romer critica.

Hasta comienzos de los 90, la independencia del banco central era una excepción. La Reserva federal y la Deutsche Bundesbank eran independientes antes de 1990, pero no lo eran el grueso de los bancos centrales. Por ejemplo, con toda probabilidad, la mayoría de la gente no apoyaría la idea de que las fuerzas armadas de un país tuvieran que ser independientes porque, supuestamente, los generales saben perfectamente lo que es mejor para nosotros y no habría que importunarles con las fluctuaciones cotidianas de la política.

Si el señor Romer está en lo cierto, y la macroeconomía, lejos de progresar, ha regresado, entonces quienes tratamos de defender el orden liberal deberíamos considerar seriamente la necesidad de recuperar el control de las áreas centrales de la política económica. Deberíamos sacar la política fiscal de las manos del piloto automático y desafiar a la tiranía del ubicuo objetivo de inflación del 2 por ciento. Y deberíamos empezar a distinguir entre los intereses del sector financiero y los del conjunto de la economía. No haberlo hecho es una de las razones del voto favorable al Brexit.

Aunque las razones para desafiar las políticas fundadas en la doctrina macroeconómica dominante son abrumadores, yo dudo mucho de que el establishment llegue de verdad a desafiarlas. Como ocurrió durante la crisis financiera última, los intereses creados se meterán de por medio. Los macroeconomistas que diseñaron los modelos son los guardianes y los beneficiarios del sistema. Son los banqueros centrales independientes. Dirigen los consejos fiscales independientes. Algunos son ministros de finanzas.

No es por casualidad que una famosa serie de televisión de la pasada década –El ala Oeste—imaginara a un Premio Nobel de economía como Presidente de los EEUU. Esa versión del filosofo-rey platónico está hoy pasada de moda.

Con un establishment incapaz de sacar la menor lección de sus derrotas a lo largo de 2016, nuestro sistema está mucho más cerca de ser demolido por los populistas de fuera que de ser reformado desde dentro.

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