Álvaro Cuadra, Alainet
Ciertos nombres se vuelven una referencia obligada en nuestras vidas, tal es el caso de Umberto Eco (1932-2016). Para quienes hayan hecho sus estudios superiores en el ámbito del arte, la filosofía y, muy especialmente, en semiótica y lingüística, este nombre ha estado siempre presente sea como libro o artículo. Se trataba, en principio, de un notable académico italiano que dominó la escena durante los años ochenta y noventa del siglo XX. Pero, como suele ocurrir con los grandes, nos sorprendió también como novelista y best seller con El nombre de la rosa.
Recordar a Umberto Eco es traer a la memoria una retahíla de títulos, lúcidos textos académicos, a los que debemos parte de nuestra propia formación. Entre los más notables, destaquemos La estructura ausente, Obra Abierta, Apocalípticos e Integrados, Signo y su monumental Tratado de Semiótica General. Para Eco, la noción de “cultura” era indisociable de aquellas de “signo” y “comunicación”, de suerte que la “semiótica” no podría ser sino una “teoría general de la cultura”.
Umberto Eco nos enseñó a pensar y analizar el presente, su pensamiento supo conjugar la más fina sensibilidad estética con el más exigente rigor analítico. Y no obstante, se trata de una reflexión radical, mas no altisonante. En este sentido, no basta con leer sus escritos académicos, ellos nos invitan más bien a detenernos en una demorada reflexión que nos va entregando sutiles iridiscencias sobre el mundo que nos rodea y sobre nosotros mismos.
En El nombre de la rosa, Eco cede a la tentación del género novelesco. Se trata de una ficción culta que instala una trama de investigación policial en una fría abadía durante la Edad Media. En este lúgubre paisaje se esconde un libro prohibido, un perdido escrito aristotélico que trataría sobre la comedia, el humor y la risa. En esta novela, Umberto Eco vuelca todo su conocimiento sobre la estética del medioevo y toda su pasión literaria.
Como todos los grandes maestros –académico, escritor, filósofo del arte-, Umberto Eco nos deja un precioso legado, una forma otra de trascendencia reservada a los intelectuales, sus signos, su escritura. Eco nos ha mostrado que una reflexión, inspirada, como en los niños, en la más genuina curiosidad, pero con el rigor y la serenidad de la madurez, logra alcanzar las más insondables profundidades del pensamiento. No podría haber un mejor aporte de un pensador a su época y al mundo que le ha tocado vivir.
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