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jueves, 29 de octubre de 2009

La letra olvidada

Cristian Warnken, El Mercurio

Una profesora hizo la clase más hermosa de toda su vida, en el día del paro, en la sala gris del colegio subvencionado, y no tenía por qué. Pero salió feliz de la escuela, silbando una canción cuya letra había olvidado.

El candidato a la Presidencia dejó de hablar por 24 horas, no hizo promesas, y acumuló silencio hasta llenar su mirada de verdad, y perdió tantos votos ese día, que su estratega comunicacional montó en cólera.

El sacerdote se paró en el púlpito y comenzó a confesar toda su honda duda que lo quemaba por dentro y habló de ella como quien habla de lo más sagrado y dejó de predicar en ese tono lastimero y monótono que hacía tan banales las misas de todos los santos días.

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El periodista rompió la crónica abyecta que había redactado hace unos minutos y que le significaría unas palmaditas en el hombro de felicitación del editor de turno, y de sus manos salieron titulares inesperados, esperanzadores, noticias que siempre serán noticia. Y ese día el diario se vendió menos, pero el canillita voceó esos titulares como nunca lo había hecho, con una sonrisa que iluminó a los automovilistas iracundos atrapados en el taco.

En el otro extremo de la ciudad, una muchacha miró la soga con la que se iba a colgar de la viga más alta de su casa esa tarde, la extendió y salió a jugar a saltar la cuerda con sus vecinas menores que ella en la plaza. Y recordó la niña que había sido.

Los protagonistas del reality abandonaron su lugar de reclusión y decidieron no ser la carne de cañón del circo de todas las noches, los cómplices del plan de anestesia general de la población. Y dijeron: “La realidad está en otra parte”, y la pantalla quedó vacía unos minutos, y el rating bajó y subió vertiginosamente, mientras un locutor de continuidad trataba de explicar lo inexplicable. Alguien apagó por primera vez el televisor después de muchos años, abrió las ventanas y el cielo de la ciudad se derramó en su pieza, y recordó que las estrellas tenían nombre y experimentó un vértigo que la hizo sentir viva.

El alemán dueño del fundo no disparó contra el joven mapuche, y el joven mapuche no disparó contra el dueño del fundo, y ambos se miraron las caras en un segundo que parecía eterno, y olía a tierra, a sur, y se oyó el silbato de un tren, y se cruzaron de lado a lado unas palabras en mapudungún y alemán, que sonaron como una lengua común bajo la misma lluvia. Y un funcionario público dejó sobre la mesa la factura falsa sin terminar, sintió vergüenza y se asomó a la ventana y vio a un niño que caminaba peinado a la gomina, con su delantal recién planchado, en dirección al colegio a aprender algo nuevo. Y entonces recordó los viejos sueños, que se le habían gastado, y que se levantaron ante él apuntándolo con el dedo. Y quiso salir a la calle con una bandera a esperar que saliera el arco iris, pero sólo pudo ser militante de su propia noche, la noche oscura que espera al hombre que no se miente a sí mismo.

El dueño de la inmobiliaria, entretanto, el día que había coimeado al jefe de obras del municipio, miró su BlackBerry, y no encontró ningún mensaje y se sintió vacío, asqueado. Y no quiso ir al gimnasio a calmar esa angustia insoportable a la altura del pecho, y no llamó a su amante, ni colocó bajo su lengua la pastilla que le anestesiaba el hastío, y bajó desde el ascensor del edificio inteligente y, en vez de subirse a su cuatro por cuatro, se puso a caminar por las calles de la ciudad como no lo había hecho en años.

Y vagó sin rumbo cierto, y se cruzó con muchas caras anónimas (la de un escolar, una profesora, un joven mapuche, un funcionario, una adolescente saltando la cuerda), de las que ya no lo separaban sus vidrios polarizados; escuchó a un canillita vocear un titular increíble, y se sentó en un banco de una plaza pública y silbó una canción pasada de moda, de la que no pudo recordar la letra.

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