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lunes, 22 de diciembre de 2025
La sombra del pinochetismo y el callejón sin salida de la izquierda atlantista
Geraldina Colotti, Sinistra in Rete
El 11 de marzo de 2026, con la toma de posesión del nuevo presidente de Chile, el país regresará oficialmente a los oscuros años del pinochetismo. En la segunda vuelta electoral del domingo 14 de diciembre, José Antonio Kast, candidato de los partidos de derecha que se unieron para la ocasión, ganó con el 58,16% de los votos frente a la representante de izquierda, Jeannette Jara, quien obtuvo el 41,84%.
Y será la primera figura de extrema derecha en dirigir el país desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990): el presidente con más votos de la historia. Como líder del ultraderechista Partido Republicano, recibió 7.252.410 votos, una cifra impulsada por la implementación del voto obligatorio. Y ganó en todas las regiones.
Jeannette Jara, miembro del Partido Comunista (quien está dispuesta a abandonar el partido si gana las elecciones), fue la candidata del pacto Unidad por Chile, pero en cambio logró el peor resultado de la izquierda desde el retorno a la democracia. Con el 41% de los votos, quedó por detrás del exsenador Alejandro Guiller, quien había alcanzado el 45% en 2017. Los 5.216.289 votos que obtuvo en la segunda vuelta no fueron suficientes, ya que se impuso en solo 32 de los 345 municipios de Chile.
«La democracia ha hablado alto y claro», dijo Jara al felicitar al ganador. Sin embargo, su voz era la de una clase política progresista agotada, incapaz de ofrecer una alternativa real al modelo neoliberal. La aplastante victoria de Kast no es un accidente histórico, sino el síntoma de un mal político más profundo.
La candidatura de Jara, concebida como un baluarte contra la extrema derecha, se ha revelado como la paradoja de un «Frei Montalva al revés». Al igual que en 1964, cuando la DC de Frei fue financiada por el establishment occidental (incluida la CIA) para evitar la «amenaza roja» de Allende, Jara en 2025 representó el «mal menor» para una izquierda temerosa y desarticulada, cooptada por dinámicas atlantistas e incapaz de un proyecto verdaderamente transformador como el que las revueltas populares habían reclamado con tanta vehemencia.
El análisis crítico no puede ignorar la «simetría obscena» de las campañas electorales: el terror anticomunista de la década de 1960, con los fantasmas de Stalin y los tanques, se reflejó en el llamado de la izquierda actual a «frenar el fascismo». Ambos discursos funcionaron con el mecanismo psicológico del miedo, lo que condujo al voto negativo y a la esterilidad política. Jara no prometió una transformación convincente; prometió no ser Kast.
Una victoria que, según el intelectual Peterson Escobar, habría permitido otros cuatro años de «tibia administración del desastre, de concesiones permanentes al capital, de mantenimiento de estructuras de dominación bajo un rostro amable». Una victoria pírrica que solo habría pospuesto el ajuste de cuentas con las ilusiones progresistas.
La derrota, por amarga que sea, obliga ahora a la izquierda a recuperar al menos el proyecto político del socialista Allende que, si bien no era Fidel Castro, puso concretamente en el centro la cuestión social y anticolonial, y no la tibia gestión del neoliberalismo.
El triunfo de Kast, fruto de un proyecto transnacional mucho más estructurado que una simple anomalía local, fue inmediatamente recibido con júbilo por el movimiento internacional de odio. El presidente ultraconservador de Argentina, Javier Milei, fue uno de los primeros en expresar sus felicitaciones. Pero la señal más inquietante provino de Washington: Marco Rubio, secretario de Estado estadounidense y figura destacada de la administración de Donald Trump, declaró que «Estados Unidos espera colaborar con su administración».
Esta alineación revela que Kast no es un fenómeno espontáneo, sino la «rama local» de una estrategia global, apoyada por redes ultraconservadoras como el Foro de Madrid, Yunque y la Red Política por los Valores, que apunta a una restauración reaccionaria que desmantele los derechos conquistados desde 1945.
Por otro lado, la timidez ideológica de la izquierda institucional chilena ha complicado su posición en Latinoamérica. Su postura sobre Venezuela y el gobierno de Nicolás Maduro es emblemática: el pronunciamiento tibio, ambiguo y tardío de Jara y figuras históricas como Isabel Allende contra la agresión en curso en el Caribe (aunque con muchas distinciones respecto al gobierno bolivariano y las relaciones Sur-Sur) ha disgustado a la izquierda radical, que lo vio como una traición a la solidaridad continental, y ciertamente no ha convencido a la derecha chilena.
Numerosos representantes de movimientos chilenos han venido a Venezuela para participar en las diversas conferencias internacionales que se están celebrando, a pesar del bloqueo aéreo estadounidense, empezando por el médico Pablo Sepúlveda Allende, sobrino de Salvador Allende, figura destacada de la solidaridad internacional.
Mientras Kast se alineaba explícitamente con la hegemonía estadounidense en declive y su proyecto restauracionista, la alternativa de Jara seguía anclada en el atlantismo. Analistas como Pablo Sepúlveda Allende y Escobar creían que Chile necesitaba una política exterior orientada al Sur Global, integrándose con los BRICS y revitalizando la UNASUR y la CELAC, para diversificar su posición internacional.
Por lo tanto, advirtieron que una presidencia de Jara seguiría bajo la presión de Washington y el FMI, manteniéndose subordinada a un modelo de dependencia que el thatcherismo del siglo XXI dejó en manos de la centroizquierda, para luego presentarse como la única alternativa al «desastre» que había logrado.
El triunfo de Kast plantea una pregunta dramática e inmediata respecto al conflicto mapuche en la Macrozona Sur. Los mapuche, cuya lucha por la autodeterminación y la restitución de sus tierras ancestrales está históricamente ligada a la resistencia contra el Estado chileno y la expansión capitalista, han visto cómo el gobierno ha ido cerrando gradualmente la posibilidad de una apertura tibia, aunque insuficiente para desactivar la violencia estructural y la militarización.
El programa de José Antonio Kast, centrado en la mano dura y la defensa de la propiedad privada, no contempla la mediación. Por el contrario, prevé una profundización de la militarización de la Araucanía y la criminalización sistemática de la protesta indígena. Su visión del «orden» y la «seguridad» está inextricablemente ligada a la lógica del extractivismo y la explotación de los recursos naturales.
Bajo el liderazgo de Kast, la demanda mapuche no será tratada como una demanda histórica de derechos y autodeterminación, sino simplemente como un acto de «terrorismo» interno que debe ser reprimido.
Este enfoque, que refleja directamente las políticas de la dictadura, promete exacerbar el conflicto, convirtiéndolo en uno de los frentes de resistencia más agudos que la izquierda y los movimientos sociales deberán enfrentar a partir del 11 de marzo de 2026. El ascenso de un pinochetista al poder solo puede significar un resurgimiento de la violencia estructural contra las naciones indígenas y un azote de mayor violencia sobre quienes generan riqueza.

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