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lunes, 28 de julio de 2025

Europa ha muerto en Gaza


Benedetta Sabene, Sin Permiso

Los dos conflictos del siglo —Ucrania y Palestina— marcan la muerte política de Bruselas. A la que no le queda más remedio que rearmarse hasta los dientes y crear enemigos imaginarios para darse un nuevo sentido de existencia.

Las dos principales crisis internacionales que marcarán para siempre esta década, si no este siglo —la guerra en Ucrania y la masacre en curso en Gaza— han puesto al descubierto la total inconsistencia política de la Unión Europea, carente de autonomía decisoria y reducida a un apéndice vacío de la política exterior estadounidense.

A pesar de la eliminación colectiva de la guerra en Ucrania, que ha pasado de ser un acontecimiento trascendental que convirtió a casi todos los italianos en expertos en geopolítica a un aburrido ruido de fondo que ya no despierta el interés de nadie, no se puede pensar en analizar lo que está sucediendo en Gaza sin tener en cuenta lo que ocurre en Kiev. Hablar de «incapacidad» del liderazgo europeo en la gestión de las dos crisis es extremadamente parcial, ya que el doble rasero entre Ucrania y Palestina no es un simple error metodológico o un problema moral, sino una estrategia perfectamente coherente con la estructura de las relaciones internacionales y con la división del mundo en bloques militares y esferas de influencia.

Con la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, la Unión Europea ha mostrado un activismo humanitario sin precedentes: paquetes de sanciones contra Moscú, miles de millones de euros en ayuda militar y humanitaria a Kiev, acogida incondicional de los refugiados, censura de todos los medios de comunicación rusos con la excusa de «combatir la propaganda» (mientras que en Italia se relanzaba la de Kiev: en los primeros meses del conflicto, yo misma desmentí personalmente decenas y decenas de noticias rotundamente falsas publicadas por nuestra prensa, copiadas y pegadas directamente de «The Kyiv Independent» y otros medios ucranianos comprometidos en una propaganda bélica martilleante) y una movilización diplomática y mediática sin precedentes a favor del Gobierno ucraniano.

El mismo Gobierno ucraniano que, bajo la dirección del presidente Petro Poroshenko, se había manchado de numerosos crímenes de guerra, como el bombardeo de infraestructuras civiles en Donbás y el empleo de batallones paramilitares extremistas que, según los informes de organizaciones internacionales, cometieron las peores atrocidades contra disidentes y civiles. Por no hablar de la catástrofe humanitaria que provocó el conflicto civil con los separatistas del este, contra los que Kiev optó por la «mano dura», contribuyendo a causar un millón de refugiados internos y miles de víctimas civiles. En aquel momento, la Unión Europea no se mostró tan diligente a la hora de defender a los civiles ucranianos bombardeados por Poroshenko en el este del país, al igual que hoy le cuesta solidarizarse con los palestinos masacrados por decenas de miles en una franja de tierra de la que no hay escapatoria. Esto se debe a que no importa tanto el color de los ojos y del pelo —en Donbass también eran rubios y de ojos azules, como por cierto en Kiev—, sino en qué equipo se juega. Sin perjuicio de que, en cualquier caso, el racismo, la islamofobia y la rusofobia han sido y siguen siendo elementos fundamentales en la narración y la percepción colectiva de los dos conflictos.

Ursula Von Der Leyen, en febrero de 2022, no se ahorró en condenar los crímenes del Gobierno de Putin contra la población civil ucraniana, las violaciones del derecho internacional, los ataques a las infraestructuras energéticas: se adoptaron todas las medidas posibles e imaginables para defender Kiev del «carnicero» Putin, contra el que se acuñaron los epítetos más imaginativos en aquellos meses.

¿Lo recuerdan? En aquel momento se hablaba de un «despertar europeo», de una nueva era en la que el mundo humano y democrático, finalmente unido y compacto, habría servido de dique contra el autoritarismo y la violencia de los «ogros rusos». Los valores europeos de los derechos humanos y la legalidad internacional, de los que los países de la UE se erigían orgullosamente en baluarte, se utilizaron en todas partes y se convirtieron en pilares del discurso oficial, relanzado en todas las redes.

Bueno, al principio funcionó. Cuando empecé mi labor de divulgación, primero en Instagram y luego como periodista y ensayista, tratando de contar las profundas raíces del conflicto ruso-ucraniano (que, a diferencia de la gran mayoría de los comentaristas de última hora, yo seguía desde mucho antes de 2022), el clima estaba tan polarizado que recibí cientos, si no miles, de insultos, amenazas de muerte, amenazas de violación y todo tipo de ataques públicos y privados. Algunos me acusaban de estar pagada directamente por Putin, otros de repetir los «resúmenes» de la propaganda rusa, otros de ser cómplice del invasor y de tener las manos manchadas de sangre ucraniana: la locura y la histeria colectiva fueron tan espantosas que muchas veces tuve verdadero miedo de hablar. Pero lo más aterrador es que, al igual que llegó esta ola de odio y rabia, desapareció con la misma rapidez del debate público. Por eso es fundamental ahora poner las cosas en contexto.

La rapidez con la que Europa ha respondido a la agresión rusa ha demostrado que la voluntad política existe, pero solo y exclusivamente cuando converge con los intereses estratégicos de Estados Unidos. Hay muy poco de humanitario en las acciones de los líderes de Bruselas y de los gobiernos europeos: lo que importa es lo que conviene a la estrategia estadounidense. Aislar a Rusia, romper el vínculo entre Moscú y Berlín para contener la influencia rusa en Europa, romper el vínculo energético ruso-alemán (y, por tanto, ruso-europeo), debilitar a Alemania como motor de la economía europea y, por tanto, debilitar la autonomía política alemana, impedir que Rusia se convierta en una potencia euroasiática y confinarla, en cambio, exclusivamente al continente asiático: esto, y solo esto, es lo que ha guiado la acción estadounidense y europea.

Prueba de ello es que desde octubre de 2023, es decir, desde que Gaza está sometida a una devastadora ofensiva militar que ha causado decenas, si no cientos, de miles de muertos (la mayoría de ellos mujeres y niños), millones de desplazados, hospitales destruidos, hambruna y la destrucción sistemática de las infraestructuras civiles, la Unión Europea se ha mostrado extremadamente tímida a la hora de condenar a Israel. A pesar de que la masacre fue denunciada desde el primer momento por decenas de juristas, relatores de la ONU y la propia Corte Internacional de Justicia como un «posible genocidio», la Unión Europea no ha adoptado una posición clara. Más bien al contrario. Entre las acciones europeas más destacadas de los últimos dos años se encuentran: la negativa a pedir un alto el fuego inmediato en las primeras fases del conflicto y la repetición de la letanía sobre el derecho de Israel a defenderse; la suspensión de los fondos a la UNRWA, basándose en acusaciones nunca verificadas, mientras la población de Gaza ya se enfrentaba a una terrible crisis alimentaria; el apoyo explícito a Israel por parte de muchos Estados miembros, en particular Alemania; la represión interna de las protestas a favor de Palestina, a menudo tachadas de «antisemitas» incluso cuando se limitaban a reclamar los derechos humanos y la legalidad internacional.

El conflicto en Ucrania desaparece así de los medios de comunicación y del discurso público porque el doble rasero es tan evidente que incluso los menos versados en política internacional se dan cuenta inmediatamente de que algo no cuadra. Y ese «algo» es que Israel es un aliado estratégico de Estados Unidos (y, por tanto, de la Unión Europea, ya que es un organismo carente de cualquier autonomía en materia de política exterior), que están dispuestos a todo, incluso a bombardear Irán y sancionar a representantes de las Naciones Unidas, con tal de defenderlo.

El caso más reciente es el de Francesca Albanese, abogada y académica italiana, desde 2022 Relatora Especial de la ONU para los Derechos Humanos en los Territorios Palestinos Ocupados. En el ejercicio de esta función, ha publicado informes detallados sobre la ilegalidad de la ocupación israelí, las políticas de apartheid y las violaciones del derecho humanitario durante la ofensiva sobre Gaza, y se ha convertido en una de las voces más autorizadas en el debate público sobre la situación de los palestinos en la Franja, gracias a su monumental labor de información y denuncia.

Su trabajo es riguroso y está en consonancia con los mandatos de las Naciones Unidas. Sin embargo, se ha convertido en blanco de una feroz campaña de deslegitimación personal y política, que culminó con la imposición de sanciones por parte de Israel y Estados Unidos. Las acusaciones son (¿adivinan?) antisemitismo, parcialidad y propaganda. Pero, en realidad, la culpa fundamental de Francesca Albanese es esencialmente una sola: aplicar el derecho internacional también a los aliados.

Como recuerda el periodista Paolo Mossetti, el presidente de la República, Sergio Mattarella, no tardó en mostrar su solidaridad con el exdirector de La Repubblica, Molinari, cuando fue cuestionado en un acto por unos estudiantes. Del mismo modo, llamó por teléfono a Giorgia Meloni cuando un usuario cualquiera insultó a su hija Ginevra en X. Pero cuando una ciudadana italiana, solo por el legítimo ejercicio de su mandato en las Naciones Unidas, es objeto de sanciones y de una campaña difamatoria en Google financiada por el Gobierno israelí por hacer su trabajo, ninguna institución italiana ha considerado aún oportuno mostrar su solidaridad.

Pero si, por un lado, Europa se muestra totalmente inconsistente, hasta el punto de que la opinión pública, desde el inicio de la masacre de civiles en Gaza, está cada vez más decepcionada y desilusionada con las políticas de Bruselas, por otro lado, está tratando de recuperar su legitimidad política a través de la guerra y la creación de un enemigo común contra el que unirse: Rusia. Se presenta una invasión de Moscú en Europa como muy probable y casi inminente, hasta el punto de que es urgente aumentar el gasto militar al 5 % del PIB, a pesar de que, al mismo tiempo, los medios de comunicación europeos hablan de un ejército ruso empantanado en Ucrania desde hace más de tres años, que lucha con palas y que lucha por conquistar incluso unos pocos kilómetros cuadrados de terreno.

La crisis de la Unión Europea no es solo política, es existencial. A falta de un proyecto político compartido y a la luz de la incoherencia mostrada ante los ojos de los ciudadanos europeos, el único aglutinante para recuperar la legitimidad política parece ser la amenaza exterior. En este contexto, el apoyo a Ucrania, aunque legítimo desde el punto de vista de la solidaridad internacional, ha sido instrumentalizado no para defender el derecho en sí mismo, sino para redefinir el papel de la UE como actor relevante en la escena internacional, aunque exclusivamente en clave militar.

La guerra en Ucrania ha acelerado una transformación que ya estaba en marcha: el renacimiento de la política de bloques militares como principal forma de organización geopolítica. Por un lado, la ampliación y el fortalecimiento de la OTAN; por otro, el surgimiento de alianzas alternativas entre Rusia, China, Irán y otros actores del llamado «Sur global». Esta lógica marca una ruptura definitiva con la ilusión de la posguerra fría de un mundo en el que el derecho internacional debería haber sustituido progresivamente a la fuerza. Por el contrario, nos encontramos ante el brutal retorno del mundo bipolar, cuyos efectos vemos en Ucrania y Palestina.

La Unión Europea, que podría haberse propuesto como tercer polo autónomo, estabilizador y mediador entre las dos potencias, Estados Unidos y Rusia (y en el Mediterráneo con Palestina), ha optado por alinearse acríticamente con el bloque atlántico: el resultado es una subordinación diplomática y militar de la que no parece haber salida.

Pero precisamente porque el mundo se está recomponiendo en torno a lógicas militares, se hace aún más urgente defender, redefinir y promover el papel del derecho internacional como base común: una Europa que renuncie a esta tarea no solo se traiciona a sí misma, sino que contribuye enormemente a la desestabilización de regiones enteras, al estallido de nuevos conflictos y al mantenimiento de un estado de guerra perpetua.

En definitiva, Europa ha muerto en Gaza, pero no serán la lógica militar y el rearme los que la salven. Del mismo modo que no servirán para salvar a los ucranianos y los palestinos.

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Traducido por Antoni Soy Casals del Substack de la autora, L'Insalata Geopolítica: https://benedettasabene.substack.com/p/leuropa-e-morta-a-gaza?utm_source...


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