Detrás de la confusión y los debates en torno al fascismo subyace una simple verdad: se trata de un juego de poder dirigido por las élites económicas. Los comunistas reconocieron que la fisonomía del fascismo está determinada por la dinámica de clases, y esa es una idea que no debemos olvidar. En 1935 Georgi Dimitrov, declaró que el fascismo era «la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero»
Taylor Dorrell, Jacobin
En la comedia de los Hermanos Marx Duck Soup (Sopa de Ganso, 1933), un hombre fuerte es nombrado presidente del país ficticio de Freedonia. Se desata el caos, que culmina en una guerra con el país vecino de Sylvania. La película satiriza la política y la guerra al mejor estilo de los Hermanos Marx. El contexto histórico de la historia era, por supuesto, el ascenso del fascismo en Europa: Benito Mussolini llevaba una década en el poder y Adolf Hitler había tomado posesión ese mismo año.
La película presenta a su líder, parecido a Mussolini, como un payaso, lo que refleja una desconfianza hacia el fascismo que distaba mucho de la opinión predominante en Estados Unidos. En aquella época, el fascismo seguía siendo ambiguo para muchos estadounidenses; figuras como Ezra Pound comparaban a Mussolini con Thomas Jefferson, mientras que otros calificaban a Franklin Delano Roosevelt de fascista.
«Hubo una época en la que cualquiera podía mantenerse en contacto con la historia del mundo», bromeaba Robert Benchley en «A Brief Course in World Politics». Antes de la Primera Guerra Mundial, argumentaba, la historia era sencilla: «O el rey podía hacer decapitar a algunas personas, o algunas personas podían hacer decapitar al rey». Sin embargo, el siglo XX trajo consigo una oleada de complejidad política. «Cuando hay veinticuatro partidos, todos empezando por W, de cada uno de los cuales depende la futura paz de Europa, entonces lo siento pero tendré que dejar que Europa lo resuelva por sí misma y me avise cuando vaya a tener otra guerra», escribió.
Lo que parece cómico en la evaluación histórica de Benchley y en Duck Soup —es decir, la negativa a enfrentarse a lo que es realmente el fascismo— persiste hoy en algunos círculos académicos. En Fascism Comes to America: A Century of Obsession in Politics and Culture, Bruce Kuklick sostiene que «no existe un fascismo elemental ni mucho contenido empírico». Daniel Steinmetz-Jenkins llega a la misma conclusión en su introducción a Did it Happen Here? Perspectives on Fascism and America, insistiendo en que «el camino a seguir es poner fin al debate sobre el fascismo». Ambos analizan las décadas de debates en torno al fascismo, su definición y su relevancia en el presente, y ambos concluyen definitivamente que el mundo simplemente tendrá que resolverlo por sí mismo.
En contraste, los comunistas abordaron el fascismo desde una perspectiva materialista, basando su análisis en las dinámicas económicas y de clase. Después de un periodo de denuncias precipitadas de «fascismo social», para 1935 la Internacional Comunista definió el fascismo no como un fenómeno psicológico o exclusivamente cultural, sino como una forma represiva de dictadura al servicio de los intereses de una fracción de las élites económicas reaccionarias e imperialistas. Este enfoque vinculó el fascismo directamente a las fuerzas de explotación económica y poder de clase, y por eso es esencial para comprender y combatir el fascismo en la actualidad.
Primeros debates
Al principio era fácil alegar demencia sobre la naturaleza del fascismo. La palabra «fascismo» deriva del italiano «fascio» y del latín «fasces», un manojo de varas que simboliza la fuerza a través de la unidad, representando el manojo de ideologías que conforman el fascismo. Generalmente se entendía que un dictador fascista ejercía el poder del Estado para crear una economía que beneficiaba a los monopolios mientras aplastaba a los trabajadores y reprimía al «otro» racial, pero la dinámica subyacente —las fuerzas que apoyan a un dictador de este tipo— sigue siendo mucho más polémica e incomprendida. El propio Mussolini no definió el fascismo hasta 1932, calificándolo de «revolución de la reacción». Esta ambigüedad en la definición por parte de uno de sus principales exponentes pone aún más de relieve la cuestión: ¿es el fascismo tan complejo que no se puede precisar? ¿Realmente no existe un «fascismo elemental»?
Uno puede imaginarse a las grandes mentes del siglo XX, testigos del ascenso de Mussolini, Hitler y Franco, lidiando con la sensación de que estos movimientos estaban conectados de algún modo, vinculados por alguna esencia compartida. Y así llegamos, como vemos en los libros que resumen estos debates, a la definición de León Trotsky que hace hincapié en la clase media reaccionaria, a las catorce propiedades generales del fascismo de Umberto Eco y a La personalidad autoritaria de Theodor Adorno. Estos pensadores parecen decir a los cínicos confundidos que hay un hilo conductor, que tiene que haberlo.
A lo largo de las obras recopiladas en Did it Happen Here?, el lector encuentra tanto esos debates del siglo XX como otros contemporáneos. Comenzando con ensayos de Trotsky, Hannah Arendt y Eco, llegamos finalmente a artículos que debaten el carácter del Partido Republicano de Donald Trump. Jan-Werner Müller argumenta en «Is it Fascism?» que hoy en día nada puede «llamarse plausiblemente fascismo», excepto «las versiones más recientes del putinismo». En «What is Fascism?» Ruth Ben-Ghiat replica que ocultar la transformación del fascismo en lugares como la actual Hungría e Italia —ambas controladas por supuestos partidos «neofascistas»— diluye su significado y ayuda a su potencial resurgimiento.
A pesar de su enmarañada historia y sus variadas interpretaciones, los persistentes esfuerzos por definir el fascismo revelan una convicción fundamental: comprender el fascismo, por complejo que sea, sigue siendo urgente y necesario.
Los comunistas tenían razón
Liberales, conservadores, posmodernos, trotskistas, maoístas… todos encuentran eco de sus opiniones sobre el fascismo en los medios de comunicación actuales. Las cabezas parlantes de los principales medios de comunicación llaman fascista a cualquier persona de derecha; tanto los ultraizquierdistas como los partidarios de Trump llaman fascistas a los liberales; los académicos afirman que nada es fascista. Sin embargo, se echa dolorosamente en falta la definición que una vez fue central en gran parte del mundo, especialmente en el «Segundo Mundo» de alineación comunista. A pesar de haber sido borrada de la literatura reciente, esta interpretación del fascismo sigue siendo fundamental, aunque tácita, en los debates contemporáneos. Como el cocinero que trata de hacer más con menos ingredientes, evadir la definición comunista durante décadas simplemente ha requerido más esfuerzo que tomarla en cuenta.
En una de las escenas cruciales de la película Amsterdam (2022), de David O. Russell, se espera que el general Dillenbeck (interpretado por Robert De Niro) pronuncie un discurso en una gala de veteranos en el que llama a marchar a Washington para derrocar al presidente FDR. En lugar de ello, lee su propio discurso denunciando la tiranía y el fascismo, frustrando el complot y desenmascarando a quienes están detrás del intento de golpe: algunos de los mayores capitalistas industriales de Estados Unidos. Basada en la historia real del complot empresarial, la película presenta el fascismo como una campaña impulsada por las élites para hacerse con el poder. La narración de Amsterdam ofrece una perspectiva en gran medida borrada del discurso contemporáneo, una que dio forma a la izquierda de los años treinta y que podría ayudarnos a comprenderla hoy.
Un mes después de que los nazis tomaran el poder, el edificio del Reichstag fue incendiado. Los nazis utilizaron el incendio como pretexto para acorralar a los comunistas, a quienes culparon del incendio. Entre los acusados se encontraba un individuo que contribuiría decisivamente a definir el proyecto político del fascismo: el comunista búlgaro Georgi Dimitrov. Tras una apasionada y exitosa defensa en el juicio, Dimitrov huyó a la URSS, donde se convirtió en secretario general de la Internacional Comunista.
En 1935, Dimitrov presentó un informe al Séptimo Congreso de la Internacional Comunista, en el que articulaba una definición de fascismo que era el resultado de años de debate entre comunistas, incluidas figuras como Clara Zetkin y Antonio Gramsci. El fascismo, declaró Dimitrov, era «la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero».
Cómo malinterpretar el fascismo
En el prólogo de Lectures on Fascism de Palmiro Togliatti, Vijay Prashad subraya la importancia de una definición clara del fascismo. Escribe que «la burguesía está dividida», en referencia a las primeras etapas del fascismo, «con el sector más reaccionario empujando hacia una solución fascista a la crisis capitalista». Los comunistas de Italia y Alemania no tardaron en identificar el papel de los grandes financieros y beneficiarios en este cambio. En 1926, Gramsci observó que el fascismo no era un «régimen predemocrático» que algún día maduraría hasta convertirse en una democracia liberal, sino que era «la expresión de la fase más avanzada de desarrollo de la sociedad capitalista».
Los periodistas de la época también siguieron esta progresión. Obras como Facts and Fascism detallan cómo industriales como Fritz Thyssen y Alfred Krupp financiaron y se beneficiaron del ascenso del fascismo. Estas figuras se alinearon gradualmente con movimientos fascistas marginales, apoyándolos como baluarte contra un comunismo que, tras las revoluciones socialistas, infundía terror en los corazones de los capitalistas. Como observó Daniel Guérin en su libro de 1939 Fascism and Big Business, los partidos fascistas se formaron a partir de coaliciones de milicias armadas antiobreras que brutalizaban las huelgas y las reuniones socialistas. Aunque muchos industriales y capitalistas financieros apoyaban la «democracia burguesa», el fascismo solo necesitaba financiación de un segmento reaccionario de esa clase para hacer llegar su mensaje a una base masiva.
Con el tiempo, la definición de la Comintern de 1935 —es decir, «la dictadura terrorista del capital financiero reaccionario»— provocó tanto la oposición como el distanciamiento de los teóricos que pretendían evitar la asociación con Iósif Stalin. Contrariamente a quienes, como Timothy Snyder, afirman que fueron los comunistas quienes desdibujaron la definición de fascismo con el uso excesivo de «fascismo social», el oscurecimiento actual nace directamente de las teorías anticomunistas sobre el fascismo que han dado lugar a un caos y una confusión duraderos.
Hay un viejo chiste sobre el mal funcionamiento de los sellos en la Italia fascista. Después de que Mussolini emitiera un sello con su cara, fue retirado rápidamente porque los italianos escupían en el lado equivocado. El chiste simbolizaba el odio al fascismo en aquella época, pero hoy el chiste es inverso: los historiadores y los teóricos de la cultura, reacios o incapaces de definir el fascismo, contribuyen a la oscuridad de la que se aprovechan los fascistas.
Los historiadores de la era «posmoderna», especialmente los de finales del siglo XX, han agravado este problema. En el libro de 1997 In Defence of History: Marxism and the Postmodern Agenda, Ellen Meiksins Wood criticó este giro en la década de 1990 como «un rechazo del conocimiento totalizador». En el mismo libro, John Bellamy Foster describió la historia posmoderna como «signos y significantes sin significado». En el prefacio de El fascismo tardío, Alberto Toscano omite sin rodeos «las deliberaciones de la Internacional Comunista» en favor de los debates de los años setenta de postmodernistas como Michel Foucault. Al rechazar las metanarrativas, avanzan —intencionadamente o no— las ideologías fragmentadas que conforman el fascismo.
El fascismo emplea sus propios relatos fundacionales, pero pensadores como Kuklick y Steinmetz-Jenkins no ofrecen ningún contramarco, simplemente omiten la narrativa por completo. ¿Cómo podemos entender las causas estructurales del cambio si abandonamos las propias narrativas y características «elementales» que las hacen inteligibles?
La casa que construyó el análisis material
Quizá la solución sea rechazar por completo la fragmentación posmoderna. Para entender la posición anti-posmoderna, tenemos que volver a los Hermanos Marx. En Animal Crackers, los Hermanos Marx buscan un cuadro desaparecido. Al no encontrar al ladrón, llegan a la conclusión de que debe de estar en la casa de al lado. «Eso está muy bien», dice Groucho, pero «supongamos que no hay ninguna casa al lado». «Bueno», dice Chico, «entonces claro que tenemos que construir una».
La pintura perdida —o, en nuestro caso, los orígenes sistémicos perdidos y la lógica unificada de la historia— tiene que ser descubierta, según Wood y Foster, no a través de un escepticismo interminable que devenga en cinismo, sino a través del análisis material, método marxista que una vez se llamó «materialismo histórico». Con tanto oscurecimiento de una ideología como el fascismo, hay que reconstruir el análisis estructural para re-descubrirla.
Volviendo a Duck Soup, los hermanos Marx probablemente hayan entendido la base de clase del fascismo más agudamente de lo que se cree. El líder de la película, muy parecido a Mussolini, se instala después de que una viuda rica dona millones al país a cambio de su nombramiento. En lugar de esperar a la próxima guerra, como sugería Benchley, deberíamos fijarnos en quienes intentaron traducir la verdad en significado y revivir los análisis depurados de la vieja izquierda. Como sostiene Wood en Democracy Against Capitalism: Renewing Historical Materialism, «no debemos confundir el respeto por la pluralidad de la experiencia humana y las luchas sociales con una disolución completa de la causalidad histórica».
La tarea más apremiante de hoy es luchar contra las tendencias derrotistas que reproducen la sabiduría recibida de las ideologías dominantes y esforzarse por comprender —y en última instancia derrotar— al fascismo. Los comunistas proporcionaron herramientas inestimables para hacerlo. Para entender el fascismo, debemos utilizar esas herramientas y seguir el ejemplo de los Hermanos Marx para construir «la casa de al lado».
- ¿Qué es el fascismo?
George Orwell. 7/10/2009 - El potencial destructivo del fascismo
Boaventura de Sousa Santos. 30/07/2010 - El fascismo y la lucha de clases
Maciek Wisniewski. 16/07/2016 - Hanna Arendt y la normalización del fascismo
Marga Ferré. 4/05/2021. - Trump y el fascismo del siglo 21
William I. Robinson. 29/11/2016
El libro negro del comunismo es mejor que esas películas holibutienses
ResponderBorrarMientras que S. Courtois evalúa en 20 millones el número de víctimas en la URSS, S. Brzezinski (The Grand Failure. The Birth and Death of Communism in the 20th Century, Scribners, Nueva York, 1989) se arriesgaba diez años antes a dar una estimación de 50 millones de muertos. R. J. Hummel, de la universidad de Hawai, estima que el régimen soviético mató a 61,9 millones entre 1917 y 1987 (Lethal Politics. Genocid and Mass Murder since 1917, Transaction Publ., New Brunswick, 1996). R. Conquest, cuyos trabajos (La grande terreur, Stock, 1970, 2ª ed.; La grande terreur. Sanglantes moissons. Robert Laffont, 1995) han afirmado durante mucho tiempo su autoridad, llega a un total de 40 millones de víctimas, sin contar los muertos de la Segunda Guerra Mundial. D. Volkgonov (Le vrai Lénine, d’après les archives secrètes soviétiques, Robert Laffont, 1995) ha hablado de 35 millones de muertos entre 1917 y 1953; J. Julliard, de “40 millones de muertos en la URSS” (“Les plereuses du communisme”, en Le Nouvel Observauteur, 19 de septiembre de 1991, pág. 58); D. Panine, de “60 millones de víctimas”. A. Solzhenitsin, en el segundo volumen del Archipiélago Gulag también daba la cifra de 88 millones de víctimas. Algunos investigadores basan sus cálculos en una evalución del “lucro cesante” demográfico de la población rusa. En 1917, la URSS contaba con 143,5 millones de habitantes. Las anexiones de 1940 sumaron 20,1 millones más, o sea, un total de 163,6 millones. De 1917 a 1940, y luego de 1940 a 1959, el incremento natural hubiera debido de llevar el volumen a 319 millones de individuos. Ahora bien, en 1959 sólo había en la URSS 208,8 millones de habitantes, lo cual significa un “déficit” de 110,2 millones. Si de esta última cifra se deduce el número de víctimas de la guerra (44 millones), el resto, es decir, 66,2 millones de hombres, mujeres y niños representaría el coste humano del sistema soviético (cf. el artículo del demógrafo Kurganov aparecido el 14 de abril de 1964 en el periódico Novie Russkoié Slova, traducción francesa en Est&Ouest, 16 de mayo de 1977). (Nenoist, Alain de, Comunismo y nazismo, Barcelona, Altera, 2005, pág. 14, nota).
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