Una mirada no convencional al modelo económico de la globalización, la geopolítica, y las fallas del mercado
Páginas
▼
jueves, 28 de noviembre de 2024
El trumpismo, la OTAN y la guerra de Ucrania
Nahia Sanzo, Slavyangrad
“Hace dos años, el general Mark A. Milley, entonces principal asesor militar del presidente Biden, sugirió que ni Rusia ni Ucrania podían ganar la guerra. Una solución negociada, argumentó, era el único camino hacia la paz. Sus comentarios causaron furor entre los altos funcionarios. Pero la victoria del presidente electo Donald J. Trump está haciendo realidad la predicción del general Milley”, escribía The New York Times en un artículo publicado la semana pasada y que forma parte de la creciente línea de argumentación de quienes temen que la llegada de la nueva administración Republicana suponga dejar abandonada a su suerte a Ucrania. Estos artículos, presentes en todos los grandes medios estadounidenses y europeos, toman de forma literal el deseo de Trump de conseguir el final de la guerra y su desinterés por la situación en Ucrania. A ello han contribuido también las palabras de JD Vance que, desde su desconocimiento del conflicto, ha propuesto un plan que solo puede satisfacer a Rusia, o la exaltada respuesta de Donald Trump Jr. tras la confirmación del permiso estadounidense para utilizar misiles occidentales contra objetivos en el territorio de la Rusia continental. En ocasiones, think-tankers y expertos añaden también el desdén de Trump a la OTAN o su voluntad de no rescatar en caso de ataque ruso a aquellos países miembros que no cumplieran con la inversión mínima que exige la Alianza.
Como ahora, quienes quisieron hacer oposición a Donald Trump analizaron su retórica a partir del uso literal de sus palabras. La lógica de ese punto de vista era defender que Trump deseaba desmantelar la OTAN, pese a que era evidente que su objetivo era simplemente lograr que los países europeos aumentaran muy por encima de lo que deseaban sus inversiones en defensa. En otras palabras, el presidente estadounidense no deseaba que Alemania u otros países europeos fueran invadidos por las tropas rusas, sino que pagaran la cuenta de la OTAN, elevando el gasto militar y rompiendo con el acuerdo tácito de la posguerra mundial, que implicaba que los países europeos podrían financiar su estado de bienestar al dejar la cuestión de la seguridad en manos de Estados Unidos. Esa es la ruptura real que supuso Trump y no la de la OTAN.
Durante la primera legislatura de Trump se repitió también el calificativo de aislacionista al presidente y a todo el movimiento que lo rodea, el trumpismo, algo en lo que vuelve a insistirse apelando a los lemas de campaña, Make America Great Again o el actual America First, tomado de la principal organización aislacionista y que, con Charles Lindbergh como portavoz, luchó, en ocasiones con posturas pronazis, contra la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Esa postura olvida la política intervencionista de Trump en América Latina -con el reconocimiento del presidente encargado de Venezuela Juan Guaidó- o en Oriente Medio, donde Estados Unidos bombardeó Siria, Yemen y continuó su presencia en Irak y su apoyo incondicional a Israel. En realidad, la única retirada planificada, que no ejecutada, ya que fue Joe Biden quien la realizó, fue la de Afganistán con el inicio de las negociaciones de Doha con representantes talibán.
El manifiesto desinterés por la guerra de Ucrania y la expresa voluntad de no iniciar nuevas intervenciones militares han sido suficientes para volver a calificar de aislacionismo el planteamiento de Trump. Esos argumentos ignoran las posturas que han mostrado quienes van a dirigir el equipo de Trump, con Marco Rubio y Michael Waltz a la cabeza. Neocon, halcón contrario a China e Irán, sin nada positivo que decir sobre Rusia y con el deseo de destruir cada uno de los gobiernos progresistas de América Latina, nadie en su sano juicio debería confundir a Rubio con un aislacionista. Tampoco Waltz, que la víspera de las elecciones propuso sanciones draconianas contra Rusia y “quitar las esposas al uso de misiles de largo alcance” en Ucrania, es un hombre que busque alejar a Estados Unidos del resto del mundo.
En The Strategy of Denial, Elbridge Colby, uno de los hombres del entorno de la política exterior de Trump y que participó en la elaboración de la Estrategia de Defensa Nacional de 2018, detalla el punto de vista desde el que opera el trumpismo y que tiende a confundirse erróneamente con el aislacionismo. El concepto básico es la negación de la hegemonía, es decir, el mantenimiento de la hegemonía estadounidense a base de impedir que países oponentes a Estados Unidos pudieran crear sus propios bloques hegemónicos en las regiones clave del planeta. Evitar que países como China, Rusia, Alemania o Irán puedan crear alianzas capaces de superar política, económica o militarmente a Estados Unidos es la vía para evitar la necesidad de una intervención militar estadounidense. Sin embargo, la idea supone una constante implicación estadounidense en los puntos clave: Asia-Pacífico, Europa y Oriente Medio, con América Latina y África como escenarios ni siquiera secundarios.
Las ideas de Colby, como las del resto del trumpismo, están centradas en China y en impedir un ascenso que ponga en peligro la hegemonía estadounidense en Asia y, por extensión, en el mundo entero. En ese escenario, Europa es un teatro secundario en el que la correlación de fuerzas hace que ya exista un bloque capaz de impedir que un oponente de Estados Unidos, fundamentalmente Rusia, aunque también Alemania, pudiera formar un bloque contrahegemónico. Colby es explícito al argumentar que ese bloque, la OTAN, no solo es excesivamente grande para las necesidades, sino que se ha extendido a aliados difíciles de defender y que, por lo tanto, suponen un lastre. Es ahí, y no en una inexistente voluntad de favorecer a Rusia, donde los intereses del trumpismo son paralelos a los de Moscú, aunque sus argumentos sean diferentes. Para Rusia, la OTAN no es un obstáculo a su hegemonía en Europa, sino un peligro para su seguridad, mientras que para Estados Unidos, la necesidad de mantener presencia en países que considera redundantes (entre ellos destacan específicamente los países bálticos y ni siquiera se plantea la admisión de Ucrania) supone un lastre económico del que querría desprenderse. Sin embargo, al igual que ocurre con la guerra de Ucrania, no hay que entender en ello la voluntad de aislarse, sino de obligar a los países europeos a aumentar su contribución para reducir el coste económico que supone para Washington. Aun así, el temor a la literalidad de las palabras de Trump, no a su significado real, está haciendo ya que el presidente electo de Estados Unidos esté obteniendo, antes incluso de jurar el cargo, eso que lleva tiempo buscando: que los países europeos se unan para aumentar el peso que suponen sus contribuciones al pago de una guerra en la que el beneficio económico del aumento de la tensión y las ventas de equipamiento militar favorecen fundamentalmente a Washington, primera potencia militar mundial.
La guerra, que desde la ruptura de las negociaciones en la primavera de 2022 no ha dejado de intensificarse, espera la llegada de Trump en su momento de mayor incertidumbre. Sin embargo, no es la llegada de Trump la que ha hecho realidad el presagio de Milley. Su argumentación sobre cómo esta guerra terminaría por medio de negociaciones y no con una victoria militar completa no es el presagio de un visionario, el deseo de un aislacionista ilusionado o un internacionalista temiendo lo peor, sino el análisis de la realidad. Los primeros meses mostraron que esta guerra no iba a terminar con la bandera azul y amarilla sobre Sebastopol ni la tricolor rusa sobre Kiev. A falta de una victoria completa, un conflicto militar solo puede terminar por medio de una negociación. Como mostraba hace meses un amplio artículo de Foreign Policy, en 2022, reticentes a volver a integrar a Rusia en las relaciones internacionales, optaron por no favorecer el diálogo. Con una Ucrania dispuesta a sacrificarse por el objetivo común, la guerra tomó el camino del que no se ha desviado hasta ahora.
El cambio de postura que ha supuesto en una parte de la población incluso en Ucrania y entre la comunidad de expertos la victoria de Trump no responde a la adaptación al hecho consumado de la llegada al poder de alguien que quiere abandonar a Kiev, sino a haber comprendido finalmente que la guerra no puede ganarse. La semana pasada, un artículo publicado por la sección de opinión de The New York Times daba por hecho que la negociación supondría para Ucrania la pérdida de territorios y la renuncia a la OTAN, premiando la agresión de Putin y dejando caer a un país que calificaba de democrático. “El señor Trump debería hacerlo igualmente”, continuaba el artículo.
Este realismo de una parte, creciente aunque aún no mayoritaria en la escena mediática, contrasta con los recientes movimientos de la administración Biden, centrada en hacer todo lo posible para defender a Ucrania, aunque eso suponga elevar un escalón más el peligro de expansión de la guerra o de paso a niveles en los que la reacción rusa implique ya probar misiles de alcance medio, se hable de misiles balísticos de largo alcance con capacidad nuclear y el Kremlin sienta que es preciso recurrir a los canales de reducción de riesgos nucleares para advertir a la Casa Blanca de que no está realizando un ataque nuclear.
La semana pasada, una de las personas más importantes del equipo de transición Republicano Robert Wilkie, encargado de la política de Defensa, negaba en un podcast de la BBC el calificativo de aislacionista para la primera legislatura de Donald Trump. Exagerando el peligro para Estados Unidos y el efecto de la actuación de Washington, Wilkie destacaba que “cuando Rusia se acercó demasiado” a Ucrania, “Trump llevó a su economía a la bancarrota”, y “cuando Irán se acercó demasiado a Irak”, Estados Unidos “mando matar a Suleimani”. Aislacionista o no, la amenaza de intervención siempre está sobre la mesa de la Casa Blanca. Según Wilkie, Trump contactará con Putin “para decirle que pare” y con Zelensky para “decirle que hace falta negociar”. Mientras tanto, el equipo de Biden trabaja para entregar a Ucrania el máximo suministro militar posible y la Unión Europea busca aumentar su asistencia para permitir a Kiev seguir luchando hasta conseguir una posición de fuerza, único momento en el que podrá cruzarse la línea roja de la diplomacia. En eso también parecen estar de acuerdo los equipos de Biden y Trump, que de ninguna manera desean fortalecer a un país que también ven como potencial oponente. Queda mucho aún para el inicio de algún tipo de negociación en el que no hay certeza de que vaya a producirse ningún éxito. Hasta entonces, se ha abierto ya un periodo de incertidumbre y potencial caos en el que los peligros van más allá del lento movimiento del frente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario