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lunes, 7 de octubre de 2024

La Globalización como “glebalización” de las masas

El retorno de “la plebe” en el Mundialismo.

Diego Fusaro, Posmodernia

Estamos asistiendo desde hace años a la replebeyización de las masas, durante un tiempo protegidas por derechos conquistados en el marco de los Estados nacionales soberanos y ahora redefinidas como una inmenso ejército de Siervos de la gleba a merced del capital sin fronteras, sobre el que reposa la esencia de esa «glebalización» como fundamento del Nuevo Feudalismo líquido-financiero.

La globalización del mercado se produce al unísono con la glebalización de los trabajadores y de las clases medias pauperizadas, con arreglo a aquella proletarización integral de la sociedad ya prevista por Marx y, después de él, por el «Programa de Erfurt» (1891): el globalismo de los dominantes es el glebalismo de los dominados. Los trabajadores son reducidos a nueva plebe del planetario sistema de las necesidades deseticizado: las suyas son consideradas a todos los efectos como «vidas de deshecho» y tratadas como tales, en una época en la que el welfarismo del compromiso entre Estado y mercado ha cedido paso a la criminalización liberal de la miseria social.

La flexibilización de las masas hoy en curso está produciendo, de hecho, una gigantesca plebe posmoderna y migrante (el Pöbel, de hegeliana memoria), compuesta por telefonistas e investigadores, operarios y cuidadores, becarios y peones, o sea por figuras igualmente desarraigadas, sideralmente distantes entre sí y, no obstante, unidos en la extorsión de la plusvalía, en la exclusión de la ciudadanía plena, en la imposible estabilización existencial eticizada y en la prestación de plustrabajo intermitente y de duración limitada.

Es esta masa la que sufre en carne viva, a diario, las consecuencias –o mejor diríamos con Hegel, las «tragedias en lo ético»- de la mundialización, del libre mercado, de la competitividad, de las privatizaciones y de la competencia, es decir, de aquellas dimensiones siempre alabadas por el Señor neo-feudal y por los “oratores” que le prestan servicio. El movimiento de la mundialización es, por su esencia, una «globalización de la precariedad» y, por tanto, una «glebalización» del planeta entero.

Como emblema del nexo alquímico entre liberalización y globalización de la miseria, se puede mencionar, a modo de exemplum, el caso de Uber, a tal punto sintomático que, en muchos sectores, se ha utilizado la fórmula «uberización del trabajo» para aludir a la tendencia general del tecnocapital.

Expresión cualificada de la sharing economy (economía colaborativa), Uber es una aplicación que pone en contacto a conductores y pasajeros a través del teléfono móvil. Permite a los segundos reservar viajes a precios ligeramente más bajos que los de los taxis tradicionales.

Frente al modelo Uber, el gremio de taxistas, especialmente en Europa, se ha levantado oponiéndose a esta forma de competencia desleal. Por su parte, la mencionada Uber ha invocado, en reivindicada antítesis respecto de los monopolios corporativos y de las resistencias de la categoria, los valores del liberalismo y de la competencia: estos valores –han sostenido los representantes de la empresa – garantizarían precios ventajosos para los consumidores.

Sin embargo, tras un examen más detenido, el escenario real es otro. Los conductores de Uber no son empleados: son temporeros precarios que tienen que realizar otras actividades para complementar unos ingresos a todas luces insuficientes. En última instancia, el modelo Uber –la enésima americanización liberalista del Viejo Continente- propone a Europa un paradigma centrado en la guerra entre los pobres: un paradigma en virtud del cual los que están abajo sufren la competencia de los que están todavía más abajo, para permitir obtener mayores beneficios al propietario deslocalizado y para ahorrar, en el fondo, muy poco dinero a quienes podrían permitirse seguir pagando los tradicionales taxis.

Uber –se decía– representa el emblema de la sharing economy tecnocapitalista, de la que compendia las principales características. En primer lugar, el trabajo se vuelve aún más claramente flexible, individualizado y desregulado. Todos los habitantes de la Smart city globalizada se ven obligados, para poder disfrutar de unos ingresos dignos, a desarrollar un heterogéneo “paquete” de actividades diferenciadas que, singularmente consideradas, son de por sí escasamente rentables. Una vez más, con el modelo Uber se disuelve toda identidad de clase y se configura una masa amorfa de individuos independientes que, en abstracto, compiten entre sí como startupper y que, en concreto, están condenados a la lucha diaria por la supervivencia a través de un conjunto de actividades disparatadas; actividades que –suscitando en quien las desarrolla la ilusión de ser un trabajador autónomo y no parte de la clase dominada- no ofrecen estabilidad, ni ingresos seguros, ni proyección profesional, ni control sobre el propio tiempo existencial.

En definitiva, con Uber parece evidente la nueva tendencia del capital a apoyarse en la actividad parasitaria de la especulación en detrimento del trabajo de otros y, al mismo tiempo, en la desigualdad cada vez mayor entre los ingresos de los top managers multimillonarios y los de los trabajadores, que muy a menudo tienen notables dificultades para sobrevivir decorosamente. De hecho, el tecnocapital explota las nuevas tecnologías para extraer ingresos de propiedades ajenas (coches en el caso de Uber, apartamentos en el caso de Airbnb, etc.) y para ganar posiciones monopolísticas incluso menos susceptibles de ser afectadas que las de las corporaciones nacionales (en el caso examinado, la de los taxistas).

En la apoteosis del principio de rendimiento y del ésprit de géometrie, la mundialización turbocapitalista se verifica sobre la destrucción de los residuales derechos sociales políticamente garantizados. Tal destrucción se produce en aras de la lógica de esa competitividad globalizada, que con buen criterio Paul Krugmann ha definido acertadamente como la «peligrosa obsesión» (dangerous obsession) de la élite cosmopolita y de quienes padecen su hegemonía.

Así se pueden condensar los tres dogmas principales del cosmopolitismo liberal: a) no puede haber crecimiento sin una reducción de la Deuda pública; b) debe llevarse a cabo la privatización, es decir, el desmantelamiento del patrimonio público; c) es necesario generar la flexibilización de las relaciones laborales y la simplificación normativa

. En este contexto, los Estados que aún protegen los derechos sociales se ven obligados a liberalizarse, desprendiéndose de ellos para sobrevivir a los desafíos de la globalización (o, como se ha sugerido, de las «globalizaciones» en plural). Deben adherirse al ritmo omnienvolvente de la competencia planetaria y su desregulación sin fronteras, o sea a lo que Mike Featherstone ha descrito como la «desmonopolización de las estructuras económicas a través de la desregulación y la globalización de los mercados, el comercio y el trabajo».

Si para las «almas bellas» oscurecidas por la ideología, la globalización se identifica idealiter con la «papilla del corazón» del viaje intercultural low cost y con los united colors de un multiculturalismo superficial y traicionero, a nivel estructural corresponde realiter a la despolitización de la economía, a la hegemonía del Señor globalista sobre el Siervo precarizado, al triunfo del mercado soberano desregulado y, por tanto, a la eliminación de los derechos sociales y al dominio planetario del capital sobre el trabajo y sobre la vida humana.

Así pues, la globalización es, en realidad, la esencia misma de la lucha de clases redefinida como masacre planetaria de los de arriba contra los de abajo, del Señor mundialista contra el Siervo globalizado.

El hecho de que en algunas zonas del planeta el trabajo cueste menos, debido a la ausencia de derechos y reconocimiento de los trabajadores, y que en consecuencia las mercancías provenientes de esos lugares sean económicamente ventajosas, determina la deslocalización de la producción y, de manera sinérgica, la progresiva eliminación de derechos y reconocimiento también para los trabajadores de las otras áreas del planeta.

Imaginemos a los trabajadores de la FIAT Mirafiori de Turín, templo de la producción del capital fordista. Gracias a las luchas de clase del siglo XX y a las conquistas ganadas en esas luchas por el movimiento obrero, se beneficiaron de una serie de derechos sociales vinculados a la duración de la jornada laboral, a la dignidad del salario reconocido, al derecho de huelga y a las garantías sindicales. El Estado nacional italiano constituía el marco dentro del cual las conquistas de las clases trabajadoras estaban garantizadas a través de la fuerza normativa de la política y de su representación.

Si ahora los trabajadores de la FIAT Mirafiori se ven en la situación de tener que competir a escala global con los trabajadores de, digamos, India, Pakistán o Bangladesh, que no tienen ninguna garantía sindical, producen las mismas mercancías a costos más bajos y sin derechos fundamentales, ¿cuál será la consecuencia?

Contrariamente a la retórica apologética de la mundialización, ciertamente no serán los derechos y las conquistas de la clase obrera italiana los que se trasladarán hacia Oriente y se entregarán como regalo a los trabajadores de la India, Pakistán o Bangladesh. La dinámica será exactamente la contraria, según esa dialéctica entre Centro y Periferia puntualmente examinada por Wallerstein en The Modern World-System (Ed. esp. El Moderno Sistema Mundial).

En nombre de la competitividad y del mercado global unificado, serán los trabajadores italianos los que se verán privados de sus protecciones, de sus derechos y de sus conquistas para poder ser, precisamente, competitivos frente a sus competidores orientales. La superexplotación de estos últimos, lejos de extinguirse o atenuarse, contagiará también a la fuerza de trabajo italiana.

Baste recordar aquí, en passant y a título meramente informativo, que en 1994 el coste de la mano de obra en Alemania rondaba los 44 marcos por hora, los 36 en Japón, los 3,5 en Polonia y apenas 1 en Indonesia. La globalización podría ser entendida como la elección, por parte del empresariado cosmopolita (que siempre la oculta tras el anonimato de los mercados y de las objetivas leyes de lo económico), de poner en competición a los trabajadores de estos diferentes países, con las desastrosas consecuencias ya reseñadas.

En este juego de masacre contrabandeado ideológicamente como Progreso reside el secreto de la competitividad global como coacción hacia la glebalización de las clases trabajadoras, obligadas a competir entre sí según una lógica que, contemplando únicamente el beneficio, rebajará sin tregua sus condiciones.

Lo mismo podría afirmarse con razón en referencia al polo dominante: en virtud de la lógica ilógica de la mundialización, las grandes corporaciones globales obligan con éxito a los gobiernos a competir en la rebaja de los impuestos para las multinacionales cínicas; las cuales, a su vez, operan en los territorios nacionales con la misma lógica que el cáncer, destruyendo el cuerpo que lo alberga para poder trasladarse a otra parte, hacia nuevas minas de extracción de ganancias.

En ausencia de la política protectora de los Estados nacionales y de la operatividad de la política dentro de las fronteras nacionales, lo económico despolitizado a escala cosmopolita rápidamente se convierte en una palanca fundamental de la desregulada masacre de clases de los dominantes contra los dominados.

Sin el elemento del Estado nacional como tercera figura, que limite la agresividad de los dominantes y garantice la existencia digna de los dominados (volviendo operativas a nivel jurídico sus conquistas), dominan de manera exclusiva el libre mercado y la libre competencia, id est el libre canibalismo y la ley del más fuerte.

Desde esta perspectiva, existe total convergencia entre el teorema de Trasímaco y lo que podríamos llamar el axioma de Calicles, tal como se describe en el Gorgias de Platón (481 b – 506 b). Trasímaco desenmascara el carácter falsamente universalista de la ley, del mismo modo que Calicles se opone a la idea de una justicia convencional que valga realmente para todos: esto sería, a su decir, una injusta estratagema de los más débiles para dominar la natural aristocracia de los más fuertes.

La globalización como mundialización imperialista del mercado se revela también, por tanto, como un instrumento en manos de los dominantes en el contexto del conflicto de clases, como un medio de represión de los trabajadores y como un método para hacer triunfar el axioma de Calicles.

Por medio de la competitividad planetaria y del dumping salarial, vuelve posible la reocupación por parte del capital de la esfera de los derechos y las conquistas que el Siervo, mediante los conflictos y las organizaciones de clase, estaba en condiciones de obtener en la fase dialéctica.

La élite plutocrática y su clero de compañía lo llaman globalización: es lucha de clases o, rectius, masacre de clases ejecutada unívocamente por el Señor competitivista. Es, entonces, la lucha que el turbocapital y su clase globocrática de referencia libran: a) por volverse independientes del espacio y volátiles sin limitaciones; b) por ser inaprensibles para la política; c) por ocupar y conquistar el planeta entero; d) por aprovecharse de la competitividad a la baja y sin fronteras en el ámbito de la circulación de mano de obra.

Prueba de estas «paradojas de la sociedad competitiva» es, además, que los trabajadores, las clases medias y los Estados son los perdedores de la globalización. En antítesis de la edulcorante narrativa liberal y la imagen caricaturesca de la mundialización feliz, la globalización en realidad favorece el crecimiento exponencial de las desigualdades entre los Estados y en el interior de cada uno de ellos. Cuanto más se abren y se vuelven más flexibles los mercados, tanta más riqueza se concentra en manos de la restringida y opulenta élite globalista del Señor posburgues.

En verdad, la mundialización del mercado no coincide simplemente con una desregulación, que asimismo está presente en múltiples sectores y bajo muchos perfiles. Paralelamente a ella, se vislumbra también un evidente proyecto de «Re-regulación» destinado a producir una plétora de disposiciones y leyes que, a nivel jurídico, establezcan las reglas funcionales a la precarización del trabajo salvaguardando los intereses del Señor.

Como veremos más extensamente a continuación, la desregulación del viejo sistema propio del Estado social y la Re-regulación en sentido liberal en beneficio de la oligarquía financiera resultan recíprocamente inervadas.

Siguiendo la intuición central de La Nueva Razón del Mundo (2009), de Dardot y Laval, la espontaneidad del mercado debe, en realidad, ser construida a través de un sofisticado sistema de derechos y sanciones que –moldeando la sociedad y la economía a través de la producción de específicas relaciones interhumanas, formas de vida y de subjetividad– prohíban intervenciones específicas y garanticen el triunfo del ordoliberalismo.

En su acepción más general, la formula regnandi, la perfecta regla de gobierno del Estado liberal, es aquella según la cual «los negocios pueden interferir con el gobierno a su antojo, pero no viceversa». Es, en otras palabras, el Estado redefinido como ente al servicio del mercado.

Gracias al ritmo de la mundialización, Monsieur le Capital consigue rápidamente recuperar aquello que le habían arrebatado el conflicto y la indocilidad razonada del Siervo, pero también la experiencia no exenta de contradicciones del comunismo novecentesco: salarios elevados y derechos sociales, Welfare State y restricciones legislativas inherentes al despido, robustas tutelas sindicales y derecho de huelga.

Las conquistas del trabajo, los derechos sociales, el reconocimiento del Siervo, los mismos dictados de las Constituciones, son para el capital una «ciudadela» que frena la competitividad y que, en cuanto tal, debe ser conquistada en nombre de la competencia planetaria: son, con la sintaxis de los Grundrisse de Marx, ese límite que la norma de la acumulación desmesurada y del crecimiento infinito debe necesariamente arrollar para poder imponerse de forma absoluta.

El amor infiniti de la economía, en efecto, atento sólo al frío valor espectral del beneficio, se funda únicamente sobre la posibilidad de modificar deliberadamente horarios, salarios, despidos y contrataciones, lo que, precisamente, es impedido por la mencionada ciudadela. Es la culminación de la alienación, el nihilismo y la deshumanización de las relaciones humanas: nada queda de lo humano y el proceso de valorización del valor se convierte en el único sujeto y la única norma.

El mercado global opera con un triple apalancamiento para favorecer esta lógica ilógica de liberación del capital y de sinérgica destrucción de los derechos del Siervo: a) mediante la libre circulación de las mercancías premia siempre, en el juego de la competencia, a las más ventajosas en el plano económico, prescindiendo de su calidad y de las condiciones en que sean elaboradas; b) por la vía de la superación de las fronteras de los Estados nacionales, genera y facilita los procesos de deslocalización, en virtud de los cuales la producción se traslada a los lugares donde la mano de obra está disponible a precios más bajos y donde los derechos laborales son poco menos que inexistentes; c) a través de los flujos de la inmigración introduce en los países occidentales un nuevo «ejército industrial de reserva«, según la fórmula de Das Kapital, siempre chantajeable, desprovisto de derechos, de conciencia, de comprensión de la lengua y de la posibilidad de utilizarla adecuadamente, dispuesto a hacer cualquier cosa para sobrevivir.

La única “mano invisible» del mercado global parece ser, entonces, la de una violencia que no puede verse nada más que en sus efectos, en las «tragedias en lo ético» que genera en el mundo del trabajo y en las comunidades humanas.

En este sentido, la eliminación del Estado soberano nacional ha posibilitado el desarrollo dialéctico del capital no sólo en razón del hecho de haber fulminado la residual fuerza disciplinaria de la política sobre la economía, sino también en cuanto ha favorecido la superación del momento del conflicto propio de la fase dialéctica.

De hecho, ha conseguido dejar que la explotación permanezca inalterable al tiempo que ha logrado eliminar el momento opositivo y conflictual que era posible en la arena del Estado nacional, donde el Siervo y el Señor podían mirarse a la cara y confrontarse sobre el campo.

Las conquistas y derechos fueron fruto de las prácticas del conflicto dentro de los espacios circunscritos y gobernables del Estado nacional, de la capacidad organizativa del Siervo consciente de sí mismo y de sus propias reivindicaciones. Por eso, en la modernidad, no hay progreso real ni logro social, económico o político que no hayan sido alcanzados gracias al Estado y dentro de su campo operativo.

Si el Estado nacional soberano es el escenario del conflicto abierto entre Siervo y Señor, la cosmopolitización liberal, superando la soberanía del Estado nacional, supera el conflicto biunívoco o, mejor, la posibilidad para el Siervo de luchar: este último sufre ahora unívocamente la violencia deslocalizada y sin rostro de la economía despolitizada, supranacional y rizomática.

La lucha de clases –apunta Marx en las páginas incendiarias del Manifiesto– es internacional en el «contenido» (Inhalt) y nacional en la «forma» (Form). Es internacional en el contenido, dado que el modo de producción capitalista, como Marx aclara desde el principio de la obra, es por su esencia globalizante y capaz de convertirse en mundo. De manera que, para derrotarlo, será necesario vencerlo a nivel global. Es nacional en la forma, porque «el proletariado de cada país (das Proletariat eines jeden Landes) debe naturalmente llegar en primer lugar a un ajuste de cuentas con su propia burguesía»: es decir, debe organizarse en los espacios nacionales para poder limitar, gobernar y, finalmente, destruir el capital. Así se expresa en el Manifiesto:
“La lucha del proletariado contra la burguesía es inicialmente, en cuanto a su forma, una lucha nacional (ein nationaler Kampf). El proletariado de cada país debe naturalmente llegar en primer lugar a un ajuste de cuentas con su propia burguesía”.
Sólo mediante la práctica del conflicto concreto en los espacios políticos del Estado nacional, donde oprimidos y opresores pueden enfrentarse de visu, existe la efectiva posibilidad para los primeros de derrocar el dominio de los segundos.

Puede ser cierto que «los proletarios no tienen patria (haben kein Vaterland)», pero ya que deben conquistar el Estado, es decir, el dominio político, deben al mismo tiempo constituirse como clase nacional y hacerse literalmente nación. En palabras del Manifiesto:
“Puesto que el proletariado debe primero conquistar el dominio político, elevarse a clase nacional (nationale Klasse), constituirse en nación, también él es nacional (ist es selbst noch national), aunque ciertamente no en el sentido de la burguesía”.
Marx tiene plena conciencia -lo explicitará principalmente en el primer libro de El Capital– del hecho de que las conquistas del movimiento obrero siempre se producen en el marco de los Estados nacionales, mediante las limitaciones del horario de la jornada laboral, la introducción de normas en defensa de la condición proletaria y la protección del trabajo. Sostener que “los proletarios no tienen patria” quiere decir, entonces, como ha sugerido Löwy, que los proletarios de todas las naciones tienen los mismos intereses.

Con la desarticulación de los Estados nacionales soberanos se ha eliminado el ring en el que se desarrollaba un conflicto cuyo desenlace no era obvio, porque derivaba, precisamente, de las prácticas concretas de la contraposición. La estructura del Estado nacional era capaz de obligar al capital a tener en cuenta los intereses de las clases subordinadas, en la medida en que estas se organizaban en los cuerpos intermedios entre Estado y mercado (sindicatos, partidos, huelgas, etc.).

Sigue siendo una masacre de sentido único, que los dominados sufren sin siquiera ver el rostro de los verdugos y sin tener la posibilidad de luchar activamente contra ellos. En esto reside la astucia de la razón liberal y su hodierna aversión hacia toda frontera nacional y hacia toda forma de soberanía, inmediatamente identificada con el retorno del posible control democrático de la economía.

La soberanía nacional había sido, de hecho, el marco imprescindible para las conquistas sociales de las clases dominadas y para las luchas del Siervo. Es en su interior donde se desarrollaba históricamente el enfrentamiento entre formas políticas organizadas de derecha y de izquierda, rivales en lo concerniente a la diferente idea de distribución que presupone la soberanía monetaria del Estado mismo.

En síntesis, la soberanía está conectada con la posibilidad para lo que genéricamente podríamos definir como un «cuerpo político» -el pueblo o la nación-situado en un territorio y en un contexto histórico y dotado de una voluntad propia de actuar. La soberanía, en consecuencia, implica la cuestión fundamental del nexo entre unidad y pluralidad, entre política y economía, entre sociedad e individuo, entre política y derecho, entre identidad y cosmopolitismo.

Incluso, la soberanía –que debe ser limitada en cuanto al territorio (basada en fronteras y espacios delimitados) y, al mismo tiempo, perpetua en cuanto al tiempo– determina el interés de la parte y del colectivo. E implica tanto la inclusión, mediante la creación de un orden geométrico, como la exclusión, o sea, la expulsión de un enemigo real o potencial del orden. En ausencia de la soberanía, el Estado muere, porque pierde su «alma», según la imagen ya utilizada por Hobbes en el Leviatán para evidenciar la equivalencia entre soberanía y vida.

Con una imagen heurísticamente fecunda, se podría comparar la soberanía con un fuego que arde o, si se prefiere, con la energía vital de una subjetividad singular-colectiva, que coralmente persigue sus propios objetivos. En su mismo interior, tal subjetividad está atravesada por tensiones y visiones heterogéneas, conectadas con las diversas clases que componen la urdimbre social.

La soberanía es, entonces, el producto de la clase (o de las clases) que conquista la hegemonía dentro del Estado nacional y, por esta vía, puede formar el Todo viviente de la nación.

Por tanto –vale la pena insistir– no puede haber política en ausencia de soberanía. Y afirmar, siguiendo ovejunamente el orden del discurso, que el espacio de la política es ahora el mundo, y ya no el Estado, no es más que una mal disimulada manera de argumentar que la política ya no tiene o, mejor dicho, ya no debe tener más un espacio, su espacio de acción. Tal es el sueño del cosmopolitismo liberal, centrado sobre la doble la figura del mercado que se regula a sí mismo y de lo económico sustraído de lo político.

La democracia implica, por su esencia, la posibilidad para el pueblo soberano de decidir acerca de la economía y la sociedad, de la organización de la política interna y de la exterior de la propia comunidad. En el tiempo de la congelación espiritual generalizada y del sistema económico de la especulación financiera internacional, las decisiones en la esfera económica y política están siendo abandonadas a la voluntad soberana de aquellos entes sensiblemente suprasensibles que son los mercados apátridas.


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