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miércoles, 12 de junio de 2024

Unión Europea y Manifiesto de Ventotene: por una crítica racional


Diego Fusaro, Posmodernia

La adhesión del cuadrante izquierdo al proyecto de integración europea no debería sorprender. Como hemos mostrado más ampliamente en Historia y conciencia del precariado. Siervos y Señores de la Globalización (Alianza Editorial, 2021), se explica ante todo a partir de la misma redefinición de la Izquierda posmarxista en clave político-económicamente liberal y culturalmente libertaria.

En el tránsito desde el anticapitalismo comunista de Gramsci y Togliatti al ultracapitalismo liberal-libertario de un D´Alema o un Mitterand, la izquierda pasó desenfadadamente de la lucha contra el Capital a aquella otra volcada en la defensa a ultranza y la glorificación de la Unión Europea, que representa el non plus ultra del liberalismo desdemocratizador en el Viejo Continente.

En otras palabras, la adhesión entusiasta de la Nueva Izquierda arcoíris y posmarxista al proyecto del Capital y de la global class dominante tuvo, necesariamente, que traducirse en una aceptación plena y eufórica del triunfo de ese proyecto: la Unión Europea.

Así que para la Izquierda, redefinida ya como demófoba y enemiga directa de los intereses de las clases trabajadoras (desde de los años Ochenta en adelante, cada triunfo de la Izquierda se ha traducido puntual e inexorablemente en una derrota para las clases trabajadoras), la prioridad siempre fue la del sueño cosmopolita, cristalizado en fórmulas como «más Europa» y «más libre circulación«, esto es, el mismo sueño de la clase dominante no border; un sueño que siempre fue favorable únicamente para el Señor global-elitista y que, sin exageraciones, debiera resultar una pesadilla para el Siervo nacional-popular.

Por otra parte, para la Izquierda market-friendly y posmarxista, antisoberanista y liberal, las deidades tutelares en las que inspirarse hace tiempo que ya dejaron de ser Marx y Gramsci, Lukács y Lenin, olvidados y, además, sometidos a la perpetua damnatio memoriae bajo la acusación, ahora dominante, de «totalitarismo«, con la que el nuevo orden mental global-capitalista condena al ostracismo a todo aquello que no le es afín.

Los nuevos «grandes espíritus» en los que encontrar inspiración habían pasado a ser los autores del Manifesto di Ventotene de 1941 (Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y Eugenio Colorni), base del antisoberanismo de izquierda y coherente con el nuevo marco liberal y marcadamente anticomunista de la New left de complemento de la relación de poder dominante.

Como se ha mostrado en Pensar diferente. Filosofía del Disenso (Ed. Trotta, 2022), después de 1989 han llegado a completarse la compatibilidad y el solapamiento entre las batallas de la Derecha liberal del Dinero y la Izquierda libertaria de las Costumbres, invadidas ambas por todas partes por sus desenfrenadas y peligrosas relaciones con el neoliberalismo. Lo que la primera impone a nivel estructural (desnacionalización, desoberanización, precarización, etc.), la segunda lo glorifica en sede superestructural (cultura trendy del cosmopolitismo sin fronteras, demonización del Estado Nacional en cuanto tal, etc.).

Bajo esta perspectiva, el Manifesto di Ventotene podría efectivamente desempeñar un papel decisivo en la legitimación y, al mismo tiempo, en el ocultamiento de la adhesión integral de la Izquierda posmarxista al turbocapitalismo victorioso y al Nuevo Orden Mundial liberal.

Con su carga antifascista y, a la vez, anticomunista, el Manifesto di Ventotene era la plataforma ideal para la reorganización de la orientación liberal de una Izquierda dispuesta tanto a disparar anatemas contra los totalitarismos rojos y pardos del pasado, como a aceptar en silencio la inmensa violencia invisible del fanatismo de la economía clasista, a la que mientras tanto había vendido cabeza y corazón.

Además de por la legitimación de izquierda del nuevo giro liberal, el Manifesto di Ventotene fue asumido como nuevo texto fundacional del programa teórico del cuadrante izquierdo también por su vocación antisoberanista y claramente cosmopolita.

La tesis central de los firmantes del Manifiesto era, de hecho, aquella que dogmatizaba que la única manera de dejar de lado definitivamente la beligerancia entre los Estados soberanos, que desembocó en la atrocidad de los conflictos mundiales, consistía en la transferencia absoluta de su soberanía a una autoridad federal, lo que en el futuro sucedería precisamente con la génesis de la Unión Europea.

Cierto es que en las páginas del Manifesto di Ventotene se puede encontrar una apasionada defensa del socialismo y de la emancipación de las clases trabajadoras, ambas conectadas con la idea de la «revolución europea«, según una dirección que, en términos de resultados, dista sideralmente de la “realidad factual” de la Unión Europea.

Como escriben los autores del Manifiesto, «la revolución europea, para responder a nuestras exigencias, deberá ser socialista, es decir, deberá proponerse la emancipación de las clases trabajadoras y la creación para ellas de condiciones de vida más humanas». Democratizar la sociedad en sentido socialista, pues, quiere decir que «las fuerzas económicas no deben dominar a los hombres […], sino ser sometidas, guiadas, controladas por ellos de la manera más racional, para que las grandes masas no sean víctimas».

Bajo este perfil, como se ha evidenciado, el proyecto original de Ventotene apuntaba a una recuperación de la soberanía nacional popular, pero al nivel “superior” de la soberanía popular de un Estado europeo: se aspiraba a un único ejército federal y a la unidad monetaria, a la supresión de barreras aduaneras y a una representación directa de los ciudadanos, a una política exterior única y a transformar el Viejo Continente en una suerte de tercera vía respecto a los Estados Unidos de América y la Unión Soviética.

Y sin embargo, estas reivindicaciones socialistas, de por sí nobles, tenían que resultar necesariamente imposibles en el contexto de una supranacionalización que, al vaciar la soberanía, estaba destinada a poner en marcha -contrariamente a cuanto imaginaban con escaso realismo histórico los firmantes del Manifesto di Ventotene– la primacía de lo económico sobre lo político y la centralidad de los organismos posnacionales y, a su vez, posdemocráticos.

La conversión en realidad de la ensoñación de Ventotene habría así conducido no ya al socialismo cosmopolita, sino a la dominación no border de la clase hegemónica: con la Unión Europea, la «Europa libre y unida» invocada por el título original del Manifiesto sólo es tal para la clase dominante, «unida y libre» de masacrar sin limitaciones al polo de los dominados. Los signatarios del Manifesto di Ventotene acabaron cayendo así en la figura hegeliana del «alma bella» (schöne Seele), cuyas buenas intenciones son rápidamente arrolladas por el «curso del mundo» (Weltlauf). Años después y todavía inmersas en el mismo horizonte, en gran medida utópico, se movían por ejemplo las reflexiones de Habermas, quien miraba a Europa como la única vía posible hacia una implementación a nivel global de ese cosmopolitismo.

Tanto las ilusiones de Ventotene como las de Habermas carecían del recio sentido de realismo del que estaba dotado Lenin cuando, sin perífrasis, afirmaba que, en régimen capitalista, la fundación de unos Estados Unidos de Europa sería sic et simpliciter la unión del Capital de Europa contra las clases dominadas europeas.

Para comprender plenamente cómo iba a determinarse el proyecto cosmopolita de semejante unión en el sentido previsto por Lenin, mientras se seguía disfrazando retóricamente tras las nobles palabras del Manifesto di Ventotene, puede ser útil remitirse al von Hayek de las Condiciones económicas del federalismo entre Estados (1939).

Es verdad que en este escrito Hayek no piensa principalmente en Europa. Y, sin embargo, sus reflexiones permiten comprender plenamente -mucho más que el Manifesto di Ventotene– el actual mecanismo sobre el que se articula la Unión Europea. Hayek imagina que la unificación federal entre los Estados debería tener lugar sobre el fundamento de un Single Market, con un sistema monetario único que reemplace a los Bancos Centrales nacionales e independientes.

De esta manera –explica Hayek– se logra el doble objetivo de: a) la limitación de la posible intervención por parte de los Estados; y b) la primacía de la libre circulación. Ahora bien, el Estado que surge de la federación de Estados precedentes no recupera los poderes que estos han cedido individualmente: si lo hiciera degeneraría, en opinión de Hayek, en un Estado socialista. Por contra, la construcción federal de von Hayek se funda abiertamente sobre el vínculo externo y sobre la drástica reducción de los espacios para la decisión democrática que eso naturaliter implica. Por esta razón, el nuevo Estado federal delineado por von Hayek devora la soberanía de los distintos Estados miembros y los deja a merced del juego del libre mercado, privados de la posibilidad de cualquier intervención al estilo keynesiano: el objetivo de la federación apunta, en consecuencia, a alterar el equilibrio entre democracia y capitalismo, en detrimento exclusivo de la primera.

Así escribe von Hayek: “en una federación, ciertos poderes económicos que ahora están generalmente en manos de los Estados nacionales no podrían ser ejercidos ni por la federación ni por los Estados miembros”. Y esto “implica que en general debería haber menos intervencionismo gubernamental para que la federación sea viable”.

En sus líneas esenciales, la Unión Europea ha cumplimentado el modelo de Hayek y no el utópicamente esbozado por el Manifesto di Ventotene. Queda así acreditada la solidez de la profecía de Lenin y, con ella, la victoria de clase que los dominantes han obtenido con la fundación de la Unión Europea.

Mediante la adhesión formal a la línea-guía del Manifesto di Ventotene, la New left arcoíris y posgramsciana abandonaba el camino no sólo del marxismo más o menos heterodoxo (en el caso italiano, el del partido comunista gramsciano y togliattiano), sino incluso aquel, más general, del socialismo de base patriótica (como, por ejemplo, fue en Italia el de Pietro Nenni). Escondía su gradual adhesión al dogma liberal-capitalista detrás de un cosmopolitismo que era formalmente el socialista del Manifesto di Ventotene y materialmente el de Hayek y las clases dominantes, que con toda razón puede ser llamado mundialismo capitalista.

Baste recordar aquí cómo Togliatti, en una intervención en la Cámara de los Diputados el 2 de diciembre de 1948, defendió enérgicamente (como por otra parte siempre lo había hecho), la soberanía nacional, rechazando incondicionalmente el proyecto de creación de una federación europea que se situara por encima de las soberanías nacionales: esto habría significado –en palabras de Togliatti– “no unir, sino dividir a Europa”.

La fuerza con la que la dirección del partido que fundó con Gramsci defendía la soberanía nacional contra la injerencia estadounidense, fue la misma con la que la protegió de una deconstrucción mediada por el mito de la integración europea. Togliatti rechazó sin contemplaciones la visión cosmopolita, reconociendo en ella la quintaesencia de la ideología de la clase dominante:

“El comunismo no tiene nada en común con el cosmopolitismo. […] El comunismo no contrapone, sino que acuerda y une el patriotismo y el internacionalismo proletario ya que ambos se basan en el respeto de los derechos, de las libertades y de la independencia de los diferentes pueblos. Es ridículo pensar que la clase trabajadora pueda separarse, escindirse de la nación. La clase trabajadora moderna es la columna vertebral de las naciones, no sólo por su número, sino por su función económica y política. El futuro de la nación descansa ante todo sobre los hombros de las clases trabajadoras. Por lo tanto, los comunistas, que son el partido de la clase trabajadora, no pueden separarse de su nación si no quieren cortar sus raíces vitales. El cosmopolitismo es una ideología completamente ajena a la clase trabajadora. Es más bien la ideología característica de los hombres de la Banca internacional, de los cárteles y de los trusts internacionales, de los grandes especuladores bursátiles y de los fabricantes de armas».

También en 1948, Pietro Nenni, líder del Partido Socialista Italiano (PSI), se opuso firmemente a los proyectos de pacto atlántico y federación europea. El primer caso, provocaría una subordinación de Italia a la monarquía del dolar. En el segundo caso, sin embargo, habría estado «Alemania a la cabeza de Europa», como afirmó Nenni en la Cámara de los Diputados el 30 de noviembre de 1948.

Frente a esta doble eventualidad, Nenni proponía «organizar el país en una democracia libre y autónoma» y, por ende, sobre la base de la soberanía nacional, entendida como fundamento ineludible del proyecto democrático.

Tanto para Togliatti como para Nenni, e incluso para Lelio Basso, quedó inmediatamente clara la implicación antidemocrática de la supranacionalización de los procesos de toma de decisiones, así como, de manera convergente, su significado real en el contexto del conflicto de clases. Así se pronunció Basso en la Cámara de los Diputados el 13 de julio de 1949:

“El internacionalismo proletario no reniega del sentimiento nacional, no reniega de la historia, pero quiere crear las condiciones que permitan a las naciones vivir juntas en paz. El cosmopolitismo que hoy padecen las burguesías, tanto la nuestra como las europeas, es una cosa completamente distinta: es un renegar de los valores nacionales para aceptar mejor la dominación extranjera».

Aún desde perspectivas y militancias políticas recíprocamente irreconciliables, Togliatti, Nenni y Basso propusieron una vía diferente de la trazada por el Manifesto di Ventotene; y que, además, contenía en sí misma todos los elementos fundamentales para una crítica precisa de este último y de su vocación cosmopolita que -es un tema central en cada uno de los tres autores que acabamos de mencionar- no sólo era ajena a las clases trabajadoras, sino que, incluso, se presentaba como el instrumento ideal para dominarlas aún más intensamente.

Todavía en 1957, el comunista Gian Carlo Pajetta se oponía con fuerza a la idea de la desnacionalización, en vista de lo que hoy no dudaríamos en definir como «europeización«. Desde la posición de las clases dominadas, era necesario -afirmó Pajetta– «comprender […] qué valor tan grande y decisivo es el de la independencia nacional» (25 de julio de 1957).

En estas propuestas interpretativas, a las que aquí sólo nos hemos referido brevemente, ya estaba presente la gran disyuntiva: por un lado, un cosmopolitismo desnacionalizante y desoberanizante (según el modelo del Manifesto di Ventotene), al que se adherirá la Izquierda market-friendly antigramsciana, que es el humus ideal para que prospere la relación de poder cosmomercadista; y por otro lado, un socialismo democrático con base nacional, soberanista e internacionalista, destinado a proteger a las clases trabajadoras y, por tanto, enemigo de la apertura posnacional en beneficio del Capital.

El primer camino tendía a anular el internacionalismo proletario en un cosmopolitismo favorable a la clase dominante y basado en el derrocamiento de las soberanías nacionales; y desembocó, en última instancia, en el liberalismo económico de la desregulación posnacional y en la doctrina universalista y supranacionalista de los derechos humanos exportados por misiles (id est, en el globalismo capitalista). Sobre esta doble base, cuyo fundamento esencial reside en el abandono del internacionalismo de las naciones hermanas en favor del mundialismo del mercado unificado, se consumó la metamorfosis kafkiana del cuadrante izquierdo, que acabó por adherirse al dogma liberal (contra cualquier posible seducción de comunismo, socialismo o keynesianismo) y al orden atlantista del one world americano-céntrico (con imperialismo de los derechos humanos, intervencionismo ético y bombardeo humanitario, all inclusive).

La segunda vía, por su parte, se asentaba en el presupuesto de acuerdo con el cual mantener el interés nacional no entra en conflicto con el internacionalismo, sino que es su condición ineludible. El internacionalismo, de hecho, no se rige por la superación de las soberanías nacionales, sino por su relación de solidaridad o, más precisamente, por la relación fraterna entre Estados soberanos democráticos y socialistas, alejados tanto del nacionalismo conquistador como del cosmopolitismo mercadista.

Ya se ha reiterado ad abundatiam el porqué en el seno de la Izquierda prevaleció la línea del Manifesto di Ventotene y la condena irrevocable de la idea misma de Soberanía del Estado nacional.

Se trataba de la misma condena, por cierto, que se convertiría también en el mot d´ordre de de los Señores del competitivismo sin fronteras, de los «mercaderes del futuro» y de los agentes de la deslocalización cosmomercadista; que, además, los amos del discurso habían cristalizado en un sambenito específico de la neolengua globalista -«soberanismo«-, con el objetivo de volver imposible a priori cualquier intento de recuperación de la soberanía nacional y, con ella, de la democracia conectada a la experiencia del Estado soberano moderno.

Fue el Tratado de Maastricht de 1992 el que certificó la hacía tiempo completada «conversión de los comunistas italianos al neoliberalismo». Allí se definió la forma mentis integralmente cosmopolita de la Izquierda market-friendly, ahora convencida de que cualquier oposición al globalismo no border no era ya la posible defensa de las clases dominadas contra la ofensiva del mercado unificado, sino la vía del cierre identitario, reaccionario y regresivo que necesariamente debía coincidir con el cuadrante derecho de la política.



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