En este contexto, Israel se ve obligado a adelantar una vez más el ajuste de cuentas consigo mismo (con sus propios fracasos militares y políticos), y, por tanto -dado que el intento de ampliar el conflicto simultáneamente a Irán y Estados Unidos fracasa estrepitosamente- no tiene muchas más posibilidades disponibles, aparte de continuar la operación sobre Gaza. El ataque a Rafah es el último recurso, y de él debe salir algo que pueda utilizarse como resultado capaz de dar sentido a todo
Enrico Tomaselli, Tomaselli.substack.com
La guerra bíblica que Israel libra contra los palestinos, como era fácilmente previsible, está llegando a su límite, sin haber conseguido un solo objetivo. Naturalmente, la propaganda sionista -y la propaganda occidental que la respalda- niegan todo lo negable: las enormes pérdidas militares, la huida del país de israelíes con doble nacionalidad, la crisis socioeconómica derivada de la guerra, el fracaso en la liberación de los prisioneros israelíes en Gaza, la imposibilidad de desmantelar la red de túneles de la Resistencia y, por supuesto, el hecho de que las FDI no hayan podido infligirle pérdidas superiores al 20% de su fuerza de combate.
Pero, evidentemente, negar la realidad no ayuda a transformarla y, además, no dura mucho.
Lo que ha ocurrido en estos seis meses y medio es que el ejército considerado durante medio siglo uno de los más poderosos del mundo (así como «el ejército más moral del mundo», en palabras de los actuales dirigentes sionistas) ha perdido su honor; el militar, demostrándose incapaz de derrotar a un enemigo infinitamente inferior en términos de armamento, y el humano, comportándose cada vez más como una banda de criminales de guerra.
Para comprender a Israel, hay que mirar su historia y su sociedad, y las Fuerzas de Defensa de Israel no sólo son un elemento fundamental de la sociedad israelí, sino que también son un espejo de ella.
En cierto sentido, lo que tradicionalmente es una división muy presente en las sociedades occidentales (entre civiles y militares) es casi inexistente en la sociedad israelí, no sólo por el hecho de que el servicio militar (obligatorio) es largo (tres años) y extensivo a ambos sexos, sino porque la propia sociedad se percibe a sí misma como constantemente bajo las armas.
El hecho de que, en lugar de estar amenazada por enemigos externos, ella misma sea una amenaza constante para sus vecinos y para las poblaciones de la región, es algo que tiene que ver con la percepción subjetiva, bien alimentada por la ideología sionista.
Esta ósmosis entre ejército y sociedad ha hecho que, históricamente, muchos de los líderes políticos de Israel hayan sido altos oficiales de las FDI, ya que -en una sociedad guerrera- los éxitos militares se convierten automáticamente en un trampolín político.
Aunque, por razones puramente propagandísticas, Israel tiende a representarse a sí mismo como una sociedad extremadamente homogénea (hasta el punto de proclamarse recientemente como el «estado de los judíos»), la realidad es muy distinta. El primer mito que hay que disipar es que los judíos son una raza, o al menos una etnia, y no simplemente los seguidores de una religión. En esto, la observación de la sociedad israelí ofrece una clara clave de comprensión. De hecho, los ciudadanos israelíes de religión judía pertenecen al menos a cuatro grupos étnicos diferentes. Aunque no es muy conocida, existe una comunidad de origen etíope (los falashas), cuya inmigración se vio favorecida en gran medida en décadas pasadas, precisamente para compensar la diferencia demográfica entre judíos y árabes. Y aún menos conocida -y de hecho aún más pequeña- existe una segunda comunidad de judíos de origen indio.
Sin embargo, las dos comunidades judías israelíes más grandes son la asquenazí (judíos de origen europeo) y la sefardí (judíos de origen árabe norteafricano).
A estas dos comunidades corresponden, a grandes rasgos, también dos papeles diferentes en la sociedad, y dos visiones distintas de la misma.
Tradicionalmente, las élites políticas de Israel pertenecen a la comunidad asquenazí. Y durante mucho tiempo han sido la expresión del ala socialdemócrata y (más tarde) liberal del sionismo. Mientras que entre los sefardíes prevalece una actitud más conservadora.
Ambas comunidades están significativamente implicadas en la colonización de los territorios ocupados, y a partir de esta realidad se ha producido un proceso de radicalización tanto política (hacia la extrema derecha) como religiosa (hacia un sionismo mesiánico).
Además, esta doble radicalización se suma a la mayor prolificidad de colonos en comparación con los israelíes urbanizados, lo que, por tanto, se refleja cada vez más en el diferente peso político y electoral; en una población bastante pequeña (hay menos de ocho millones de israelíes judíos), no hace falta mucho para inclinar la balanza hacia un lado y no hacia otro. Y todo esto tiene también un impacto inmediato en las fuerzas armadas, que como se ha dicho son un ejército de reclutas.
La característica del ejército israelí, por tanto, es que su fuerte conexión con la sociedad lo configura de muchas maneras. De hecho, como la sociedad israelí es pequeña, necesita que sus recursos humanos se comprometan plenamente a hacerla crecer y prosperar; y esto se traduce en el hecho de que, aunque prácticamente todos los ciudadanos sirven en el ejército, muy pocos continúan una carrera militar.
Esto produce un fenómeno muy singular, en comparación con las fuerzas armadas de otros países. Mientras que en éstas los suboficiales (es decir, la infraestructura jerárquica) son formados casi en su totalidad por personal de carrera, en el ejército israelí son principalmente reclutas. Por tanto, no es raro encontrar oficiales, incluso de alto rango, que son muy jóvenes. Esto conduce no sólo a un menor control a lo largo de la cadena de mando, sino también, obviamente, a una menor experiencia en los distintos niveles de esta.
El hecho de que un número cada vez mayor de jóvenes soldados procedan de las colonias de los territorios ocupados, y estén por tanto radicalizados en un sentido político y religioso, se refleja inmediatamente en la actitud hacia el enemigo palestino, así como en el hecho de que gran parte de la línea jerárquica esté cubierta por los mismos jóvenes, lo que a su vez se traduce en que los oficiales comparten esta actitud y no le ponen freno.
Esto es lo que Alastair Crooke define como «escatología caliente», es decir, la manifestación política y militar de aquella parte de la sociedad que se considera la verdadera intérprete del judaísmo, y que tiende a aplicar literal y servilmente el Antiguo Testamento como base normativa y de comportamiento.
En este sentido, lo que está surgiendo es una transformación de la sociedad israelí en un sentido fundamentalista, casi prefigurando una especie de ISIS judío.
Las consecuencias prácticas de todo esto, en el campo de batalla, son en conjunto bastante evidentes.
Las unidades militares formadas por soldados jóvenes y muy jóvenes, suboficiales y oficiales, sin experiencia de combate, pero al mismo tiempo llenos de una fuerte ideología político-religiosa nacionalista, que se vieron catapultados a una situación de guerra ya de por sí extremadamente complicada, están reaccionando previsiblemente de forma equivocada.
Uno de los aspectos interesantes de este conflicto es que, en cierto modo, se está desarrollando según un patrón ya visto en Vietnam. Cuando los estrategas del Pentágono empezaron a darse cuenta de que el ejército estadounidense, con toda su potencia de fuego, era incapaz de vencer a la guerrilla del Viet Cong, empezaron a pensar que debían intentar aplicar una estrategia diferente.
Como la directriz política era que había que ganar, y por otra parte los generales no deseaban salir de allí derrotados, imaginaron un enfoque capaz de eliminar a los guerrilleros, e iniciaron el programa de «búsqueda y destrucción», que consistía en dividir el territorio en sectores, y proceder a limpiarlos uno tras otro.
El resultado fue que la cadena de mando exigió resultados, y éstos acabaron expresándose por el número de vietcong muertos. Así que los distintos departamentos del ejército estadounidense básicamente mataban a todos los hombres de los pueblos, clasificándolos después como guerrilleros. Exactamente lo que hacen las FDI, que identifican como combatientes de Hamás a prácticamente todos los varones adultos que matan a diario.
De hecho, detrás del problema estrictamente militar, está el político. Cogido desprevenido por el ataque de la Resistencia palestina el 7 de octubre, Israel reaccionó de hecho con ira y ferocidad, pero sin estrategia alguna, es decir, sin objetivos alcanzables y sin idea de cómo lograrlos. Todo se complicó por el hecho de que el jefe del gobierno teme acabar en la cárcel en cuanto pierda su cargo y, por tanto, tiene todo el interés en mantener abierto el conflicto el mayor tiempo posible.
Las FDI se encontraron rápidamente luchando en una situación para la cual no solo no estaban preparadas, sino en la que no tiene un camino claro a seguir, y en la que, en cambio, a pesar de la preponderancia militar y tecnológica a su disposición, son todas las fuerzas que conforman el Eje de Resistencia las que mantienen la iniciativa estratégica. En consecuencia, las pérdidas -tanto de material como de personal- son cada vez más elevadas, a pesar de la inconsistencia de los éxitos militares obtenidos. Lo que, por supuesto, sólo podía producir frustración entre las tropas sobre el terreno. Como consecuencia inevitable, las unidades de primera línea pierden el control, se abandonan al pillaje, a las redadas indiscriminadas, a la tortura y a las ejecuciones sumarias.
En este contexto, Israel se ve obligado a adelantar una vez más el ajuste de cuentas consigo mismo (con sus propios fracasos militares y políticos), y, por tanto -dado que el intento de ampliar el conflicto simultáneamente a Irán y Estados Unidos fracasa estrepitosamente- no tiene muchas más posibilidades disponibles, aparte de continuar la operación sobre Gaza. El ataque a Rafah es el último recurso, y de él debe salir algo que pueda utilizarse como resultado capaz de dar sentido a todo.
La cuadratura del círculo, sin embargo, es más complicada que nunca. Washington ha dado luz verde, pero necesita absolutamente que la operación no se convierta en otro exterminio masivo; el plazo electoral se acerca, y el clima ya se está caldeando en el país, con las universidades y las comunidades musulmana y negra rebelándose contra las políticas proisraelíes de la administración Biden. Pensar en destruir a Hamás, tras no haberlo conseguido en casi siete meses, es una piadosa ilusión. Las posibilidades de liberar al menos a algunos prisioneros son decididamente escasas.
Además, es fácilmente predecible que el ataque a la última ciudad de la Franja de Gaza que aún no ha sido completamente arrasada provocará una reacción en todos los frentes del Eje de la Resistencia. Podemos esperar un aumento de los ataques desde Líbano, Irak, Siria y Yemen. Y la Resistencia no sólo tiene la iniciativa estratégica, sino también la capacidad táctica de modular su acción militar de modo que impida la escalada deseada por Tel Aviv, manteniendo al mismo tiempo una fuerte incisividad.
Lamentablemente, todo esto lleva a predecir que, por mucho que el gabinete de guerra quisiera evitarlo, el único resultado visible que las FDI podrán conseguir entrando en Rafah será llevar a cabo una nueva masacre a gran escala de civiles palestinos.
Esto, por supuesto, es sencillamente horrible y trágico. El precio que está pagando el pueblo palestino por su obstinada negativa a someterse, es decir, a ser expulsado de su territorio, es enorme. Pero es importante comprender que la cuestión es más amplia.
Para Israel, se trata evidentemente de un paso hacia la realización del sueño de Eretz Israel. Y para hacerlo realidad, en primer lugar, hay que romper la resistencia del pueblo palestino, y transformar en realidad lo que fue la doble mentira fundacional de Israel: «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra». Doble porque no sólo un pueblo tenía esa tierra y la ha tenido durante miles de años, sino porque ni siquiera había un pueblo sin tierra, sino los seguidores de una religión que pretendían abandonar las tierras en las que vivían para apropiarse de las de otros (un caso típico de colonialismo).
Por tanto, el genocidio en curso es una medida de terrorismo de masas, que junto con la destrucción sistemática de Gaza (no sólo de sus hogares e instituciones, sino también de todo lo que pueda constituir patrimonio cultural y conexión con la tierra), y el hambre como arma, pretende empujar a los palestinos a un éxodo masivo, una segunda -y mayor- Nakhba.
Pero para Estados Unidos hay algo más que mantener una presencia en Oriente Medio. El conflicto palestino-israelí actual es también una prueba para comprender cómo reacciona el resto del mundo ante sus políticas hegemónicas, llevadas al extremo.
En este sentido, Israel desempeña el papel de apoderado al igual que los ucranianos con los rusos. Y una de las cosas que más importan a EEUU es que hoy en día «Israel participa en un esfuerzo deliberado y sistemático por destruir las leyes y normas de guerra existentes».
En la percepción occidental -o, mejor dicho, en lo que la narrativa propagandística ha hecho que se convierta la percepción occidental- la guerra es una cuestión cada vez más tecnológica, e incluso cuando se convierte en híbrida debe entenderse como algo que se juega en otros niveles, distintos del campo de batalla y, por tanto, menos sangrientos.
Pero la realidad -que nos devuelven todas las guerras contemporáneas, de Ucrania a Palestina, de Sudán a Myanmar- es que, en cambio, siguen estando formadas masivamente por hombres de carne y hueso, y que el factor humano (la capacidad de movilizar y comprometer mano de obra ) sigue siendo crucial.
Por esta razón, la posibilidad de liberar la guerra de ese conjunto de normas que pretenden limitar sus efectos -podría decirse, de desatar las ataduras que la mantienen atada- se convierte en un terreno a explorar con interés, para quienes ven en la guerra el primer y el último recurso con el que intentar mantener el dominio global.
En este sentido, por tanto, Rafah también podría verse como un gran experimento, para comprender si se puede hacer, qué y cómo, yendo más allá.
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