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martes, 20 de febrero de 2024

Gastronómicamente correcto. McDonald´s y la mundialización a la mesa


Diego Fusaro, Posmodernia

La identidad gastronómica se declina en plural, ya que son muchas las tradiciones a la mesa y cada una existe en el constante nexo de mixtura e hibridación con las demás. Cada identidad existe, en sí misma, como resultado nunca definitivo de un proceso por el cual se entrelaza o -para permanecer en el campo de las metáforas culinarias- se mezcla con las otras.

Es cierto que en el pasado, si pretendiéramos aventurarnos en la «arqueología del sabor», esta fecunda pluralidad cultural ligada a las tradiciones alimentarias tendía, en algunos casos, a degenerar en formas de nacionalismo culinario, en virtud de las cuales cada pueblo se consideraba portador de una suerte de primado eno-gastronómico. A este respecto, existen quienes han acuñado la categoría de «gastronacionalismo«, aunque en honor a la verdad, aun cuando la cocina resulte fundamental para trazar las fronteras políticas y culturales de las identidades nacionales, las tradiciones culinarias nunca existieron, originariamente, en forma nacional, siendo en cambio herencias de orden regional, como ha evidenciado Mintz. En cualquier caso, las políticas gastronacionalistas se han manifestado también debido a la tendencia de los Estados a utilizar el reconocimiento de su propio patrimonio alimentario como instrumento para la propia política, para el propio reconocimiento en la arena internacional y en el ámbito de lo que habitualmente se define como «gastro-diplomacia”, aludiendo con ello a la práctica que aprovecha el carácter relacional de la comida y busca consolidar y fortalecer los lazos a nivel político.

En la apoteosis de una especie de “boria delle nazioni”, como la habría podido etiquetar la Ciencia nueva de Giambattista Vico, los ingleses se creían superiores por el roast-beef, los franceses por su grande cuisine -el Camembert, en particular, se convirtió en un «mito nacional» galo- o los italianos por su variedad, única en el mundo. Muy a menudo, esta pluralidad alentó un fructífero deseo de experimentar y conocer lo diferente y, por tanto, un diálogo intercultural mediado por el patrimonio alimentario de cada pueblo.

En este sentido, sigue siendo imprescindible el estudio de Mennell sobre la diferencia gastronómica entre ingleses y franceses, emblema de la diversidad de los dos pueblos. Montanari, por su parte, se aventuró a sustentar la sugestiva tesis según la cual la identidad de Italia nace de la mesa mucho antes de que se produjera la unificación política del país. Por lo demás, ya Ortensio Lando, en su Commentario delle più notabili e mostruose e cose d´Italia ed altri luoghi (1548), describe con abundancia de particularidades y detalles las especialidades gastronómicas y enológicas de las distintas ciudades y regiones italianas. Y el más famoso cocinero italiano del siglo XV, el maestro Martino, había enumerado en su recetario la col a la romanesca y la torta a la boloñesa, los huevos a la florentina y tantas otras especialidades locales que, de hecho, estaban forjando la identidad italiana a la mesa.

Coherente con su ideología, la desimbolización global-capitalista encuentra en la supresión de las identidades enogastronómicas y en la remoción de sus raíces históricas un propio momento fundamental. Incluso la mesa resulta arrollada por los procesos de redefinición post-identitaria y homologante coesenciales al ritmo de la globalización turbocapitalista.

Por este motivo, muy frecuentemente asistimos a la sustitución de las comidas en las que se condensa el espíritu de los pueblos y de la civilización de la que somos hijos -carnes rojas, quesos, vinos, alimentos locales y aldeanos- por sustitutos creados ad hoc y, más precisamente, por alimentos producidos por multinacionales sin rostro y sin raíces, las mismas que, con asiduidad, financian a los operadores y a las agencias que decidirán «científicamente» qué es saludable y qué no lo es, prolongando la hegemónica conexión entre el mercado capitalista y el sistema tecnocientífico.

Por esta vía, en el marco del nuevo e «indigesto» orden gastronómicamente correcto, los gustos tienden a volverse cada vez más marcadamente horizontales a escala planetaria, en la aniquilación de la pluralidad y de la riqueza enogastronómica en la que se radican las identidades de los pueblos: si la tendencia en curso no se ve contrarrestada, se creará una única forma de comer homologada, privada de variedad y diversidad, o, si se prefiere, un ídem sentire global que se presentará como la variante gastronómica del consenso de masas. Las comidas históricamente arraigados en el patrimonio identitario y en las raíces tradicionales de los pueblos -existe, en efecto, un genius gustus además del genius loci– serán sustituidas por alimentos sin identidad y sin cultura, integralmente desimbolizados, iguales en todos los rincones del planeta, como ya está sucediendo en parte. Esto nos permite sostener que lo gastronómicamente correcto es la variante dietética de lo políticamente correcto, así como el “plato único” se convierte en el equivalente del pensamiento único. El orden económico dominante produce, a su propia imagen y semejanza, los correspondientes órdenes simbólicos y gastronómicos.

Su común denominador viene dado por la destrucción de la pluralidad de las culturas, sacrificadas en el altar del monoteísmo del mercado y del modelo del consumidor individualizado y homologado, sumiso de ese «gran carrito» que es el sucesor del Big Brother orwelliano. Los pedagogos del mundialismo y los arquitectos del neocapitalismo, con un inédito paternalismo dietético fundado sobre el orden del discurso médico-científico, pretenden reeducar a los pueblos y a los individuos en el nuevo programa gastronómicamente correcto, o sea en el nuevo menú mundializado que, compuesto por alimentos homologados y a menudo incompatibles con las identidades de los pueblos, es presentado por los administradores del consenso como óptimo para el medio ambiente y la salud, a diferencia de los platos tradicionales, condenados al ostracismo como “nocivos” en todos los aspectos.

Esto apoya, también en el plano alimentario, la tesis del Manifiesto “marx-engelsiano”: el Capital “ha impreso una impronta cosmopolita a la producción y al consumo de todas las naciones”, empujándolas hacia esa homologación que es la negación del pluralismo internacionalista. La desoberanización alimentaria, dirigida en nombre del mundialismo gastronómicamente correcto y de los intereses multinacionales, es pilotada por los cínicos Señores apátridas del profit making gracias también al uso de específicas herramientas biológicas, como pesticidas y fertilizantes sintéticos, además de recurrir a las prácticas de la ingeniería genética. Así, exempli gratia, se explica la utilización de «organismos genéticamente modificados» (OGM), que contaminan genéticamente las especies naturales, sabotean la agricultura convencional y privan a los pueblos de su soberanía alimentaria. Y, de este modo, les obligan a depender de las multinacionales, que les suministran semillas y sustancias patentadas, tutelando en abstracto, a nivel de propaganda ideológica, la salud de todos y, en términos concretos, el beneficio de unos pocos.

Según cuanto se ha explicitado con anterioridad, históricamente la comida siempre ha sido un fundamental vehículo cultural y, específicamente, intercultural, revelándose como la forma más sencilla e inmediata de decodificar la lengua de otra cultura, para entrar en contacto con ella y con sus costumbres. La eliminación de las especificidades alimentarias locales es, por esta misma razón, coherente con la desintegración en curso de toda relación auténticamente intercultural, reemplazada por el monoculturalismo del consumo: la multiplicidad histórica de gustos arraigados en la tradición es reemplazada por la unidad de gustos ahistóricos y aprospectivos del menú globalizado. Después de la limitación de “lo que se puede decir y pensar” mediante la imposición del nuevo orden simbólico políticamente correcto, se impone ahora, cada vez más furiosamente, la nueva regulación de “lo que se puede comer y beber” en función del hegemónico orden global-elitista del bloque oligárquico neoliberal.

Si en el pasado la cocina también determinaba las identidades culturales, hoy, sobre todo desde 1989, tiende a anularlas. Las comidas tradicionales arraigadas en la historia de los pueblos son cada vez más frecuentemente sustituidas -porque ya no se consideran «aptas»- por aquellos alimentos deslocalizados y con marchamo “global fusion” que, desprovistos de identidad e historia, dan lugar a una dieta artificial y nómada, desarraigada y culturalmente vacua, que homogeneiza tanto los paladares como las cabezas; una dieta que, sin embargo -nos aseguran los estrategas del consenso- respeta el medio ambiente y la salud.

Con la insuperable potencia inmediata de la imagen, una escena de Salò (1975), de Pier Paolo Pasolini -una película concebida ad hoc para ser horrible y obscena, del mismo modo que horrible y obscena es la civilización del consumo que fotografía-puede valer más. que cualquier articulada descripción conceptual. La escena está ambientada en uno de los más macabros “círculos infernales” de los que se compone el fim y que, a su vez, quiere ser una alegoría de la civilización de consumo y de sus errores: los internados de la villa de los suplicios son condenados a comer excrementos.

El acto coprofágico se transforma así en el símbolo mismo de la sociedad mercadoforme, que cotidianamente condena a sus dóciles e inconscientes ergástulos a comer la mierda conectada a la forma mercancía, objeto simple y aparentemente banal, que no obstante cristaliza en sí mismo todas las contradicciones de la sociedad capitalista, empezando por la vinculada a la antítesis entre valor de uso y valor de cambio. Arrastrando a Pasolini “más allá de Pasolini”, aquella escena tan macabra y escandalosa parece encontrar su ulterior confirmación en las nuevas tendencias gastronómicamente correctas de la market society global que, sin otra violencia que la glamour de la manipulación, fuerza a sus propios siervos al gesto coprofágico.

La alimentación en la época del global-capitalismo está habitualmente gestionada por multinacionales y sociedades offshore, que manipulan el gusto y controlan el abandono de todo aquello que es plural y no modelado ex profeso por el nuevo estilo de vida desarraigado y flexible. En este contexto, McDonald’s (paradigma insuperable del «no lugar«, puesto en cuestión por Marc Augé -y también se podría añadir, de la «no comida«-) representa la figura quintaesencial de la globalización gastronómica y del imperialismo culinario del plato único triunfante después de 1989: un único modo de comer y de pensar los alimentos, de distribuirlos y de presentarlos, de producirlos y de organizar el trabajo, naturalizando un gesto y sus condiciones de oportunidad en algo tan evidente y obvio como el aire que respiramos.

Pero McDonald’s encarna en sí mismo el sentido profundo de la globalización también desde otro punto de vista, identificado por Ritzer y expresado en su consideración de que «se ha vuelto más importante que los propios Estados Unidos de América». McDonald’s, de hecho, representa el poder avasallador del capital supranacional, hoy por encima -por poder y fuerza específica, por reconocimiento y por capacidad atractiva- de los tradicionales poderes nacionales que, precisamente por esta razón, no son capaces de gobernarlo y, no pocas veces, están fuertemente condicionados por él.

Que el conocido fast food globalista represente la figura por excelencia de la globalización capitalista parece respaldado, además, por el hecho de que los dos arcos amarillos que forman la «M» estilizada de su logotipo son hoy, con toda probabilidad, más famosos y más conocidos que la cruz cristiana, que la media luna islámica y que la misma bandera estadounidense. La mercadización universal se confirma, incluso en el plano iconográfico, como la gran religión de nuestro presente en términos de difusión, de número de prosélitos y de capacidad de conquistar las almas incluso antes que los cuerpos. Por eso, los arcos amarillos de McDonald’s, no menos que la botella contorneada de la Coca-Cola, representan el símbolo de la globalización como «universalismo malo» y, al mismo tiempo, el blanco privilegiado del antiimperialismo gastronómico.

Según enfatiza Marco D’Eramo, morder una hamburguesa de McDonald’s puede, a primera vista, parecer un gesto evidente y natural. Con sus sabores estandarizados, con su mostaza y su ketchup, sus pepinillos y su cebolla, iguales desde Seattle a Singapur, desde Génova a Madrid, servidas de la misma manera y por camareros vestidos con uniformes idénticos, la hamburguesa parece siempre y en todas partes la misma, casi como si, en cualquier lugar del mundo y en cada momento, estuviera lista para materializarse a petición del cliente; incluso, casi como si fuera la manera natural de comer y, por eso mismo, generase por todas partes identificación y sensación de familiaridad.

Como la mesa sobre la que Marx escribió en las secciones iniciales de El Capital, también la hamburguesa del McDonald’s aparece ahora como un objeto obvio y trivial que, sin embargo, si es analizada desde el punto de vista del «valor de cambio» y de la socialidad, de la división del trabajo y de la estandarización de la forma de comer, resulta reveladora de todo el volumen de significados y contradicciones que inervan el modo de producción capitalista en la época de la globalización neoliberal.

En este sentido, merece una consideración, aunque sea telegráfica, el eslogan publicitario elegido por McDonald’s en Italia algunos años atrás: «Sólo pasa en McDonald’s». La fórmula promete una experiencia única e irrepetible, que aún así se ofrece, siempre igual a sí misma, en todos los McDonald’s del mundo. Además, augura una experiencia fuera de lo común que, en realidad, coincide en todo y por todo con la cada vez más generalizada experiencia homologada del consumo de alimentos en este tiempo de globalización gastro-anómica.

Con toda razón resultaría posible identificar la hamburguesa de McDonald’s como la efigie misma de la globalización desde cualquier perspectiva desde la que la se la observe: ya sea la de la homologación de los saberes y los sabores, o fuera la de la racionalización capitalista del modo de administrar la producción y la organización social del trabajo, McDonald’s encarna en forma perfecta le nouvel esprit du capitalisme, su disposición combinada de una uniformación y de una alienación, de una cosificación y de una explotación que, en lugar de retroceder en nombre de sueños de mejores libertades, se vuelven tan extensas como el espacio del mundo, convirtiéndose en la imagen de la felicidad cosificada y low cost.

Prueba de ello es que, pocos meses después de la caída del Muro de Berlín, se abrió el primer fast food McDonald’s en Alemania del Este, en Plauen, donde había tenido lugar la primera manifestación de masas contra el gobierno comunista. Semejante acontecimiento, a nivel simbólico incluso antes que material, marcó con fuerte impacto la repentina transición del socialismo real al mundialismo capitalista, del comunismo al consumismo.

En la dieta con sello McDonald’s, encontramos entrelazados dos ejemplos típicos de la globalización flexible. Por un lado, tenemos la presencia de alimentos estandarizados, sin arraigo cultural y accesibles a todos. Y por otro, la organización flexible: a) de platos rapidísimos, consumidos en los más diversos horarios del día b) de lugares concebidos como non-lieux, como meros puntos de paso inhabitables y c) de trabajadores, sujetos a contratos con altísima tasa de flexibilidad y baja cualificación.

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