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martes, 5 de diciembre de 2023

Bolchevismo, Balfour y sionismo: relato de dos centenarios

Roger Markwick, mronline.org, Viento Sur

En noviembre de 2017 se conmemoró el centenario de dos de los acontecimientos más decisivos del siglo XX: la revolución dirigida por los bolcheviques en Rusia y la declaración Balfour en Gran Bretaña. La Revolución rusa la llevaron a cabo los bolcheviques en nombre de la paz y del socialismo internacional; la declaración Balfour fue un compromiso del gobierno británico de apoyar la creación de un “hogar nacional para el pueblo judío” en Palestina. No fue simplemente una notable coincidencia, sino una contraposición de dos objetivos políticos mutuamente excluyentes: uno para impulsar la revolución mundial antiimperialista; el otro, para reforzar los intereses colonialistas e imperiales británicos en Oriente Medio.

Los bolcheviques alcanzaron el poder a lomos de una insurrección armada en Petrogrado el 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre en el antiguo calendario ruso). El dirigente bolchevique, Vladímir Lenin, declaró inmediatamente: “Ahora procederemos a construir el orden socialista.” Dos días después, el flamante gobierno obrero y campesino emitió su famoso decreto número uno: “el decreto sobre la paz”, que en plena carnicería de la primera guerra mundial reclamó
Una paz justa y democrática… una paz inmediata sin anexiones (es decir, sin la expropiación de territorios extranjeros ni la anexión forzosa de nacionalidades foráneas) y sin indemnizaciones.
La declaración Balfour era una carta fechada el 2 de noviembre de 1917, remitida por el secretario británico de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, a Walter Rothschild, un dirigente de la comunidad judía británica, para que la transmitiera a la Federación Sionista de Gran Bretaña e Irlanda. Publicada el mismo día que el “decreto sobre la paz” de Lenin, la carta decía:
El gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos la creación en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará todo lo posible para facilitar el logro de este objetivo, en el buen entendido de que no se hará nada que pueda menoscabar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de que gozan los judíos en cualquier otro país.
La declaración Balfour había estado elaborándose durante algún tiempo. En efecto, en 1916, el mismo año que el infame acuerdo Sykes-Picot urdido en secreto para repartir el Oriente Medio de posguerra entre Gran Bretaña, Francia y la Rusia zarista, Balfour, entonces primer lord del Almirantazgo, escribió a quien presidía a la sazón el Consejo General Sionista, Chaim Weizmann: “Ya sabe, doctor Weizmann, si los aliados ganan la guerra, usted podrá tener su Jerusalén.” (1) La versión publicada de la declaración Balfour había sido rebajada de tono con respecto a lo que habían aprobado el primer ministro británico, Lloyd George, y el ministerio de Asuntos Exteriores, y que proponía que “toda Palestina se reconstituirá como hogar nacional del pueblo judío” (2).

Es lógico que los motivos de Gran Bretaña para emitir la declaración Balfour fuera objeto de controversia. Una escuela de pensamiento ha destacado, no sin fundamento, la preocupación británica por el estallido de la revolución en Rusia en febrero/marzo de 1917, que suponía una amenaza para los esfuerzos de guerra de la entente entre Gran Bretaña, Francia y Rusia contra Alemania y sus aliados. Desde este punto de vista, el único motivo importante subyacente a la declaración Balfour era el de proporcionar a los judíos de Rusia, que se suponía que ejercían una influencia decisiva en la Rusia revolucionaria, un incentivo para obligar al gobierno provisional a seguir luchando en la guerra al lado de la entente.

Existen pruebas, en efecto, de que algunos funcionarios británicos implicados en la elaboración de la declaración Balfour seguían con atención la situación revolucionaria en Rusia en octubre de 1917 (3). Como declaró en aquel entonces un alto cargo británico cuyo nombre no se conoce, “lástima que nuestra declaración no llegara cuatro meses antes. Podría haber marcado toda la diferencia en Rusia” (4). Detrás de este punto de vista se hallaba el supuesto, fruto del antisemitismo que impregnaba el pensamiento de las élites políticas conservadoras británicas de la época, de que los judíos en Rusia formaban parte de una poderosa entidad colectiva: sionistas y extremistas revolucionarios que divulgaban propaganda pacifista contraproducente.

No cabe duda de que la ansiedad británica en 1917 por asegurar que Rusia siguiera combatiendo contra Alemania y sus aliados era un factor que se tuvo en cuenta a la hora de estimular a los sionistas rusos, pero no debería contemplarse aisladamente de las ambiciones imperiales británicas en Oriente Medio (5). Un ejemplo emblemático de ello era la perspectiva de Winston Churchill, quien combinaba el prosionismo con un antibolchevismo visceral. Ya en 1908, cuando era diputado, Churchill aseguró a un líder de la comunidad judía de su circunscripción local de Manchester que “Jerusalén ha de ser el objetivo definitivo” (6). En 1920, Churchill, que entonces era ministro de Guerra y Aire y principal promotor de la intervención británica en la guerra civil rusa contra el ejército rojo bolchevique, veía en el sionismo tanto un potente antídoto contra el bolchevismo como un instrumento para asegurar los intereses británicos en Oriente Medio, sobre todo en Palestina.

“Sionismo contra bolchevismo” En un artículo de prensa de 1920, melodramáticamente titulado “Sionismo contra bolchevismo. Una lucha por el alma del pueblo judío”, Churchill expuso su perspectiva sobre los judíos (7). El artículo estaba repleto de tópicos antisemitas radicalizados, común entre los tories. Distinguiendo entre “buenos y malos judíos”, Churchill opinó que “casi parece como si… esta raza mística y misteriosa hubiera sido elegida para las supremas manifestaciones, tanto las divinas como las diabólicas”.

Continuando en esta vena cruda y racista, Churchill identificó tres categorías de judíos, dos de las cuales atribuyó evidentemente al bando bueno: en primer lugar, los judíos "nacionales"… que… aunque se adhieren convencidos a su propia religión, se consideran "ciudadanos" de un país. En segundo, los judíos "internacionales", "terroristas". Estos eran los “siniestros” bolcheviques que habían fomentado la Revolución rusa: “Con la notable excepción de Lenin”, observó, “la mayoría de las figuras dirigentes [Trotsky, Zinoviev, Radek] son judíos [ateos]”. En tercer lugar, los sionistas, que para él eran un formidable antídoto contra el bolchevismo: “El sionismo… ya se ha convertido en un factor en las convulsiones políticas en Rusia, como potente fuerza que compite en influencia, en los círculos bolcheviques, con el sistema comunista internacional.”

Churchill llamó a los “judíos nacionales” a unirse con los sionistas para “combatir” la “conspiración bolchevique”. Por esta razón no solo apoyó la creación de un “hogar” judío en Palestina, sino también el proyecto sionista de un “Estado” judío “junto a las orillas del Jordán”: “Un Estado judío [de tres o cuatro millones de judíos] bajo la protección de la corona británica”, declaró, podría frustrar el supuesto “plan de un Estado comunista mundial bajo dominación judía” del comisario soviético de Asuntos Exteriores, León Trotsky. Para el guerrero imperial Churchill, lo que estaba en juego era mucho: la disputa entre “judíos sionistas y bolcheviques” era nada menos que “una lucha por el alma del pueblo judío”.

Guerra a la “diplomacia secreta”


Pese a la retórica hiperbólica de Churchill, en realidad lo que estaba en juego era la lucha por la dominación y explotación imperial británica del mundo colonial, que estaba amenazada por la Revolución bolchevique. El 22 de noviembre de 1917, apenas dos semanas después de que los bolcheviques llegaran al poder, Trotsky presentó propuestas diplomáticas “para una tregua y una paz democrática sin anexiones y sin indemnizaciones, basada en el principio de independencia de las naciones o de su derecho a determinar por sí mismas la naturaleza de su propio desarrollo”. Al día siguiente, Trotsky declaró la guerra a la “diplomacia secreta”, publicando en Pravda e Isvestia, respectivamente los periódicos del partido bolchevique y del gobierno soviético, el acuerdo Sykes-Picot, hasta entonces secreto, sobre el reparto del imperio otomano agonizante. Este acuerdo suponía una traición de los británicos a los árabes, a los que aquellos habían prometido la independencia en la correspondencia entre McMahon y Hussein en 1915, a cambio del apoyo militar árabe en la guerra contra el imperio otomano, aliado de Alemania en Oriente Medio.

En su guerra contra la “diplomacia secreta”, Trotsky fue realmente el Julian Assange de su tiempo. Es más, en diciembre de 1917 los bolcheviques echaron gasolina al fuego antiimperialista al llamar a los musulmanes de Oriente Medio y Asia a emprender la “sagrada misión” de “derribar a los ladrones y esclavistas imperialistas”. No cabe ninguna duda de que el apoyo incondicional de los bolcheviques a la autodeterminación nacional de las colonias suponía una amenaza para el objetivo de las potencias victoriosas de la guerra mundial de restablecer su hegemonía. Mientras que los tratados de paz de Versalles en 1919 preveían la autodeterminación selectiva en tan solo algunos casos, el “decreto sobre la paz” de Lenin universalizó este principio (8). Para Churchill y los de su clase, los bolcheviques eran los aguafiestas del sistema imperial mundial.

Motivaciones imperiales británicas


A pesar de los temores de Gran Bretaña con respecto a la Revolución rusa, el motivo principal de Londres para respaldar la causa sionista en Palestina radicaba en sus intereses inmediatos en Oriente Medio, anteriores a la revolución. Un Estado judío en Palestina, declaró Churchill categóricamente en su artículo de febrero de 1920, “encajaría con los verdaderos intereses del imperio británico”. Ya en 1916, el primer ministro británico, Lloyd George, había declarado en privado que su máxima prioridad era obtener la soberanía exclusiva de Gran Bretaña sobre Palestina, sin perjuicio de sus compromisos ostensibles con sus aliados franceses. Palestina sería crucial como baluarte para reforzar la dominación británica en Egipto, país que había ocupado en 1882, asegurándose así el control del canal de Suez como ruta de tránsito clave hacia la India británica, que seguía siendo la “joya de la corona británica”.

Una declaración prosionista británica tenía una serie de ventajas de cara a la consecución de este objetivo estratégico. En primer lugar, impediría que Alemania estableciera su propia relación con los sionistas, pese a que estos insistían en que Gran Bretaña debía ser su agente exclusivo en Oriente Medio. En segundo lugar, pero mucho más importante, una declaración prosionista británica era necesaria para obviar el acuerdo Sykes-Picot de 1916, con el fin de evitar que Francia obtuviera la parte de Palestina que se le había prometido en dicho acuerdo. Lloyd George y Mark Sykes habían acordado que una promesa a los sionistas permitiría enmascarar las aspiraciones británicas a un protectorado sobre Palestina una vez acabada la guerra, a fin de evitar una confrontación con Francia que pusiera en peligro la entente 89).Con este propósito, el 14 de agosto de 1917, Sykes sugirió que la solución a los problemas suscitados por quienes se oponían a la soberanía exclusiva británica sobre Palestina pasaba por que “Gran Bretaña fuera nombrada fideicomisaria de los poderes de administración de Palestina”. Está claro que entre los ladrones imperiales no contaba el honor.

Relaciones anglo-estadounidenses


Un tercer motivo para Gran Bretaña, a la luz de la oposición del presidente de EEUU, Woodrow Wilson, a toda anexión, era la necesidad de aplacar las sensibilidades de EEUU en torno a la cuestión de Palestina. Gran Bretaña estaba convencida de que solo el poderío militar estadounidense podía ganar la guerra contra Alemania, en la que EEUU se había implicado a partir de abril de 1917. Sin embargo, esto también incrementaba la dependencia británica con respecto a EEUU, lo que reforzaría al presidente Wilson. Para Balfour, la importancia de una declaración radicaba en la simpatía probritánica que generaría entre los sionistas de EEUU y Rusia.

Esto reportaría varias ventajas para Gran Bretaña. En primer lugar, dado que en 1917 Gran Bretaña dependía militar y financieramente de EEUU, influir en los sionistas estadounidenses podía paliar esta humillante dependencia. En segundo lugar, de acuerdo con los prejuicios conservadores en boga, el ministerio británico de Asuntos Exteriores creía que los judíos estadounidenses ejercían una gran influencia y eran prosionistas: una declaración a favor de las aspiraciones sionistas facilitaría que pasaran a defender los intereses británicos en Washington. En tercer lugar, la soberanía británica sobre Palestina podría disfrazarse de autodeterminación de los judíos, aplacando tanto a Wilson como a los franceses (10).

El 31 de octubre de 1917, el gabinete de guerra británico se puso finalmente de acuerdo en emitir lo que se llamaría “la declaración Balfour”. Esta se vio corroborada rápidamente por las botas británicas sobre el terreno: el 9 de diciembre de 1917, fuerzas imperiales británicas, comandadas por el general Edmund Allenby, tomó Jerusalén de manos del enemigo otomano bajo mando alemán. En estas circunstancias, la autodeterminación de los judíos se convirtió en una hoja de parra diplomática para el hecho consumado británico en Palestina, que, en virtud de la creencia británica en el poder colectivo del judaísmo mundial, vendría facilitada por la influencia del sionismo. El propio Sykes lo dejó muy claro en un memorándum escrito el 3 de marzo de 1918:
La cuestión importante a recordar es que a través del sionismo contamos con una fuerza mundial fundamental que ejerce actualmente una enorme influencia, y que verá ampliada esta influencia en la conferencia de paz. Si queremos ocupar una buena posición en Oriente Medio después de la guerra, la obtendremos gracias a la influencia del sionismo en la conferencia de paz (11).
Sykes tuvo lamentablemente razón. De acuerdo con la conferencia de paz de Versalles en 1919 y la conferencia de las potencias aliadas en San Remo en mayo de 1920, y sin esperar la aprobación de la Liga de las Naciones y con una cláusula que preveía la aplicación de la declaración Balfour y del acuerdo Sykes-Picot, Gran Bretaña logró hacerse con el Mandato de Palestina.

Un Estado judío


Diez meses después, en marzo de 1921, el secretario de las colonias, Churchill, visitó El Cairo y Jerusalén con el propósito expreso de “reorganizar Oriente Medio”. Churchill dividió unilateralmente el Mandato británico en un “hogar nacional judío” por un lado, y un “Emirato Transjordano” por otro. Su visita dio pie, poco después, a los disturbios árabes de mayo de 1921 en Jaffa, en buena parte causados por la preocupación de los árabes ante el aumento de la inmigración judía en Palestina. Las consiguientes recomendaciones de frenar la inmigración judía, formuladas por el alto comisario británico en Palestina, Herbert Samuel, alarmó al líder sionista británico, Weizmann. Lloyd George y Balfour, en presencia de Churchill, dieron garantías personales a Weizmann de que con la declaración “se referían siempre a un Estado judío” (12). Su promesa se cumplió en mayo de 1948, cuando Gran Bretaña abandonó a Palestina del Mandato e Israel se declaró un Estado independiente.

La declaración Balfour de 1917 y la Revolución bolchevique fueron actos contrapuestos de fuerzas enfrentadas, racionalizados por visiones del mundo diametralmente opuestas. Por un lado, una revolución internacionalista, impulsada por un vasto movimiento insurgente de la clase obrera y el campesinado, que explícitamente se alió con las aspiraciones de los pueblos coloniales. Por otro, el intento de una gran potencia imperial de defender sus intereses en Oriente Medio y Rusia bajo el disfraz de la autodeterminación de los judíos. Un siglo después, su legado irreconciliable sigue vivo.
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Roger Markwick es profesor de Historia moderna europea en la Universidad de Newcastle, Australia.

Notas:
1/ John Cornelius, “The Hidden History of the Balfour Declaration”, Washington Report on Middle East Affairs, noviembre de 2005, p.6.
2/ David Lyon Hurwitz, “Churchill and Palestine”, Judaism: A Quarterly Journal of Jewish Life and Thought, n.º 44 (1), invierno de 1995, p.18.
3/ James Edward Renton, “The historiography of the Balfour declaration: Toward a multi‐causal framework”, Journal of Israeli History, n.º 19 (2), 1998, p. 111.
4/ Hurwitz, “Churchill and Palestine”, p. 18.
5/ Renton, “The historiography of the Balfour declaration”, p.109.
6/ Hurwitz, “Churchill and Palestine”, p. 4. 7/ “Zionism Versus Bolshevism. A Struggle For The Soul Of The Jewish People”, Illustrated Sunday Herald (Londres), 08/02/1920, p. 5
8/ Roger D. Markwick, “Violence to Velvet: Revolutions-1917 to 2017”, Slavic Review: Special Issue 1917-2017, The Russian Revolution A Hundred Years Later, n.º 76 (3), otoño de 2017, p. 605.
9/ Renton, “The historiography of the Balfour declaration”, p. 114
. 10/ Renton, “The historiography of the Balfour declaration”, pp. 126-28.
11/ Citado en Renton, “The historiography of the Balfour declaration”, p. 125.
12/ Hurwitz, “Churchill and Palestine”, p. 19.

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