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martes, 4 de mayo de 2021

Hanna Arendt y la normalización del fascismo

Marga Ferré, Público

Al calor de los debates sobre la extrema derecha, decido volver a los clásicos que mejor y más seriamente han analizado el fascismo y empiezo por Hannah Arendt y su «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal» ya que en él la filósofa no solo se interroga sobre cómo pasaron las cosas en su Alemania natal, sino, sobre todo, se pregunta por qué.

Una de las muchas lecciones para extraer de este texto tiene que ver con cómo es posible que, tras la derrota de Hitler y la victoria sobre el fascismo, en Alemania casi nadie reconociera haber apoyado el régimen nazi. Se hizo popular entonces el curioso término «emigración interior» y cito a Arendt: «…la llamada emigración interior de los alemanes. Nos referimos a la actitud de aquellos individuos que frecuentemente ocuparon cargos en el régimen nazi y que, después de la guerra, se dijeron a sí mismos, y proclamaron a los cuatro vientos, que siempre se «opusieron internamente» al régimen». Da igual que fuera verdad o no, la lección inapelable es que el silencio ante al fascismo no es neutral.

El término «banalidad del mal» que la filósofa acuña surge de la constatación de que Adolf Eichmann (el nazi a quien Israel juzgó y pieza clave en la arquitectura del exterminio judío) no era el monstruo que todos esperaban. Era un tipo mediocre y ni siquiera excesivamente cargado de odio. Arendt concluye que una de las causas para entender por qué un tipo como él participó tan activamente en el régimen nazi y sus barbaridades es que: «La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la «buena sociedad» ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de cerrar sus oídos a la voz de su conciencia […] debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba». Extraigo de esta lección que por eso es tan peligroso normalizar los discursos de odio de la extrema derecha, porque pervierten el acto mismo de pensar. La banalidad del mal surge de la falta de pensamiento (no confundir con la estupidez, nos advierte Arendt), del negarse a reflexionar… Por eso lo que más me preocupa de los discursos de Vox, Ayuso o Hazte Oír no es tanto lo que dicen (todo clichés y metáforas) como la normalidad con la que se aceptan algunos de sus postulados o campañas. La acusación a los MENAS, inmigrantes menores no acompañados, el sector más vulnerable y con menos voz del a sociedad, es de un racismo intolerable, pero ahí están sus carteles en el metro de Madrid, para que cientos de miles de personas los lean, lo normalicen. Atacar inmigrantes no debe ser tan malo si la buena sociedad lo tolera. Esos mismos miles de personas ven todos los días, también en el metro, carteles contra Pablo Iglesias que son, digámoslo claramente, una amenaza en toda regla y si no lo entienden así les propongo un juego de empatía (precisamente lo que el fascismo niega):

Mentalmente, pongan su cara en vez de la de Pablo Iglesias en el cartel e imagínense que se ven a sí mismos en esos carteles enormes al andar por los pasillos del metro, ¿qué sienten? Yo me siento señalada. Pero como la «buena sociedad» lo consiente…

Àngels Barceló es la primera periodista de un gran medio que se interroga sobre cómo deben los medios lidiar con la extrema derecha (a excepción del Antonio Maestre, claro). Ella tuvo que sufrir un acoso directo para llegar a esa conclusión, pero bienvenida sea, porque a nadie se le escapa que el blanqueamiento masivo a la extrema derecha es la causa de su ascenso. Lo señalaba acertadamente el escritor Isaac Rosa: «La ultraderecha pasó solo en unos meses de la insignificancia a más de dos millones de votos. Meses en que los medios prestaron espacio, abrieron sus micrófonos, debatieron sus estrafalarias propuestas, legitimaron, blanquearon y hasta volvieron sexy a la ultraderecha».

Lo mismo ocurrió con Donald Trump en EEUU o con Bolsonaro en Brasil. A los educados europeos solo un año antes del triunfo de Trump, nos parecía increíble que un personaje así llegara siquiera a las primarias del Partido Republicano y su victoria nos pareció una desagradable sorpresa. Lo mismo ocurrió con la cara de incredulidad que inundó Bruselas el día que ganó el Bréxit, cuya campaña orquestó un think tank de extrema derecha. El año que viene hay presidenciales en Francia y todo el mundo da por sentado el duelo Macron-Le Pen. Hay cierta tranquilidad suicida en pensar que Le Penn no va a ganar porque la mayoría de los franceses votarán a Macron para evitar que la extrema derecha gobierne Francia. Yo no lo tengo tan claro.

El 4 de mayo la extrema derecha puede gobernar la Comunidad de Madrid. Momento es para recordar que cualquier movimiento que es fascista en su esencia, busca cambiar el carácter y la estructura del estado, degradar el estado de derecho y reducir el espacio de la oposición política y cultural para poner en el poder al grupo de cleptócratas capitalistas que se encuentran en torno al «líder». Si no me creen, dense una vuelta por Hungría o Polonia.

Alerto porque detecto cierta confianza en que las democracias en las que vivimos están tan consolidadas como para no ser arrolladas por los enemigos de las libertades, como si fuéramos sociedades maduras que aprendemos del pasado, como si el fascismo no pudiera volver.

El 4 de mayo en Madrid se libra una batalla y nos lo han puesto difícil: es un día laborable y no hay colegios, pero hay que ir a votar, ejercer esa acción que equivale a romper con la palabra el silencio. Hay que ir. Yo lo haré con la papeleta de Unidas Podemos, pero me vale cualquier otra que ayude a frenar el fascismo que viene a destrozar nuestras conquistas.

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