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martes, 24 de marzo de 2020

¿Es peor esta crisis que la de 2008?

Si la última crisis económica global fue un ataque al corazón, esta podría hacer que todo el cuerpo enfermase gravemente


Adam Tooze, ctxt

En mayo de 2018, el presidente Donald Trump reestructuró y redujo la unidad de preparación ante pandemias. Por supuesto, visto en retrospectiva parece una mala decisión. Sin embargo, no era el primer presidente en hacerlo. La unidad de seguridad sanitaria global del Consejo de Seguridad Nacional (o NSC) de Estados Unidos se fundó con Bill Clinton en 1998. Posteriormente, George W. Bush primero y Barack Obama después eliminaron esta unidad, que fue restablecida en poco tiempo. El hecho es que las administraciones públicas nunca han sabido cómo lidiar con riesgos biomédicos de baja probabilidad y graves consecuencias, como son las pandemias; pues se sientan torpemente en los búnkeres habituales del gobierno moderno y de los modelos de evaluación de riesgos.

Si esto es cierto para el NSC, lo es más aún para los encargados de la política económica. Entre los riesgos discutidos en los círculos de política económica, nunca se ha considerado seriamente un cerrojo de las economías nacionales debido a una emergencia de salud pública. Por supuesto, se ha hablado de “contagio” en las crisis financieras, pero se hablaba de manera metafórica, y no literalmente.

En 2008 vimos cómo la incertidumbre financiera que se extendía debido a la recesión del sector inmobiliario (a modo de “subprime” para financiar los mercados, y de ahí para equilibrar los balances de los principales bancos) amenazaba con provocar un infarto a la economía. Fue este shock financiero masivo, sumado a los daños sufridos por los hogares debido a la crisis inmobiliaria, lo que provocó que la actividad económica se contrajese. En su peor momento, durante el invierno de 2008-2009, se perdieron 750.000 puestos de trabajo al mes: un total de 8,7 millones a lo largo de toda la recesión. Enormes compañías industriales, como GM y Chrysler, trastabillaron al borde de la bancarrota. Para la economía mundial, esto desató la desaceleración más grande nunca vista en el comercio internacional. Gracias a la intervención masiva en la política monetaria y fiscal, en Estados Unidos se consiguió que no llegase a ser una recesión prolongada y profunda. Después de una pérdida del 4,2% del producto interior bruto, la recuperación comenzó en la segunda mitad del 2009. El desempleo alcanzó su cota máxima, 10%, en octubre de 2009.

Es demasiado pronto para predecir con seguridad el curso de la crisis económica que nos amenaza debido al coronavirus. Pero una severa recesión en el segundo trimestre de 2020 es ya inevitable. La industria global de la manufactura ya se tambaleaba en 2019. Ahora vamos a parar deliberadamente las economías más grandes del mundo durante unos meses. Cierran las fábricas, tiendas, gimnasios, bares, colegios, universidades y restaurantes. Indicadores tempranos apuntan a que las peticiones de subsidios por desempleo podría llegar a los 2,5 millones tan solo en la tercera semana de marzo. Esto supondría el shock económico más grande de la historia. Para sectores como la industria aérea, el impacto será devastador, así como para las fábricas y cadenas de hoteles que están quebrando. En la industria petrolífera, la perspectiva de la desaceleración de los mercados ha desatado una guerra despiadada de precios entre la OPEP, Rusia y los productores de gas de esquisto. Esto estresará al sector energético, ya enormemente endeudado. Si la guerra de precios se propaga, podríamos vernos abocados a un ciclo ruinoso de deuda-deflación que pondrá en peligro el enorme acúmulo de deuda corporativa, ya el doble de grande que en 2008. Debido a ello, el comercio internacional se contraerá bruscamente.

En la división del trabajo que se da en las distintas ramas de la política económica, la recesión debida al coronavirus es una tarea típicamente asignada a la política fiscal: exenciones fiscales y gasto público. Lo que necesitamos ahora a ambos lados del Atlántico no es tanto estimular la economía como crear una red nacional general que prevenga las bancarrotas y los daños financieros a largo plazo. Cuando hayamos sobrevivido a la epidemia, necesitaremos invertir en las infraestructuras de salud pública, tanto grandes como pequeñas. Es evidente que todos los países necesitan mejores instalaciones de observación, simulación y gestión de emergencias, así como una mayor capacidad de reserva. Todo lo cual creará, a su debido tiempo, excelentes oportunidades de invertir dinero de manera productiva y crear puestos de trabajo de calidad. Al contrario que en 2008, habrá incluso sectores que crecerán debido a la crisis. Probablemente se empiecen a invertir torrentes de dinero en los servicios sanitarios (que ya suponen el 18% de la actividad económica de los EEUU). Con el distanciamiento social, estamos, en efecto, abocados a recurrir a los impersonales sistemas de reuniones y envíos de los Amazons y Zooms de este mundo. Si al menos tuviéramos flotas de drones ya preparadas para enviar miles de millones de paquetes de ayuda humanitaria…

Pero, como en 2008, antes de que podamos abordar la crisis, hay otra amenaza a la que debemos atender: el riesgo de infarto financiero. Una recesión es distinta de un ataque de pánico, y lo que empezó a ocurrir la semana del 8 de marzo es un ataque de pánico financiero. Es esa la amenaza que sigue atormentando a los mercados.

El desencadenante inmediato fue la caída del precio del petróleo y el anuncio de Arabia Saudí de iniciar una guerra comercial. Esto, unido al recrudecimiento de la situación en Italia, sacudió los mercados, induciendo una reducción de los préstamos y una tendencia hacia una mayor seguridad. Se produjo una insaciable demanda de liquidez. La realidad comenzó a hundirse en lo que, empezando como una amenaza biológica externa a la economía, se está convirtiendo en un hundimiento interno de la confianza y el crédito.

Una crisis crediticia repentina expone a aquellos que acumulan demasiada deuda, se organizan a través de débiles modelos de negocio y han tomado excesivos riesgos. Luego, a través del subsecuente cierre de empresas, la pérdida de puestos de trabajo y la venta en caliente de activos valiosos, se extiende su consternación al resto. La cosa empeora aún más si las víctimas económicas han financiado sus actividades a través de préstamos, de manera que sus pérdidas eventualmente golpearán el equilibrio de los acreedores que fueron lo suficientemente imprudentes como para prestarles el dinero. El miedo a estas repercusiones contrae el crédito en todas partes.

En 2008 los bancos estaban en el foco de la tormenta. Debido a la consolidación de sus balances generales, es menos probable que los grandes bancos norteamericanos se enfrenten a los mismos problemas. Pero los bancos europeos nunca llegaron a recuperarse completamente del shock doble que supuso la crisis del 2008 y la de la eurozona. Las finanzas italianas se encuentran en un equilibrio precario. Tanto a ambos lados del Atlántico como en Asia, los gestores de activos han estado registrando grandes pérdidas y están afrontando enormes demandas de liquidez. Gigantes como BlackRock han visto cómo sus cuentas generales se reducían drásticamente. Hay un gran riesgo de que se produzca una reacción en cadena en la que la venta de activos por parte de fondos bajo presión desate ventas en caliente de otros activos valiosos.

La muestra más desconcertante de esto es que, según los mercados bursátiles se desplomaban, también cayó la deuda pública estadounidense, lo cual nunca debería ocurrir. Las letras del Tesoro deberían funcionar como un espacio seguro, aumentando su valor a medida que cae el de las acciones. Cuando cae incluso el valor de las letras del Tesoro, esto significa que hay bastantes inversores lo suficientemente desesperados por liquidez como para mover incluso los mercados más grandes. Lo cual no es únicamente una señal de desesperación, sino que la perversa correlación positiva entre acciones y bonos soberanos altera algunos de los algoritmos de inversión más populares entre los administradores de fondos.

Estos problemas generales se combinan en Europa con la angustia por la situación de los bancos europeos y de las finanzas públicas en Italia. El martes 17 de marzo los mercados esperaban buenas noticias por parte del Banco Central Europeo, y el BCE, en efecto, tomó la iniciativa para apoyar los bancos de Europa. Sin embargo, en la subsiguiente rueda de prensa, Christine Lagarde se las apañó para hacer la situación aún peor afirmando que no es responsabilidad del BCE gestionar los diferenciales de los bonos italianos. A medida que el pánico se extendía entre los mercados, la presidenta del Banco se vio obligada a dar un paso atrás y a disculparse, no ante Italia, sino ante su propio comité.

Para el fin de semana del 14 de marzo nos encontrábamos encarando una precaria situación dominada por cuatro dinámicas de desestabilización distintas. Una profunda ansiedad en EEUU y en Wall Street por la propagación del virus en Norteamérica, que ya estaba produciendo una contracción del crédito y que probablemente supondrá un gran impacto para la economía estadounidense. Una preocupación renovada por la estabilidad de la eurozona provocada por la aparente retirada de Lagarde frente al “lo que sea necesario” de Draghi. Una huida generalizada a la seguridad del dólar que no perdonó siquiera a los activos más seguros del mundo, ni tampoco a las divisas de países como Noruega o Reino Unido. Y sumado a todo esto, una retirada, por parte de inversores de todo el mundo, de los mercados emergentes, incluyendo Corea del Sur, Brasil, México y Turquía. En las últimas ocho semanas, desde que comenzó a extenderse el miedo al coronavirus, 55.000 millones de dólares han abandonado los mercados emergentes, el doble que en la crisis del 2008 o durante el “taper tantrum” de 2013. Esto supondrá una enorme presión para países como México y Brasil, que suman un gran número de habitantes, unas finanzas frágiles y una infraestructura pública más bien débil.

A medida que tales fuerzas de desestabilización convergían, el 18 y el 19 de marzo se produjo probablemente la mayor agitación jamás vista en los mercados de valores, bonos y divisas. La presión alcanzó incluso a mercados normalmente estables, como el venerable mercado de deuda pública británica, uno de los mercados fundacionales del capitalismo financiero, cuyos orígenes se remontan al siglo XVII. El Banco de Inglaterra describe las condiciones como “turbulentas”. Si se ha cerrado la semana el viernes 20 con una relativa calma, es porque se han tomado medidas políticas realmente extraordinarias.

Los bancos centrales han marcado el camino a seguir en la primera respuesta financiera a este parón crítico, movilizando, en primer lugar, la misma caja de herramientas que durante la crisis de 2008. Las medidas del Sistema de la Reserva Federal (o Fed), anunciadas en una rueda de prensa extraordinaria el domingo 15, fueron contundentes: Powell bajó las tasas de interés a cero y se embarcó en una cuarta ronda de expansión cuantitativa. Durante la semana siguiente, la Fed extendió sus intervenciones para incluir apoyo masivo al mercado de pagarés, como ya había hecho en 2008, ya que es un recurso vital para la financiación de grandes empresas. El miércoles 18, tras un día especialmente turbulento en los mercados, el Banco Central Europeo anunció que se iba a embarcar en un programa de compra de activos no constreñido por ningún límite autoimpuesto relacionado con las participaciones de deudas públicas que el BCE pueda poseer. El jueves, el Banco de Inglaterra hizo lo mismo con un programa de flexibilización cuantitativa radical en tanto no comprometido con ningún programa de compras predefinido. Las fluctuaciones en el mercado eran demasiado extremas como para permitir esa medida, por lo que el Banco ha anunciado que mantendrá sus propios criterios para intervenir como considere conveniente en la estabilización de los mercados.

Estas no son decisiones hechas a medida para la pandemia, pero esa no es la cuestión. La cuestión es no afrontar el impacto de la pandemia. Tanto la Fed como el BCE han insistido en que esta es una tarea para la política fiscal. Teniendo en frente la pandemia de coronavirus, el rol limitado pero esencial de los bancos centrales es prevenir que el sistema crediticio se convierta en un riesgo por derecho propio, y la asistencia y el apoyo a cualquier respuesta de la política fiscal.

Es cierto que no ha habido tanta coordinación internacional entre los bancos centrales como la hubo en la lucha contra la crisis financiera de 2008, pero la coordinación explícita puede que no sea siquiera necesaria. Hemos pasado demasiado tiempo digiriendo la experiencia de la crisis mundial, todo el mundo conoce el procedimiento a seguir, y todo el mundo sabe que debe guiarlo la Reserva Federal. El sistema financiero global está basado en el dólar, lo cual explica por qué el paso más significativo hacia la cooperación dado la semana pasada han sido las declaraciones sobre las líneas permanentes de intercambio de liquidez.

Dichas líneas fueron iniciadas en su estado actual a finales del 2007 para asegurar que la financiación en dólares americanos no estaba disponible tan solo para bancos o actores financieros con sede en Nueva York, sino para todo el sistema financiero mundial. A través de uno de estos acuerdos “swap”, dos bancos centrales intercambian créditos en la moneda del otro, con el banco no americano pagando un pequeño interés a la Fed por el privilegio de obtener dólares a cambio de su propia moneda. Al cumplimiento del plazo, las monedas son intercambiadas de nuevo a una tasa de intercambio prefijada.

En 2013, estos canales se hicieron permanentes entre la Reserva Federal, el Banco de Japón, el Banco de Inglaterra, el Banco de Canadá, el Banco Central Europeo y el Banco Nacional Suizo. El domingo 15 de marzo, para indicar a los mercados que las líneas de intercambio se habían “encendido”, las tasas de interés cobradas por la Fed se redujeron y el plazo de pago de los préstamos se alargó.

Solía preocuparnos el hecho de que Trump y los nacionalistas económicos de su gobierno amenazaran esta expresión de cooperación global entre los bancos centrales. Después de todo, los acuerdos “swap” hacen que la Fed provea de dólares a demanda de sus homólogos extranjeros, algo cuya aceptación no se esperaría de los seguidores del “Make America Great Again”. Pero resulta que cuando te enfrentas a una pandemia que hace que te preguntes si es seguro salir de tu casa a nadie le preocupan los principios nacionalistas.

Las medidas de la Reserva Federal del 15 de marzo fueron espectaculares, pero no detuvieron la venta de activos en los mercados financieros, ni, en particular, la huida de los mercados emergentes. Para el miércoles 18, el aumento de la demanda de dólares estaba impulsando las divisas norteamericanas al alza a una velocidad vertiginosa. Esto es ventajoso para los exportadores a los EEUU, pero pone una gran presión sobre todos aquellos que hayan pedido préstamos en dólares.

Para aliviar la presión, el Fed anunció al día siguiente la extensión de las líneas de intercambio, del núcleo original de cinco economías avanzadas, a otras nueve más, incluyendo Corea del Sur, Brasil y México. Siendo este el mismo grupo que se incluyó en tales líneas en la crisis del 2008, sirviendo correctamente a los objetivos de estabilización durante dicha crisis. Y ahora, de nuevo, se han fortalecido las monedas tanto de Corea de Sur como de Brasil, pero la preguntas es si el sistema de acuerdos swap de 2008 sigue siendo apto para este propósito, si son lo suficientemente profundas y si abarcan a los grupos correctos.

Las líneas de intercambio de 2008 reflejaban la geografía del sistema financiero basado en el dólar, estando centradas sobre todo en el sistema financiero del Atlántico Norte. Este ha sido históricamente el terreno de la Reserva Federal, el escenario en el que nació hace cien años, en 1913. Las finanzas transatlánticas son la matriz dentro de la cual se formó la hegemonía financiera anglo-americana. En 2008 los contratos swap reflejaban todavía la geopolítica del siglo XX; la red del dólar proveía de seguridad financiera a los bancos de los principales aliados de EEUU, pero no fue nunca considerado un intercambio con Rusia o China.

A medida que el impacto de la pandemia en la economía mundial se hace más profundo, la cuestión es si este sistema de líneas de intercambio de 2008 sirve para estabilizar eficazmente una economía mundial realmente multipolar.

Desde 2008, el mundo de las finanzas globales basadas en el dólar ha sufrido tres cambios fundamentales. Primero, los dólares están siendo usados a una nueva escala por nuevos actores financieros. Segundo, el equilibrio de la economía mundial se ha alejado de Occidente para situarse entre los mercados emergentes. Y, tercero, las políticas económicas globales se han vuelto mucho más antagónicas.

En 2008 el problema era la necesidad de financiación en dólares de los megabancos europeos, hoy la presión está sobre las aseguradoras de vida japonesas y taiwanesas, los fondos de pensiones y los bancos postales, fuertemente invertidos en bonos corporativos estadounidenses. Lo último que la Reserva Federal necesita es que dichas instituciones descarguen sus enormes reservas de activos norteamericanos, pero estas carecen de la conexión fundamental con las líneas de intercambio de las que gozaban los bancos europeos en 2008. Cómo accederán a la financiación en dólares que necesitan sigue siendo algo que queda por resolver, lo que es una cuestión tanto técnica como política.

Las corporaciones prestatarias (como por ejemplo Pemex, la compañía petrolera respaldada por el Estado mexicano) están también bajo una inmensa presión financiera, así como los proveedores de productos manufacturados de alta calidad, ya que piden préstamos en dólares a corto plazo para pagar las materias primas y los componentes que ponen en funcionamiento sus complejas cadenas de suministros. A medida que el dólar se dispara y las tasas de interés se ajustan, se enfrentan a graves dificultades financieras, lo cual agrega más presión a la interrupción física debido a los cierres por el coronavirus.

En cuanto al poder creciente de los mercados emergentes, China abre camino, aunque también han experimentado una expansión espectacular Indonesia, Malasia, Tailandia y Turquía. Las economías emergentes, que una vez fueron una parte relativamente marginal de la economía global, son ahora motores clave del crecimiento global. Los inversores norteamericanos, así como, de hecho, toda la economía mundial, tienen un profundo interés en su prosperidad.

Finalmente, nos encontramos con la cuestión de China. En 2008, China ya era el principal líder del crecimiento económico mundial, tanto es así que muchos temían que provocase una crisis global devastadora si vendía sus letras del Tesoro estadounidenses. Lo cual no llegó a ocurrir, pues, en vez de eso, China se propulsó a través de la crisis con una inversión gigantesca en productos nacionales. A día de hoy, su economía es más grande que nunca, al igual que sus reservas de activos norteamericanos. Al mismo tiempo, los negocios chinos acumulan una deuda de 1,3 billones de dólares, y a medida que comienza la contienda global por los dólares y el valor de la moneda estadounidense aumenta, tales deudas se vuelven menos sostenibles, lo cual amenaza con desencadenar una reacción en cadena.

Pudimos probar un aperitivo de este escenario en 2015-2016, cuando una gran huida del renminbi y la amenaza de una devaluación de la moneda china sacudieron el mercado mundial. A medida que el mercado de valores y las divisas chinas se desplomaron, el impacto en los mercados estadounidenses fue tan severo que la Fed, bajo Janet Yellen, dio marcha atrás en el aumento de las tasas de interés. En ese momento el mercado de las letras del Tesoro norteamericano era completamente sólido y las relaciones entre China y EEUU eran tensas, pero no hostiles. Hoy el mercado de letras del Tesoro estadounidense se tambalea y las relaciones entre ambos países se ha deteriorado severamente en una era de guerras comerciales y de teorías conspiranoicas sobre los virus. ¿Cómo puede la Reserva Federal relacionarse con el banco central chino en estas circunstancias?

De alguna forma, debe hacerlo. Lo último que la economía mundial necesita es que Beijing saldase sus bonos norteamericanos. Sería un paso enorme, quizá imposible políticamente, extender una línea de intercambio de la Reserva Federal al Banco Popular de China. En su ausencia, como ha sugerido Brad Setser, del Consejo de Relaciones Internacionales, la Fed debería considerar la posibilidad de permitir a China pedir préstamos contra el valor de los activos colaterales de sus enormes reservas de letras del Tesoro.

La crisis aún está desenvolviéndose. Sería una tragedia si el ya de por sí vacilante esfuerzo para dar respuesta a la pandemia fuese obstaculizado por una crisis del sistema financiero basado en el dólar. A diferencia del desafío de contener la pandemia, controlar el ataque de pánico del sistema financiero no requiere el disciplinamiento del conjunto de una sociedad. No requiere una nueva ciencia. Ni siquiera tiene por qué requerir la inversión de grandes cantidades de dinero. Lo que requiere es una imaginación y una habilidad tecnocráticas para idear los medios adecuados a través de los cuales pagar los préstamos en dólares, y la determinación por parte de los actores políticos (especialmente Washington y Beijing) de no incrementar la tensión con provocaciones y agresiones nacionalistas. Así, mientras la economía mundial siga dependiendo del dólar como base de su sistema financiero, la dependencia de las medidas del banco central norteamericano es inevitable. Lo que está en juego esta vez no es solo la estabilidad económica y la credibilidad del liderazgo financiero estadounidense. Se trata verdaderamente de una cuestión de vida o muerte.
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Este artículo fue publicado en Foreing Policy, y traducido para ctxt por Marco Silvano

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