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lunes, 30 de marzo de 2020

El Covid-19 y la muerte de la conectividad


Walden Bello, Sin Permiso

La pandemia del COVID-19 es la segunda mayor crisis de la globalización en una década. La primera fue la crisis financiera global de 2008-2009; la economía global necesitó años para llegar a una recuperación aparente. No aprendimos la lección de la primera y puede que por esto el impacto de la segunda sea incluso más grande.

Billones de dólares de riqueza efectiva se esfumaron durante la crisis de 2008, pero pocos gritaron por los actores financieros que provocaron la crisis. Los impactos en la economía real fueron más serios.

Decenas de millones perdieron sus empleos; solo en China 25 millones de personas en la segunda mitad de 2008. El transporte aéreo cayó un 20% en un año. Las cadenas globales de suministros, muchas de ellas conectadas con China, se interrumpieron gravemente.

The Economist lamentó que la “integración de la economía mundial se encuentra en retroceso prácticamente en todos los frentes”, añadiendo que “a algunos críticos del capitalismo esto parece alegrarles, como a Walden Bello, un economista filipino que quizá pueda reivindicar haber acuñado el término [desglobalización] en su libro Deglobalization: Ideas for a New World Economy.”

Retando a la globalización

¿En qué consistía esta “desglobalización” por la que The Economist se preocupaba tanto?

Consistía, entre otras cosas, en volver a poner al mercado doméstico en el centro de gravedad de la economía en lugar del mercado global. Y para hacer esto no solo se proponían aranceles y cuotas para preservar a la industria y agricultura locales de la estampida de productos de compañías transnacionales, sino también llevar a acabo una política comercial activa para asentar las bases de una economía nacional sostenible.

Pero lo que los paladines de la globalización temían no era solo las propuestas políticas específicas sino su perspectiva básica: el cuestionamiento del fundamento mismo de las relaciones sociales bajo el capitalismo.

La desglobalización, escribíamos, “es, en su núcleo, una perspectiva ética. Prioriza valores por encima de intereses, cooperación sobre competición y comunidad sobre ‘eficiencia’”.

Esta perspectiva se traduce en “un pensamiento económico real, que fortalece la solidaridad social al subordinar las operaciones del mercado a los valores de la equidad, la justicia y la comunidad (…) Por usar el lenguaje del gran pensador húngaro Karl Polanyi, la desglobalización va de ‘reincrustar’ la economía y el mercado en la sociedad, en lugar de tener una sociedad gobernada por la economía y el mercado”.

La globalización se recupera

La desglobalización no era la única vía alternativa de organización de la vida económica que emergió durante el periodo de crisis. Pero contra lo que The Economist temía, y para nuestra consternación, tras tocar fondo en la recesión de 2009 hubo una vuelta a lo de siempre. Aunque el mundo entró en lo que los economistas ortodoxos denominaron una fase de “estancamiento secular” –bajo crecimiento con desempleo alto y persistente–, la producción orientada a la exportación mediante cadenas globales de suministro y comercio mundial prosiguieron su marcha.

En China, la mayor parte del estímulo de 585 mil millones destinado a gasto social durante la crisis fue secuestrado por el lobby dominante de la exportación, que canalizó los fondos a las empresas y los gobiernos locales de la costa este y sudeste del país, que se habían convertido en el centro de una división del trabajo global “sinocéntrica” de la industria manufacturera.

Las emisiones de carbono se redujeron en las profundidades de la crisis, pero ahora han vuelto a su tendencia creciente. El transporte aéreo de mercancías se recuperó y el de personas incluso creció más espectacularmente. Tras una reducción del 1,2% en 2009, los viajes en avión crecieron anualmente una media del 6,5% entre 2010 y 2019.

Se suponía que la “conectividad” mediante el transporte, particularmente mediante transporte aéreo, era la clave de una globalización exitosa. Tal y como dijo el director general de la poderosa Asociación Internacional del Transporte Aéreo: “Desalentar la demanda de conectividad aérea pone en riesgo empleos de alta calidad y la actividad económica dependiente de la movilidad global (…) Los gobiernos tienen que entender que la globalización ha hecho nuestro mundo más próspero social y económicamente. Inhibir la globalización con proteccionismo nos hará perder oportunidades”.

Dejando de lado el deseo de acelerar el flujo de mercancías a través de cadenas globales de suministro, la demanda de mayor conectividad aérea se vio potenciada por el deseo que la industria global aérea tenía de aprovechar la explosión de turismo chino saliente. En 2018 los chinos realizaron 149 millones de viajes al extranjero; una cifra que supera la de otros países, incluso la de Estados Unidos.

No solo las aerolíneas sino grandes partes del sector servicios de muchos países se volvieron dependientes del influjo masivo de turistas chinos, que en 2018 se gastaron más de 130 mil millones de dólares en el extranjero. En Tailandia, el país más visitado por turistas chinos (solo en 2019 lo visitaron 11 millones), el turismo representó la friolera del 11% del PIB.

La extrema derecha se apropia de la desglobalización

En el norte global, los gobiernos de centroizquierda y centroderecha se concentraron en salvar a las instituciones financieras a expensas de la población, con gran parte de Europa, especialmente el sur, marcada por economías en recesión con alto desempleo, y con Estados Unidos todavía con más desempleados en 2015 que a comienzos de la crisis financiera.

Si bien las élites establecidas se mantuvieron fieles a la globalización, las personalidades y partidos radicales de derecha vieron una oportunidad de oro en la amargura de los trabajadores por el desempleo permanente y su preocupación generalizada de que estaban perdiendo su trabajo mientras las empresas continuaban trasladando sus operaciones a China, o los entregaba a subcontratistas chinos, como Apple hizo con Foxxcon, que era conocido por sus prácticas laborales explotadoras.

Antes identificados con propuestas económicas neoliberales, muchos partidos de extrema derecha se apropiaron oportunistamente de partes de la crítica antiglobalización que había representado la izquierda no hegemónica, como las reivindicaciones de proteger los medios de vida de los trabajadores y la recuperación de industria, pero dándoles un giro racista o contra la inmigración.

La deserción de los trabajadores del Partido Demócrata o su abstención en las elecciones presidenciales de 2016 en estados clave del Medio Oeste resultaron en la victoria de Donald Trump. Una vez en el cargo, Trump cumplió su promesa a los trabajadores de que se desharía del proyecto predilecto del presidente Obama, la Asociación Trans-Pacífico (TPP) sin fronteras.

Incluso fue más radical cuando su administración tildó a China de “agresor económico” e identificó la raíz de los males estadounidenses, no con políticas neoliberales fallidas sino con una conspiración supuestamente promovida por China, por empresas transnacionales y por élites hegemónicas desfasadas. “Death by China”, gritaba el título del influyente libro del asesor económico de Trump, Peter Navarro.

China lidera la globalización y la conectividad

Mientras, China aprovechó la retirada estadounidense al nacionalismo económico promocionándose a sí misma como la nueva campeona de la globalización.

En enero de 2017 el Presidente Xi Jin Ping dijo en Davos que “la economía global es el gran océano del que no puedes escapar” en el que China había “aprendido a nadar”. Apeló a los líderes políticos y empresariales para que se “adapten y guíen a la globalización, que amortigüen sus impactos negativos y que hagan llegar sus beneficios a todos los países y naciones”.

Aún más, Xi ofreció respaldar sus palabras con un macroprograma de un billón de dólares: la iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda (BRI por sus siglas en inglés), que evocaba la legendaria “ruta de la seda” que articuló el comercio entre China y Europa a comienzos de la Edad Moderna.

Este ambicioso programa consistente en la construcción de presas, carreteras y ferrocarriles, la instalación de plantas de carbón y empresas extractivas se diseñó para promover lo que Pekín denominó “conectividad global”. Originalmente destinado a “vincular” Asia con Europa, la BRI se abrió a todos los países del mundo en 2015, de modo que ya no había un cinturón y una carretera, sino múltiples rutas, incluida una “ruta de la seda polar”.

Mientras que los palmeros de la globalización aplaudían, otros se mostraron más escépticos.

Algunos vieron todo esto simplemente como una forma de exportar el problema excedentario que afecta a la industria pesada china, atando a los países con préstamos para proyectos gigantes intensivos en capital. Focus on the Global South lo describió como “una transferencia anacrónica al siglo XXI de la mentalidad capitalista tecnocrática, socialista estatista y desarrollista que produjo la presa Hoover en los Estados Unidos, los grandes proyectos de construcción en la Unión Soviética de Stalin, la presa de las Tres Gargantas en China, la presa Narmada en India y la presa Nam Theun 2 en Laos. Todos ellos testimonios de lo que Arundhati Roy ha llamado la ‘enfermedad de gigantismo’ de la modernidad”.

En 2019, a pesar del agravamiento de la guerra comercial entre China y EEUU, la globalización no solo parecía haberse recuperado de la crisis financiera de hacía diez años, sino que navegaba viento en popa a toda vela. A pesar de los crecientes costes de producción, sin prisa pero sin pausa, China se conformaba como la indiscutible fábrica del planeta debido a la mayor conectividad con el resto del mundo.

Cada vez más y más países compraban la promesa de la mayor conectividad de la BRI. Los viajes en avión se disparaban; ejecutivos, cargos gubernamentales y líderes de ONG cada vez más cerca gracias a la conectividad, lo que también trajo un turismo chino exponencialmente creciente a todos los rincones del mundo, haciendo felices a los destinos locales, pidiendo más.

Conectividad Corona

Entonces llegó el virus.

La conectividad aérea se convierte en el medio de transmisión de un virus que parece moverse a la velocidad de internet. La economía global se detiene no solo por los confinamientos para parar el virus, sino también porque paran las cadenas de producción chinas, exponiendo el disparate de tener cadenas de suministro basadas en el principio de localizarlas donde los costes de producción unitarios sean más bajos (es decir, la razón de ser de la globalización).

Los costes de subcontratar tanta producción en China se relevaron dolorosamente en la falta de material médico esencial como kits de diagnóstico para el coronavirus, jeringuillas e incluso mascarillas en Europa y Estados Unidos, por no decir en el resto del mundo azotado por la pandemia.

No obstante, si hay algún resquicio de esperanza en esta tragedia, puede que sea el hecho de que haya ocurrido hoy y no más tarde, cuando la BRI bien pudiera haber tenido consecuencias incluso más funestas. Como Sonia Shah ha dicho recientemente en The Nation, los virus originados en huéspedes animales –a los que no hacen ningún daño– transmitidos a humanos –a quienes si que hacen mal– se han vuelto cada vez más frecuentes porque los humanos están invadiendo los hábitats de animales salvajes al talar bosques.

Un 60% de los patógenos microbianos que han surgido en las últimas décadas provienen de animales, dos tercios de los cuales provienen de animales salvajes. La World Wildlife Federation señala que la BRI tendría un impacto negativo sobre unos 1700 enclaves de biodiversidad y sobre 265 especies que ya se encuentran en peligro. Entre los animales que enfrentan la posible extinción o la desestabilización de su hábitat debido a la BRI se encuentran el orangután de Tapanuli, el tigre de Sumatra, el pangolín de Sunda, el murciélago filipino Desmalopex leucopterus, el roedor filipino Phloeomys cumingi, civetas poco frecuentes, el águila y el ciervo filipinos.

Muchos de estos animales son huéspedes de virus transmisibles entre especies como el nuevo coronavirus.

Efecto rebote

Lo que frecuentemente se pasa por alto es la “venganza” de la vida salvaje por la irrupción en su terreno. Los virus que se transmiten desde sus huéspedes a los humanos son una de las formas de efecto rebote. Existen otras.

De acuerdo con un estudio publicado en Current Biology, la red de carreteras, vías de tren y tuberías de la BRI podría introducir más de 800 especies invasoras extranjeras –entre ellas 98 anfibios, 177 reptiles, 391 pájaros y 150 mamíferos– en varios países a lo largo de sus muchas rutas y proyectos, desestabilizando sus ecosistemas.

Como se ha mostrado tantas veces, la naturaleza tiene una forma de castigar a aquellos que interrumpen las formas de vida que han existido durante eones: y la ironía es que los humanos, a través de procesos como la globalización y la conectividad, han ayudado a facilitar este efecto rebote.

Si continúa, el rebote provocado por la BRI podría ser más grave que el COVID-19.

La crisis financiera de 2008 no consiguió poner fin a la globalización. En lugar de eso surgió una nueva fase de globalización, de “conectividad”, en la que China proveyó de liderazgo político e hizo de palanca económica. El COVID-19 ha liquidado la conectividad y la globalización, con suerte de una vez por todas.

Pero la gran pregunta es: ¿cuál será el nuevo “paradigma” que reemplace a la globalización?

La extrema derecha se ha reservado una versión nacionalista de la desglobalización basada en mantener a los inmigrantes fuera y a las minorías subordinadas. Los liberales y los socialdemócratas están agotados y no tienen nada estimulante que ofrecer. Los progresistas poseen riqueza en ideas, entre ellas el ecosocialismo, el decrecimiento, la desglobalización, la soberanía alimentaria, el “Buen vivir” y modelos emancipadores influenciados por el neomarxismo y el feminismo.

Hay sinergias fascinantes entre estas perspectivas. El reto es crear la base que las convierta en una fuerza material.
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Walden Bello, politólogo filipino que trabaja como director ejecutivo de Focus on the Global South, profesor de Sociología y Administración Pública en la Universidad de Filipinas y es investigador asociado del Transnational Institute.



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