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sábado, 26 de enero de 2019

Erik Olin Wright (1947-2019)

Vivek Chibber, Viento Sur

Erik Olin Wright falleció este miércoles 23 de enero, pocos meses después de serle diagnosticada una leucemia avanzada. En los días siguientes al diagnóstico había dado los últimos retoques a su libro How to be an Anti-Capitalist for the Twenty-First Century, que se publicará a lo largo de este año.

De haber vivido, no hay duda de que este libro no sería el último. Aunque Erik tenía setenta y un años, una edad en la que los pensamientos de la mayoría de académicos se dirigen hacia la jubilación, no tenía tales intenciones. “Mi plan es seguir predicando hasta el final”, solía bromear. Todavía estaba increíblemente activo, escribiendo de forma prolífica, supervisando doctorandos, viajando y dando conferencias.

La enorme obra que nos deja abarca más de cuarenta años, pero conforma una agenda que ha quedado abruptamente interrumpida. Quienes lo conocíamos y queríamos hemos perdido a un preciado amigo. Y la izquierda, que muestra señales de renacimiento tras años de retrocesos, se ha quedado sin uno de sus intelectuales más brillantes.

La centralidad de la clase

Erik será recordado como el más importante teórico de la clase en la segunda mitad del siglo XX y como el mayor sociólogo marxista de su tiempo.

Irónicamente, cuando comenzó su doctorado en la Universidad de Berkeley (California), su intención era clarificar rápidamente el estatuto de la clase en la teoría marxiana para volcarse en su verdadero interés, que era la teoría del Estado. Pero pronto descubrió que el asunto no admitía un tratamiento sumarial. Resolver las dificultades para conceptualizar la clase y aclarar las proposiciones teóricas y las predicciones empíricas asociadas a ella llevaría algo más de tiempo, pensó que quizás unos pocos años.

Lo que terminó ocurriendo es que fueron necesarios cuatro libros, decenas de artículos y un equipo de investigación repartido por diferentes países, todo ello a lo largo de un cuarto de siglo. Pero cuando dio paso al siguiente proyecto, Erik no sólo había refinado el concepto de clase mejor de lo que cualquier marxista hubiera hecho antes, también había obligado al resto del establishment académico a admitir su validez por primera vez en el siglo XX.

Por más que se le soliera describir como neomarxista –una expresión que sugiere un alejamiento de la tradición clásica– el modo en que Erik conceptualizó la clase era firmemente ortodoxo. Estaba basado en tres proposiciones clave.

Primero, mientras que las teorías convencionales entienden que la clase está conectada con los ingresos, Erik resucitó la visión de Marx según la cual se trata de una relación social basada en la explotación. La explotación ocurre cuando un grupo obtiene su sustento gracias al control del trabajo de otro grupo. De modo que no son los ingresos de una persona lo que determinan su clase, sino cómo obtiene esos ingresos. Segundo, puesto que la clase descansa en la forzosa extracción de trabajo, posee una dimensión necesariamente antagonista. Exige que la clase dominante socave el bienestar de los grupos subordinados, lo que a su vez tiende a generar resistencias de su parte. Tercero, este antagonismo, bajo ciertas condiciones, tomará la forma de un conflicto organizado entre clases, la lucha de clases.

Pero esta formulación creaba un rompecabezas central para todas las teorías marxistas de la clase: ¿cómo dar cuenta de la clase media? Si el capitalismo es un sistema económico en el que hay explotadores y explotados, ¿qué sucede entonces con la gente que está en el medio y no parece encajar con ninguno de los dos?

Muchos marxistas respondieron de una de estas dos formas. Primero, sugiriendo que el propio capitalismo resolvería el problema de la clase media deshaciéndose de ella. Algunas de las formulaciones del propio Marx daban a entender eso: con el tiempo, las personas pertenecientes a esta clase se hundirían hacia la clase trabajadora o se elevarían a las filas de los capitalistas. El desafío conceptual tenía fecha de caducidad.

La segunda solución consistía en señalar que, por más que mucha gente pareciera estar en el medio, no era más que una ilusión que desaparecía tras una inspección más próxima. Al observar con mayor atención, continuaba el argumento, la mayoría de las personas de clase media no eran en realidad más que trabajadores; y un número muy pequeño, capitalistas.

De modo que mientras la primera postura aseguraba que habría sólo dos clases en algún momento del futuro, la otra afirmaba que eso ya ocurría ahora mismo. En ambos casos se terminaba con sólo dos clases.

Erik rechazó ambas posiciones. En primer lugar, estaba claro que la clase media no era una categoría residual, obligada a desaparecer con el tiempo. El capitalismo creaba activamente las ocupaciones que identificamos con ese estrato: siempre habría comerciantes, gerentes de nivel intermedio, profesionales asalariados, etc. En segundo lugar, aunque es cierto que que bastantes profesionales son solo trabajadores muy cualificados, muchos son más que eso. Poseen una autoridad real sobre otros trabajadores, sus ingresos se derivan sólo en parte de los salarios y tienen un verdadero control sobre su propio trabajo. Su poder y su margen de elección parecen cualitativamente distintos a los de un trabajador asalariado. Así que la clase media es real. La cuestión es cómo incorporarla en el marco marxista.

La solución de Erik parece simple, pero era también profunda. Definió a la clase media como aquellos grupos que poseían elementos de ambas clases: capitalista y trabajadora. Los comerciantes comparten algunos rasgos con los capitalistas, ya que poseen los medios de producción, pero también con los trabajadores, en el sentido de que tienen que participar activamente en el trabajo de su negocio. Los gerentes intermedios tienen algunos de los poderes de los capitalistas, ya que mandan sobre los trabajadores, pero como los trabajadores, carecen de control real sobre las decisiones de inversión.

De aquí sacó Erik su famosa conclusión de que la clase media ocupa posiciones contradictorias dentro de la estructura de clase. El significado político de ello era que dicha clase se veían empujada en ambas direcciones, hacia el trabajo y hacia el capital. No podía predecirse hacia qué lado se decantarían finalmente sus miembros, lo que dependía de la combinación de circunstancias históricas y factores políticos de cada momento.

Soñar de forma realista

Erik entendía que si bien los marxistas usan la clase como un concepto científico, ésta posee una dimensión normativa. Decir que el capitalismo se basa en la explotación implica una denuncia moral del sistema. Nos invita a trabajar en pos de una sociedad que no se base en la subordinación sistemática de un grupo a otro, y donde las posibilidades para el desarrollo individual no queden ahogadas por la privación y la inseguridad.

Pero conforme el siglo XX llegaba a su fin, muchos progresistas perdieron la confianza en la posibilidad de dicha alternativa. En los buenos tiempos de la izquierda había dos fuentes de esperanza. Para muchos, la existencia de la Unión Soviética era una evidencia concreta de que el capitalismo podía ser superado. Una segunda fuente provenía del interior del propio marxismo, en concreto de su teoría de la historia, cuya promesa era que el capitalismo daría paso, tarde o temprano, a un nuevo sistema económico, al igual que los anteriores habían sucumbido a formas más avanzadas de organización social.

Ambas esperanzas estaban hechas jirones a la altura del fin de siècle. El modelo soviético no sólo había colapsado, sino que había desacreditado la propia idea de una sociedad poscapitalista. Y muchos marxistas, quizás la mayoría, habían llegado a la conclusión de que el materialismo histórico ortodoxo era una teoría claramente equivocada.

El propio Erik llegó a esta conclusión, tras mucho reflexionar sobre la teoría tal y como la había desarrollado su amigo Gerald Cohen. No existía un telos histórico que condujera al futuro socialista. No sólo había grandes sectores de la izquierda escépticos con la posibilidad del socialismo, es que ni siquiera estaba claro qué tipo de diseño institucional podría encarnarlo.

Reconociendo el efecto debilitador que eso tenía sobre la práctica política, Erik lanzó el siguiente gran proyecto de su carrera: la colección Real Utopias. La idea básica era simple. Los marxistas habían seguido a Marx en su desdén por los planos detallados para la sociedad futura, que a menudo degeneraban en fantasías utópicas. Pero como señaló Erik, esa costumbre de rechazar tales modelos sociales se había convertido ahora en un lastre. Si pides a la gente que se sacrifique y arriesgue por un futuro mejor, la gente necesita tener una idea, más allá de una serie de principios, de aquello por lo que lucha. Necesita saber cuál podría ser la alternativa.

El lanzamiento del proyecto Real Utopias pretendía generar propuestas institucionales concretas en las que cristalizaran los principios socialistas. Era utópico en el sentido de que las ideas aspiraban a ser muy ambiciosas, dispuestas a pensar diseños sociales sustancialmente distintos a los del capitalismo. Pero estaban ancladas en la realidad por basarse en la experiencia real dentro del capitalismo.

Presentó el argumento básico que subyacía al proyecto en su libro Construyendo utopías reales. Pero como ocurrió antes con el de la estructura de clase, también éste fue un proyecto colaborativo e internacional. Durante más de quince años, generó media docena de volúmenes, cada uno de ellos organizado alrededor de una propuesta concreta –la reforma legislativa, la igualdad de género, la democracia en la empresa, etc., e involucró a decenas de destacados académicos.

Firmeza moral

La inmersión de Erik en la teoría marxista y su posterior desarrollo duró medio siglo. Llegó a finales de los años sesenta, cuando muchos de los estudiantes universitarios se estaban radicalizando. Pero a pesar de que su generación terminó apartándose de la política socialista, él mantuvo su compromiso inicial.

Lo que resulta todavía más excepcional es que lo hiciera con pocos de los puntos de apoyo que se presuponen en estos casos. Erik nunca estuvo en una organización política. No le sostuvo un medio intelectual como el Socialist Register o la New Left Review. No participó activamente en la política local. Incluso sus círculos sociales se asemejaban a los típicos de un académico de élite norteamericano. Nada en su contexto social e intelectual le empujaba a un compromiso de décadas con el marxismo.

La firmeza de Erik provino de su interior: de una integridad moral e intelectual excepcional. Fue una de esas raras personas que, una vez que reconocen la verdad de una proposición, simplemente no pueden abandonarla. Continuo siendo marxista porque su brújula moral le impedía alejarse. Es tan simple como esto. Y precisamente por su simplicidad, tan asombroso. La resistencia de Erik se basó en la fuerza desnuda de su personalidad, incluso cuando el conjunto de apoyos sociales y políticos dejó de ser suficiente para sostener el compromiso de tantos de su generación.

La misma integridad brilló en su relación con sus estudiantes. Es una suerte de cliché elogiar a los académicos fallecidos por su dedicación a la docencia. Pero en el caso de Erik, la descripción no solo es cierta, sino que resulta difícil de imaginar. A lo largo de su carrera, supervisó docenas de tesis doctorales, sobre una sorprendente variedad de temas, de estudiantes de todos los continentes.

Sus comentarios a cualquier documento que se le entregara no sólo llegaban rápido, sino que a menudo eran más largos que el propio documento. Su capacidad para llegar al núcleo de una argumentación era maravillosa. Normalmente reformulaba un argumento mejor de lo que estaba en su forma original. De hecho, uno de los grandes favores que hizo a sus interlocutores fue elevar sus argumentos a un nivel superior, para que fueran dignos de crítica.

Erik vivió una vida increíblemente rica y deja atrás un legado asombroso. Pero era demasiado pronto para el final. Ni siquiera había empezado a bajar el ritmo, no digamos ya a quedar desfondado. Fue una de las personas más felices que ha conocido nunca. Si alguien le preguntaba qué tal estaba, a menudo le escuchaba responder: “Bien, supongo que podría estar mejor, pero no puedo imaginarme cómo”. Cuando el cáncer lo sorprendió, se esforzó por combinar una perspectiva realista con el sentido del optimismo, justo como había hecho con sus compromisos morales. Estaba profundamente triste por su inminente fallecimiento, pero aseguró a su familia y a sus seres queridos que no tenía miedo.

En uno de sus últimos posts rechazaba entregarse a las fantasías románticas sobre la vida futura y demás. Tan sólo “soy –escribió– polvo de estrellas que terminó por azar en este maravilloso rincón de la Vía Láctea”. Pero eso no es del todo cierto. Es verdad que la mayoría somos sólo eso. Pero unos pocos, muy pocos, son algo más. Descansa en paz, Erik.

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