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sábado, 6 de octubre de 2018

La desvergüenza del Fondo Monetario Internacional

Fernando Luengo Escalonilla, Público

Como si formáramos parte de un engranaje que gira una y mil veces alrededor del mismo eje; como si el tiempo, perezoso, se resistiera a avanzar; como si estuviéramos condenados eternamente a contemplar la misma desgastada imagen. Esta es la abrumadora sensación que tengo cuando escucho o leo los diagnósticos y las recomendaciones de los economistas y los responsables del Fondo Monetario Internacional (FMI). Inquieta pensar el enorme poder que concentra esta institución para hipotecar las políticas de los gobiernos y vencer las resistencias de los pueblos.

Digo diagnósticos y debería decir recetas de supuesta validez universal, cualquiera que sea el país y el continente donde se apliquen; y digo recomendaciones cuando resulta más apropiado decir imposiciones, pues, como es sabido, la hoja de ruta establecida por esta institución es la referencia o la excusa utilizada por los gobiernos para justificar la implementación de políticas socialmente regresivas y es la llave que abre (o cierra) el grifo de la financiación internacional.

El documento elaborado por la delegación de economistas del FMI -del que ya conocemos un breve pero sustancioso avance—se centra, sobre todo, en las pensiones y el mercado de trabajo; temas, por lo demás, (obsesivamente) recurrentes en sus informes. Sugieren “prudencia y moderación” y advierten (amenazan) sobre los peligros de desviarse de la hoja de ruta que tanto el FMI como las instituciones comunitarias, al alimón, han bendecido.

Si las pensiones crecen al ritmo del índice de precios al consumo -es decir, si el gobierno se comprometiera con el muy moderado objetivo de preservar su capacidad adquisitiva- nos advierten que tendría un coste financiero insostenible e insoportable, que recaería sobre unas arcas muy debilitadas. Se omite (deliberadamente) que sí hay recursos y que estos se encuentran en la enorme cantidad de dinero y riqueza que concentran las elites (de las que los dirigentes del FMI forman parte).

Si los salarios no prosiguen su senda de moderación (un término más adecuado es el de represión), entonces se resentiría el potencial de creación de empleo de nuestra economía, que el FMI ensalza (aunque la mayor parte del mismo sea basura). También en este caso se omite (más por ideología que por ignorancia) que precisamente los bajos salarios están en la causa de la destrucción de puestos de trabajo y de la consolidación de una cultura empresarial depredadora y conservadora.

Si las reformas de los mercados de trabajo han dado tan buenos resultados en términos de contención salarial (empobrecimiento de los asalariados) y de empleo (indecente), habría que perseverar en el mismo camino, con más decisión si cabe, flexibilizando (desregulando) todavía más las relaciones laborales, resistiendo los intentos de redefinición de las mismas en el sentido de empoderar a los trabajadores. Pero es este empoderamiento, el pleno ejercicio de la negociación colectiva y de los derechos ciudadanos dentro de las empresas donde está la clave de la modernización del tejido productivo y del aumento de la productividad.

El tramposo discurso oficial proclamaba (fuegos de artificio, como siempre) que, pasados los años más duros de la crisis, superada la recesión, una vez que la economía recuperara el crecimiento, habría margen para redistribuir y mejorar la situación del conjunto de la ciudadanía, especialmente de los más vulnerables. El blablabla de siempre, adornado en esta ocasión de la sofisticación técnica de los muy distinguidos economistas fondomonetaristas. En realidad, las cartas están repartidas y las reglas del juego perfectamente establecidas para que el saqueo continúe, ¡qué siga la fiesta! Este es el mensaje del FMI.

Una última consideración (un brindis al sol, lo reconozco). Tendría un gran valor pedagógico conocer las retribuciones, en dinero y en especie, así como los fondos de pensión contratados (seguramente privados o respaldados por el FMI) de los economistas que integran y encabezan las delegaciones de esta institución. Ellos y la directora de la misma, Christine Lagarde, forman parte de una casta de privilegiados extraordinariamente bien pagados que habitan, respiran y contemplan con desdén y arrogancia al resto de los mortales desde su confortable urna de cristal.

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