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miércoles, 12 de septiembre de 2018

11-S: dos desastrosos virajes mundiales


Ayer se cumplieron 45 años del golpe de Estado contra el presidente chileno Salvador Allende, con el cual se impuso la más sanguinaria dictadura en la historia de ese país sudamericano. Se conmemoraron, además, 17 años de los atentados terroristas que dejaron alrededor de 3 mil muertos en Nueva York, Washington y Pensilvania.

Estos sucesos trágicos, que han dejado un persistente trauma en la memoria colectiva de las sociedades que los padecieron y del mundo en general, comparten denominadores comunes.

En primer lugar, ambos fueron causados por la brutalidad de la barbarie lanzada contra la razón. Paradójicamente, aunque el gobierno de Estados Unidos fue víctima del segundo, tuvo un papel protagónico en la gestación de ambos: en el caso del golpe de 1973, que acabó con la vida de Allende y las de más de 30 mil chilenos, se encuentra ampliamente documentado y reconocido por las propias agencias de inteligencia de Washington, que los militares comandados por Augusto Pinochet actuaron organizados y dirigidos por la Agencia Central de Inteligencia (CIA); en tanto, los atentados de 2001 no se explican sin la presencia de los grupos islamistas radicales armados, financiados y entrenados por Estados Unidos en Afganistán en el contexto de la invasión soviética a ese país asiático.

El segundo rasgo que comparten estos acontecimientos es haber cambiado la historia del mundo de manera tan profunda como negativa. Incluso hoy es difícil dimensionar el daño provocado a las sociedades de todo el planeta por el golpe que puso fin al gobierno de la Unidad Popular, pues no sólo abrió el camino para un nuevo ciclo de dictaduras latinoamericanas particularmente feroces, caracterizadas por el exterminio físico de miles de opositores, sino que convirtió a Chile en el laboratorio del sistema económico que habría de conocerse como neoliberalismo. Dice mucho que el primer campo de pruebas de tal modelo fuera un país sometido por una dictadura sangrienta.

Las consecuencias del segundo 11 de septiembre no son menos graves, pues en nombre de la lucha contra el terrorismo se instauró un régimen policiaco de espionaje global, vigente hasta hoy, el cual significó un dramático recorte a las libertades de todos los ciudadanos estadunidenses, extendido al resto del mundo mediante la imposición extraterritorial de su control militar y policial, lo que se tradujo, a su vez, en gravísimas violaciones a los derechos humanos. Además, la respuesta militar dejó saldos infinitamente peores a los de los atentados mismos, entre los que deben contarse la destrucción de dos países –Afganistán e Irak–, así como millones de víctimas mortales y vacíos de poder que dejaron a la población a merced de nuevos y más virulentos grupos extremistas.

Para colmo, las acciones armadas y el aparato de control desplegados por Estados Unidos no se tradujeron en una victoria ni trajeron paz o seguridad a sus habitantes –como muestran los dos atentados que azotaron Nueva York el año anterior, reivindicados por simpatizantes del Estado Islámico–; por el contrario, exacerbaron y dispersaron el odio que surge entre algunos sectores de las sociedades islámicas ante la opresión colonial y la violencia ejercidas por Washington y sus aliados.

A 45 años del golpe de Estado contra el gobierno democrático de Allende, y a 17 de que sufrió en su propio territorio las consecuencias de su política intervencionista, hoy la superpotencia no tiene recursos intelectuales, diplomáticos ni morales para responder a estos desafíos, agravados por sus propias acciones, y que han hecho del mundo un lugar más injusto y más peligroso.
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La Jornada

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