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jueves, 19 de julio de 2018

Gulliver en el país de la macroeconomía

Alejandro Nadal, La Jornada

Cuando Jonathan Swift escribió Los Viajes de Gulliver, una sátira sobre las vanidades que animan la política y las guerras entre las naciones, todavía no nacía la teoría económica. Pero ya existía una reflexión sobre los precios y la cantidad de moneda en circulación. El mismo Swift participó en una controversia sobre una reforma monetaria en Irlanda, oponiéndose a la introducción de monedas de cobre, argumentando que se degradaría el valor de cada unidad y las de mala calidad desplazarían a las de buena, que serían atesoradas.

En su cuento, Lemuel Gulliver llega al país de Lilliput y se sorprende con su población de hombres diminutos (15 centímetros de altura), pero no le resulta extraño que en el reino exista una economía, con moneda propia, un tesoro público, empréstitos y tasas de interés. Al mismo tiempo, las clases sociales, la división del trabajo y las diferencias de jerarquías y órganos de gobierno le revelan que no es posible agrupar el complejo entramado social en una sola entidad. La heterogeneidad de grupos sociales impedía la agregación de todos los pequeños individuos para pensar en uno solo capaz de representar a todo el reino. Gulliver se percató de que Lilliput era más que la suma de sus partes.

La obra de Swift fue un éxito. Pero tiempo después los economistas resucitaron la idea de que la agregación de los individuos para conformar una sola entidad, sí era posible. En 1890 Alfred Marshall utilizó la noción de empresa representativa (en sus Principios de Economía) para analizar la oferta de mercancías. El objetivo era representar una sola curva de oferta de bienes a nivel agregado con las mismas características de las curvas de costos promedio y marginales de las firmas individuales. Su idea era que la agregación de todas las empresas daría como resultado una empresa que pudiera representarlas para fines analíticos. En 1926 el economista italiano Piero Sraffa demostró que eso era imposible y destruyó las bases analíticas del concepto de Marshall. Pero en 1970 el economista Robert Lucas comenzó a utilizar la noción de agente representativo en modelos macroeconómicos. En los años siguientes el enfoque de Lucas revolucionó la forma de hacer teoría y política macroeconómica.

Por desgracia, el movimiento desencadenado por Lucas y asociados puso a la teoría y a la política macroeconómica por el camino del oscurantismo y la superstición. La noción de agente representativo fue usada por Lucas para aportar fundamentos microeconómicos a la teoría macroeconómica, dándole “rigor y consistencia. Los modelos inspirados en esta corriente reducen el problema económico de una economía a las decisiones que el agente representativo debe tomar sobre optimización, escogiendo entre consumo, trabajo y esparcimiento. Por supuesto, en esos modelos no hay desempleo involuntario, sólo hay esparcimiento.

En 1974, tres economistas muy del establishment, (Hugo Sonnenschein, Rolf Mantel y Gerard Debreu) demostraron con sendos teoremas matemáticos que la agregación de los agentes individuales usados en los modelos neoclásicos no permite rencontrar las propiedades de racionalidad que la teoría convencional atribuye a los agentes individuales. Es decir, la idea del consumidor individual racional que compra menos de un bien cuando aumenta su precio no se conserva en el agregado. O sea que el consumidor representativo se comporta de manera absurda y puede decidir comprar más de una mercancía aunque su precio esté aumentando. Por supuesto, eso destruye la idea de que los mercados siempre alcanzan un equilibrio entre la oferta y la demanda.

Pero ¿a quién le estorban los resultados científicos cuando lo que se busca es una bonita ideología? Los teoremas de Sonneschein-Mantel-Debreu fueron convenientemente escondidos y desterrados de las aulas donde se enseña la teoría económica. Y los modelos macroeconómicos de expectativas racionales con agentes representativos siguieron siendo el caballito de batalla de los bancos centrales y los ideólogos del neoliberalismo. Claro, sufrieron varias metamorfosis (modelos de ciclos de negocios, modelos neo-keynesianos y nuevos clásicos) y pasaron por sesiones de maquillaje matemático y econométrico para disfrazar la estulticia (modelos dinámicos estocásticos de equilibrio general). Quizás el resultado más conveniente de esos modelos es que las crisis se esfuman.

La teoría macroeconómica neoclásica está enferma. Desde el punto de vista científico, el programa reduccionista de la teoría macroeconómica basado en la posibilidad de agregar a los habitantes de Lilliput para concebir una especie de nuevo Gulliver conduce a resultados aberrantes. El mundo que nos rodea es heterogéneo y orgánico. Si el reduccionismo (el todo es igual a la suma de sus partes) sigue utilizándose en macroeconomía no es por sus virtudes analíticas, sino por su eficacia ideológica.

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